El matrimonio moderno: uno para la casa, otro para viajar
¿Cómo saber cuándo ya estás casado de verdad con alguien? Una forma fácil de saberlo es ver si discutes mucho con esa persona.
Por: Claire Dederer
Victoria y yo recorríamos el bulevar Lincoln en auto una mañana soleada. Al salir de Santa Mónica, California, donde habíamos estado vacacionando, sentíamos la brisa del mar en el aire. Habíamos estado juntas durante tres días seguidos, bebiendo durante el día, observando arte y caminando por la ciudad. Nos había dolido el estómago de tanto reírnos, como si hubiéramos hecho pilates durante horas, cosa que francamente no habíamos hecho.
Vic le subió al volumen cuando sonaba “I Love L. A.” de Randy Newman, una canción que fingíamos amar con ironía, pero que en realidad solo nos encantaba. Nos sentíamos felices pero nostálgicas. Un viaje más acababa de terminar y nos dirigíamos al aeropuerto, llegaríamos unas dos horas antes del vuelo, que, en mi opinión, es cuando la gente decente llega a la terminal.
Para Victoria, ese itinerario de viaje es el de una lunática.
Nos detuvimos en otro semáforo en rojo y comencé a ponerme nerviosa. Para ser honesta, yo me habría ido al aeropuerto un poco más temprano.
Manifesté mi queja a Vic, quien contestó: “Estás loca”.
Como para hacer énfasis en que ella tenía razón, se detuvo en una gasolinera a llenar el tanque del auto rentado. Cuando terminó de cargar gasolina, se dirigió hacia el minisúper para comprar una botella de agua. Parecía estar buscando qué comprar, como si se tratara de un sábado sin nada que hacer en el mercado local. Yo estaba a punto de perder la cordura. Regresó al auto, ondeando la botella alegremente y entró con una lentitud aparatosa y molesta.
La miré con furia. Retomamos el camino en silencio.
Por fin, miró a su alrededor y dijo: “¿Cómo vamos, Pequeña Deedzi?”, una de las muchas formas en las que me decía de cariño. Me hizo reír y volvió la paz.
Sin duda, estábamos casadas.
El mundo se divide en dos lugares: casa y fuera de casa. En mi hogar, estoy casada con mi marido, Bruce. Afuera, estoy casada con Victoria, mi esposa de viajes.
Este otro matrimonio está acuñado en los confines de nuestros matrimonios reales, nuestro trabajo, nuestra maternidad, de la forma en la que una mete un libro más en un librero que ya está repleto de libros. Como artista sin hijos, Victoria puede pasar mucho tiempo fuera de casa. Mi orgullo de esposa me obliga a añadir que es una verdadera artista, de las que viven de eso.
Con frecuencia deja a su hogareño esposo a su suerte en algún sitio. Siempre estoy invitada, implícitamente y sin cesar, de la forma en la que se invita en automático a un cónyuge. A veces voy, y dejo a mi esposo y a nuestros dos hijos.
Voy porque necesito ese otro lugar, lejos. Necesito ese ozono de extrañeza, cosas nuevas y gente desconocida. Viajar era una parte muy importante de mi vida antes del cautiverio del matrimonio y los hijos; ahora meto con calzador dos o tres viajes al lado de Victoria.
Amo a mi esposa de viajes, aunque nuestra relación sea asexual y no sea romántica. Ella planea el itinerario, habla con los lugareños, hace de copiloto a la perfección cuando estoy al volante, hace bromas cuando las cosas se ponen difíciles. Sin embargo, algunas veces, cuando estamos allá afuera, me invade la melancolía. Algunas veces, ansío estar con mi esposo de verdad. Para ser exacta, anhelo una vida en la que pueda tener todas las cosas imaginables con un solo cónyuge.
Mi marido viaja bastante debido a su trabajo como periodista. Y cuando digo bastante es verdaderamente bastante: al círculo polar, al mar de Cortés. Cuando viaja, prefiere que le den el crédito periodístico y un cheque, y tal vez un sarpullido extraño. Los viajes en su tiempo libre no son lo suyo. No le interesan las aventuras nocturnas ni merodear por la naturaleza. Cuando vamos a lugares juntos, solo piensa en llenarse de comida y dirigirse a la cama del hotel para un arrumaco y ver un poco de ESPN.
Muchas noches me he acostado junto a él, sintiendo la vida palpitante de una ciudad extraña allá afuera y preguntándome de qué me estoy perdiendo. No es tanto mi mente, sino mi cuerpo quien se lo pregunta. Mi cuerpo casi se estremece con la duda, mientras los conductores de SportsCenter conversan ingeniosamente en la televisión.
En cambio, cuando Victoria y yo viajamos, con frecuencia regresamos al hotel hasta muy entrada la noche. Estamos ocupadas metiéndonos en problemas. Sin importar a dónde vayamos, todo el mundo nos adora, como pareja. Nos regalan comida y bebidas, nos invitan a inauguraciones de galerías, nos llevan a conciertos de rock secretos y nos conducen por pasillos a habitaciones ocultas.
Victoria y yo hemos sido amigas desde hace décadas, pero la historia de nuestro matrimonio viajero inició al mismo tiempo que mi matrimonio real. Para nuestra luna de miel, hace 19 años, Bruce y yo hicimos un recorrido a la antigua por Europa; nos íbamos a dormir muy temprano, lo cual tampoco es tan malo cuando estás de luna de miel.
Sin embargo, comencé a sentir un resentimiento precoz. Fue fácil olvidar todos los momentos perfectos (como cuando mi marido me llevaba de la mano por las nevadas de octubre en las faldas del Mont Blanc; una tarde dorada paseando por la Bienal de Venecia) al pensar en nuestra incompatibilidad básica como viajeros. Bruce era alegremente razonable; quería explorar un poco, comer un poco y, bueno, irse a la cama con su nueva esposa.
Yo, por mi parte, quería salir a la ciudad, al pueblo o al campo, y perderme durante horas. Quería toparme con un nuevo paisaje desde el amanecer hasta la medianoche y nunca regresar a mi hotel hasta que el nuevo mundo hubiese logrado acabar conmigo.
Nuestra luna de miel terminó en Londres, donde Vic vivió durante un año mientras estudiaba un posgrado en la Universidad Goldsmiths. Cuando llegamos, la vimos en un café cerca de St. Pancras. Sonrió al atravesar la puerta del café; se veía citadina, de negro, y, en cierto sentido, se veía deliciosamente ocupada, una persona a la que pareciera que siempre está a punto de sucederle algo. Nuestra velada fue adorable y Bruce y yo aprendimos a tomar té del fuerte.
Entonces, mi marido tomó un avión a casa; Vic y yo pasamos una semana juntas en Londres, la luna de miel de nuestro matrimonio viajero. Nuestra amistad de años había cambiado con mi matrimonio, pero para bien. De algún modo, sin decir nada, nosotras nos comprometimos más también. También estábamos haciendo una nueva vida, una vida de aventuras robadas.
Nuestra luna de miel londinense transcurrió en mercados de pulgas y clubes de rock y punk llenos de humo; nos juntábamos con pintores malhumorados y chiflados, y no dormíamos en toda la noche. Nos dejábamos caer sobre los periódicos por la mañana, con resaca y pereza. Fue mi viaje perfecto.
Durante el vuelo a casa, una semana más tarde, me sentí un tanto triste. No quería que mi luna de miel perfecta fuera con mi mejor amiga; esperaba que fuera con mi marido, como debía ser. Me había tropezado con la inamovible verdad del matrimonio. Hay que hacerlo con alguien más y no con cualquiera.
Mi solución —un marido para la casa y una esposa para viajar— ha sido imperfecta. No es lo que yo habría elegido, aunque parece que así lo hice. No obstante, idealmente, estaría recorriendo el bulevar Lincoln en un auto con mi marido.
Así no es como el matrimonio con mi marido opera. Nuestro matrimonio está hecho para el sofá, un libro y un cobertor para los dos. Nuestro matrimonio está hecho para la conversación frívola, sorprendida e imparable acerca de nuestros hijos. Nuestro matrimonio está hecho para ver Dazed and Confused otra vez y decir todas las líneas de Parker Posey al unísono.
Nuestro matrimonio está hecho para los encargos del fin de semana, el sexo de vez en cuando y el café en cama todas las mañanas. Nuestro matrimonio está hecho para la casa. Así que viajar no ha sido parte de nuestra historia. En cambio, en los últimos 20 años, he construido con Victoria ese otro matrimonio con sus propios recuerdos: de Londres, Nueva York y Los Ángeles, el desierto y las montañas. Con sus propios sueños: planeamos visitar la mayor parte de África y también Walla Walla, Washington.
Mi marido y mi esposa de viajes son generosos por igual: él me deja ir y ella me lleva consigo. No podría decir si un matrimonio habría existido sin el otro. En estos tiempos, se habla mucho del matrimonio abierto y el poliamor, pero el matrimonio se puede adaptar a la medida y no ser tradicional en formas que no tienen nada que ver con el sexo. Los matrimonios pueden incluir otros cónyuges que satisfagan otras funciones. Tal vez, sea necesario.
Victoria y yo llegamos a nuestro vuelo aquel día soleado en Los Ángeles. Jugamos cartas en el avión y hablamos con una pareja del otro lado del pasillo. En el tren ligero de Seattle, discutimos sobre si necesitábamos o no boletos de tren, y yo la miré con furia.
Nos abrazamos para despedirnos y por fin llegué a casa. Mientras me metía sigilosamente en la cama al lado de mi esposo y me acurrucaba en la comodidad de su enorme cuerpo, el glamur y la extrañeza del mundo se desprendieron de mí. Estoy en casa.