Festival de monólogos: El Juego y el Milagro
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El Festival de Monólogos número 21 ya está pleno apogeo y nuestro colaborador Javier Treviño nos escribe sobre los primeros montajes
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He hablado con frecuencia del sentido “sagrado” del teatro apoyado en algunos teóricos, dramaturgos y artistas de distintas nacionalidades y épocas. El jueves, por la tarde y por la noche, recuperé ese sentido del teatro gracias a las dos primeras puestas en escena que abrieron el XXI Festival de Monólogos Coahuila 2016, en los dos espacios escénicos del Teatro de la Ciudad Fernando Soler de nuestra ciudad.
Sé que muchas corrientes del arte siguen en pugna desde hace un siglo, digamos. La noción artaudiana o grotowkiana de “teatro sagrado”, por ejemplo, se contrapone –aparentemente- a la de “teatro épico” del teórico alemán Bertolt Brecht, y ésta a la de “teatro posdramático” de Lehmann, por mencionar sólo unas cuantas tendencias del teatro más o menos contemporáneo.
El autor sueco August Strindberg (1849-1912) fue uno de los primeros en desbaratar la idea aristotélica de un teatro “lineal” y “racional”. A partir de él, y de otros pocos en el siglo XIX, la concepción aristotélica que había regido la práctica del teatro hasta entonces en Occidente empezó a derrumbarse. Pero ya el francés Denis Diderot había iniciado en Francia una reflexión interesantísima en torno del asunto en su ensayo “La paradoja del comediante”.
Fue el alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) quien acusó a Sócrates –en “El origen de la tragedia”- de haber despojado al teatro de su sentido de lo sagrado. El racionalismo de Sócrates vino a derrumbar, según el autor de “Zaratustra”, el gran edificio que los poetas trágicos habían venido construyendo litúrgicamente desde antes de Esquilo. Por eso amó profundamente la obra de Richard Wagner: para Nietzsche la música orquestal y vocal de Wagner representó el retorno a las altas esferas del espíritu mítico.
Las obras representadas ayer en el Teatro de la Ciudad no pueden calificarse de “sagradas”, pero revelan mucho de lo que el teatro contemporáneo sigue persiguiendo: establecer un nexo entre el acontecer cotidiano de los seres humanos y la finalidad última de nuestra estancia en la vida, dicho en pocas y arbitrarias palabras.
Ese hecho tiene algo de “sagrado”. Criticable y discutible o no, esta noción permea la vida de la humanidad. Todo en ella está impregnado de una subterránea incertidumbre, de una serie de inquisiciones y dudas que transitan, querámoslo o no, por los pasadizos y las cámaras secretas de esa entidad inmensa que llamamos “Dios”; y a ella están dirigidas nuestras plegarias, nuestras peticiones, nuestras quejas, nuestras súplicas. Hasta la crueldad criminal acude a la Divinidad.
“Lo sagrado” flota, de alguna extraña e intangible manera, sobre la superficie de todas las culturas del orbe, todas. Nuestros quehaceres, nuestras expresiones artísticas rezuman un anhelo sagrado, por decirlo así. Sólo los escépticos no lo advierten. La pintura de Rothko y la de Kandinsky, lo mismo que los bisontes de Altamira, son una proyección de nuestro sentido de lo sagrado y de uno de sus rostros: el animismo, en el segundo caso. También la música de Scriabin y la de Philip Glass.
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El jueves por la tarde, a las 6:00, asistimos a la representación de “Rupestre” en la Sala de Cámara Jesús Valdés del Teatro de la Ciudad, montaje dirigido por José Silveti. La hoja de sala nos informa que el grupo en cuestión procede de Torreón, Coahuila, pero no nos brinda el nombre del actor que “contó” la historia de la prehistoria, desde la aparición del primer homínido hasta la del Homo Sapiens.
Cada una de estas etapas –Naenderthal, Erectus, Habilis, Sapiens-, que no son todas, por cierto, fueron representadas con derroche de humor por este actor cuyo nombre desconocemos. Ese sentido del humor no estuvo exento de cierta inquietud y de una alusión indirecta a un oscuro y doloroso atavismo.
La serie de homínidos terminó con ese raro “Homo Digitalis” –así podríamos llamarlo- que consume su vida ante una pantalla de ordenador, una línea de coca, una buena dosis de marihuana, y, en fin, todos los paraísos artificiales que hemos atesorado desde la Antigüedad. ¿Qué sucede después? La obra termina, claro, y el actor abandona al personaje y a su espacio de actuación para dirigirse al público y dar por terminada la función.
Un buen trabajo corporal, una constante interacción con el público, una eficiente labor en las transiciones, no lograron, por desgracia, ofrecer un trabajo compacto y “redondo”. El mayor peso del montaje se descarga en la participación del público y es éste el que lleva a cabo muchas de las acciones dramáticas.
Hubo muchas risas y entretenimiento, pero creo que el papel del actor se vio reducido en buena medida. Utilizando un lenguaje apenas articulado, este histrión realizó, sin embargo, un trabajo escabroso pero eficiente: comunicarse con el público a través de su cuerpo, su gesticulación y algunos sonidos guturales que, a veces, lograban emitir alguna palabra o alguna frase, según la evolución de la especie.
Podríamos hablar aquí de “teatro pobre”, no tanto en el sentido que daba Grotowski a este concepto creado por él, sino en otro: como he dicho antes, nuestro teatro debe reducir su producción al mínimo. Así, la utilería que apoyó al actor no fueron sino tubos de cartón, papel estraza, tablas y… nada más. Su vestuario era de una sencillez más que sobria, incluso cuando utiliza un traje formal cuando representa a lo que llamé “Homo Digitalis”.
Pero salva al montaje, como muchas veces, la voluntad de un actor y de un director cuya pasión es el teatro. Ése es el mérito. Y “Rupestre”, después de todo, nos permite cavilar en torno de la vida del Hombre y de nuestro siniestro futuro.
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La obra “Trinidad Guevara”, representada a las 8:30 de la noche en la sala grande del mismo Teatro de la Ciudad, nos enfrentó, de pronto, ante algo insólito. El público fue instalado en el escenario, no en el patio de butacas, como otras veces ha sucedido desde el siglo XVIII.
Ese hecho virtualmente “insignificante” marcó la diferencia: todos nos vimos envueltos no sólo en una atmósfera “otra”, sino sumergidos en esa “convención consciente” de la que habló Meyerhold.
El montaje fue realizado por un equipo de mujeres procedentes del Uruguay y en él la autora –Marianella Morena, también directora de la puesta- no narra una historia: la hace presente, “aquí y ahora”, sobre el escenario, mérito inconmensurable hablándose de monólogos.
La actriz Cecilia Cósero prodiga su talento ante un público que intuyo absorto. “Trinidad Guevara fue la más importante actriz del siglo XIX en el Río de la Plata, una precursora en la lucha por el posicionamiento de la mujer, tanto en lo personal como en lo profesional. Su presencia marcó una huella indeleble en una sociedad que, surgida de la colonia y de los avatares de las guerras de independencia, avanzaba hacia una ideología republicana. Si uno piensa en Montevideo, en el Río de la Plata del siglo XIX, cuesta pensar en mujeres con voz propia…” Esto es parte de lo que leemos en el programa de mano, distribuido antes de iniciar la función.
Calificaría de magistral la actuación de Cecilia Cósero. Desde que las luces del foro se apagan y se encienden sólo las escasas y necesarias para apoyar el trabajo de la actriz, ésta se apropia de su mínima área de actuación, del escenario entero, del teatro y de la atención del público. A partir del primer parlamento aquello se convierte en una cabalgata inverosímil, plena de imágenes, de referencias, de sugestivas reiteraciones, de ritornelos y de sonidos corporales.
Maestra del ritmo y del 'timing', la Cósero borda parlamentos mesurados, ascendentes, descendentes o vertiginosos, combinando todo esto con interpolaciones en las que el lenguaje parece naufragar en una interioridad crispada y tartamuda, alusiva y elusiva. La actriz no se mueve de su sitio, pero toda ella se mueve intermitentemente y mueve todo lo que está en torno suyo.
Pocas veces un actor, una actriz conjuga varios lenguajes de actuación: Cecilia Cósero sostiene un monólogo absolutamente monodramático y para ello se vale de los sonidos que produce con su cuerpo, de las innumerables posibilidades de su voz, de una gesticulación cuya plasticidad estremece al más indiferente, de una dicción impecable y de un peso escénico inaudito.
¿Pudo hallar Marianella Moreno en Uruguay una actriz como la Cósero para interpretar a un personaje como Trinidad Guevara? Lo dudo. Éste es uno de esos casos en que la mancuerna actor (actriz)/director (directora) parece indisoluble. El texto escrito por Marianella es tremendamente dramático porque prescinde casi por completo de la narración: Cecilia no cuenta una historia, la representa en el escenario, la vive ahí mismo, sin necesidad de narración, salvo en un grado mínimo.
Eso es un monólogo: la interpretación de un sentido de la vida, la recreación de un carácter, de un instante, de una atmósfera hecha carne, nervio, sensibilidad. La “fábula” aristotélica se subvierte y de ese malabarismo de la subversión emerge una vida otra, un teatro otro. Cecilia Cósero y Marianella Moreno logran su objetivo con creces; logran, para decirlo con suma cursilería, el milagro.