Fridos: Pintura y Sociedad

Vida
/ 2 septiembre 2018

El crítico mexicano Xavier Moyssén Lechuga juzga importante la existencia de un arte nacionalista, aunque antes – advierte- habría que establecer la idea de nación que deseamos convertir en realidad, tarea ésta menos del arte que del sector productivo. 

A pesar de su ambigüedad, traigo a cuento estas aseveraciones porque guardan una íntima relación con la muestra que en estos días ofrecen el Centro Cultural García Carrillo y el Museo Rubén Herrera: “Los Fridos. Una Génesis Permanente”.

Para empezar, diré que cualquier forma de “nacionalismo” me parece sospechosa y evanescente. En México llamamos nacionalismo a una suma de supuestos, contradicciones, hipótesis y fetiches confeccionados más por el Estado que por los múltiples grupos sociales que componen este país.
¿”Antes habría que establecer la idea de nación que deseamos hacer realidad”? Sería ideal, pero por desgracia la historia, la vorágine de la vida cotidiana jamás ha dado tiempo para detenerse, organizar una convención multitudinaria y postular la idea de país en el que se desea convivir.

Los hechos parecen rebasarnos siempre; saltan encima de nosotros, nos sorprenden, se nos oponen. Lo que podríamos llamar la identidad mexicana ha ido conformándose a punta de revueltas, revoluciones, revelaciones, actos violentos, muerte, saqueo, sincretismo insólito y humor negro.

Identidad y nacionalismo son palabras extrañamente hermanadas en la realidad: deseamos unidad pero nos obstinamos en destacar nuestras diferencias identitarias. Suele decirse que México es un “mosaico de culturas”. Es verdad, tanto como puede serlo cualquier otro país. De hecho, el mundo entero es un inconmensurable mosaico de culturas.

Lo esencialmente “mexicano” está menos en un rebozo, una mazorca y un molcajete que en una manera de ser, algo virtualmente intangible. Ciertas formas del arte representan objetos que parecen absolutamente mexicanos, pero lo mexicano es mucho más que una apariencia, aunque algo pueda revelar y hacernos conjeturar dicha apariencia; lo mexicano se encuentra más allá del mundo de la apariencia.

Supongo que a eso se refiere el nombre de esta exposición: “Una Génesis Permanente”, pues lo que vemos en la obra de estos cuatro artistas –Arturo Estrada, Fanny Rabel, Arturo García Bustos y Guillermo Monroy- es justamente eso, una cuádruple vertiente que parte de ciertos orígenes para, luego de múltiples búsquedas, regresar a ellos.

“Para volver hay que haberse ido”, dice Octavio Paz. Estos pintores regresan, pero regresan siendo otros. ¿A dónde retornan? A una forma del arte aprendida tanto en La Esmeralda como en el taller de Frida Kahlo, es decir, a un arte penetrado por una ideología y por un yo –un nosotros- dolorido.

Entre los que desde hace tiempo nos llamamos “mexicanos”, el verdadero origen de esta necesidad nacionalista e identitaria puede advertirse en el siglo XVIII, y aún antes, durante el barroco. La borrasca independentista fue el resultado de un malestar criollo y mestizo que hundió su mirada en un exuberante pasado indígena e hispánico, pero que tuvo miedo de reconocerse en el espejo de la negritud. Esa mirada no ve aún las cosas tan claras como quisiera.

Recorrer esta exposición es revisar un importante periodo del arte mexicano: el muralismo, “los tres grandes”, la genialidad y la disciplina, el compromiso político, el dominio de las técnicas, la efervescencia mesiánica, y algunas veces, el estereotipo de un México que con obstinación se ha querido imaginar idílico y justo, ya desde una ideología “socialista”, ya desde el proteico Estado.

Estamos a dos décadas de la llamada “Generación de la Ruptura”. La presencia de la Escuela Mexicana de Pintura era entonces monolítica y su influjo fue enorme sobre estos cuatro artistas que seguirán la doctrina de sus maestros y que, sin traicionar su legado, pasarán de la arenga y la proclama al descubrimiento de nuevas formas de expresión.

“Lo que a mí siempre me interesó es pintar muy bien…”, dijo Guillermo Monroy en una entrevista televisiva. Esta afirmación puede aplicarse a Fanny Rabel, Arturo Estrada y Arturo García Bustos: cuatro pintores de alta calidad, al margen, si cabe tan aparente incongruencia, de sus propósitos originalmente doctrinarios.

Lo que salta a la vista en la obra de todos ellos es su talento, antes o al mismo tiempo que el discurso ideológico. En cualquier técnica, su trabajo es impecable. Entonces, la formación de un artista plástico era bastante sólida: en esta exposición, hasta la proclama social y el “contenido político” son expresados con gran destreza.

Llamados “los Fridos” por sus compañeros de generación, cuatro jóvenes de la Esmeralda recibían, allá por los años cuarentas, la enseñanza de Frida Kahlo sobre un arte que incluía mucho de vida, mucho de política

Las preocupaciones sociales no desaparecerán de su obra, aunque cada uno de ellos, a través de los años, explorará otras formas de comunicación. Así, Fanny Rabel reinventará el mundo del sueño –“Segunda Llamada”, óleo/tela, sin fecha-; Arturo García Bustos seguirá acusando el influjo de su maestro Leopoldo Méndez pero acentuando su propio expresionismo –“Corazón de América”, xilografía, 1954-; Arturo Estrada se aventurará en una pintura metafísica de calles pueblerinas y aires connotativos –“Vida de perros”, mixta/tela, 2000-; y Guillermo Monroy se internará en los meandros del erotismo y la sinestesia –“Sintiendo a Vivaldi”, óleo/tela, 1978-

¿Qué habrían pensado Frida y Diego de las exploraciones plásticas de estos pupilos? Bueno, Diego tuvo su aventura cubista en París. Y del “surrealismo” de Frida pudo asombrarse Breton.

 

El crítico mexicano Xavier Moyssén Lechuga juzga importante la existencia de un arte nacionalista, aunque antes – advierte- habría que establecer la idea de nación que deseamos convertir en realidad, tarea ésta menos del arte que del sector productivo. 

A pesar de su ambigüedad, traigo a cuento estas aseveraciones porque guardan una íntima relación con la muestra que en estos días ofrecen el Centro Cultural García Carrillo y el Museo Rubén Herrera: “Los Fridos. Una Génesis Permanente”.

Para empezar, diré que cualquier forma de “nacionalismo” me parece sospechosa y evanescente. En México llamamos nacionalismo a una suma de supuestos, contradicciones, hipótesis y fetiches confeccionados más por el Estado que por los múltiples grupos sociales que componen este país.

¿”Antes habría que establecer la idea de nación que deseamos hacer realidad”? Sería ideal, pero por desgracia la historia, la vorágine de la vida cotidiana jamás ha dado tiempo para detenerse, organizar una convención multitudinaria y postular la idea de país en el que se desea convivir.

Los hechos parecen rebasarnos siempre; saltan encima de nosotros, nos sorprenden, se nos oponen. Lo que podríamos llamar la identidad mexicana ha ido conformándose a punta de revueltas, revoluciones, revelaciones, actos violentos, muerte, saqueo, sincretismo insólito y humor negro.

Identidad y nacionalismo son palabras extrañamente hermanadas en la realidad: deseamos unidad pero nos obstinamos en destacar nuestras diferencias identitarias. Suele decirse que México es un “mosaico de culturas”. Es verdad, tanto como puede serlo cualquier otro país. De hecho, el mundo entero es un inconmensurable mosaico de culturas.

Lo esencialmente “mexicano” está menos en un rebozo, una mazorca y un molcajete que en una manera de ser, algo virtualmente intangible. Ciertas formas del arte representan objetos que parecen absolutamente mexicanos, pero lo mexicano es mucho más que una apariencia, aunque algo pueda revelar y hacernos conjeturar dicha apariencia; lo mexicano se encuentra más allá del mundo de la apariencia.

Supongo que a eso se refiere el nombre de esta exposición: “Una Génesis Permanente”, pues lo que vemos en la obra de estos cuatro artistas –Arturo Estrada, Fanny Rabel, Arturo García Bustos y Guillermo Monroy- es justamente eso, una cuádruple vertiente que parte de ciertos orígenes para, luego de múltiples búsquedas, regresar a ellos.

“Para volver hay que haberse ido”, dice Octavio Paz. Estos pintores regresan, pero regresan siendo otros. ¿A dónde retornan? A una forma del arte aprendida tanto en La Esmeralda como en el taller de Frida Kahlo, es decir, a un arte penetrado por una ideología y por un yo –un nosotros- dolorido.

Entre los que desde hace tiempo nos llamamos “mexicanos”, el verdadero origen de esta necesidad nacionalista e identitaria puede advertirse en el siglo XVIII, y aún antes, durante el barroco. La borrasca independentista fue el resultado de un malestar criollo y mestizo que hundió su mirada en un exuberante pasado indígena e hispánico, pero que tuvo miedo de reconocerse en el espejo de la negritud. Esa mirada no ve aún las cosas tan claras como quisiera.

Recorrer esta exposición es revisar un importante periodo del arte mexicano: el muralismo, “los tres grandes”, la genialidad y la disciplina, el compromiso político, el dominio de las técnicas, la efervescencia mesiánica, y algunas veces, el estereotipo de un México que con obstinación se ha querido imaginar idílico y justo, ya desde una ideología “socialista”, ya desde el proteico Estado.

Estamos a dos décadas de la llamada “Generación de la Ruptura”. La presencia de la Escuela Mexicana de Pintura era entonces monolítica y su influjo fue enorme sobre estos cuatro artistas que seguirán la doctrina de sus maestros y que, sin traicionar su legado, pasarán de la arenga y la proclama al descubrimiento de nuevas formas de expresión.

“Lo que a mí siempre me interesó es pintar muy bien…”, dijo Guillermo Monroy en una entrevista televisiva. Esta afirmación puede aplicarse a Fanny Rabel, Arturo Estrada y Arturo García Bustos: cuatro pintores de alta calidad, al margen, si cabe tan aparente incongruencia, de sus propósitos originalmente doctrinarios.

Lo que salta a la vista en la obra de todos ellos es su talento, antes o al mismo tiempo que el discurso ideológico. En cualquier técnica, su trabajo es impecable. Entonces, la formación de un artista plástico era bastante sólida: en esta exposición, hasta la proclama social y el “contenido político” son expresados con gran destreza.

Las preocupaciones sociales no desaparecerán de su obra, aunque cada uno de ellos, a través de los años, explorará otras formas de comunicación. Así, Fanny Rabel reinventará el mundo del sueño –“Segunda Llamada”, óleo/tela, sin fecha-; Arturo García Bustos seguirá acusando el influjo de su maestro Leopoldo Méndez pero acentuando su propio expresionismo –“Corazón de América”, xilografía, 1954-; Arturo Estrada se aventurará en una pintura metafísica de calles pueblerinas y aires connotativos –“Vida de perros”, mixta/tela, 2000-; y Guillermo Monroy se internará en los meandros del erotismo y la sinestesia –“Sintiendo a Vivaldi”, óleo/tela, 1978-.

¿Qué habrían pensado Frida y Diego de las exploraciones plásticas de estos pupilos? Bueno, Diego tuvo su aventura cubista en París. Y del “surrealismo” de Frida pudo asombrarse Breton.

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