Hola, extraño, aquí está mi corazón
QUIZÁ LO QUE ME ESTÁ ENFERMANDO NO ES EL AMOR QUE NO HE RECIBIDO SINO EL AMOR QUE HE DEJADO DE DAR
Por: Victor Lodato
“Respira”, dice. “Concéntrate en la respiración”. La voz del instructor es agradable, ligeramente áspera, como las olas que se deslizan sobre los guijarros. Incluso con los ojos cerrados, sé que está sonriendo, disfrutando de la clase de meditación más que yo.
“Sí, eso es, inhala y exhala”, comentó. “Solo la respiración. No hay nada más de qué preocuparse”.
Parece fácil, pero el problema es que en los últimos años he estado en un estado casi constante de ansiedad, y donde más la siento es en el pecho, en mi incapacidad para respirar correctamente. Así que enfocarme en mi respiración significa enfocarme en mi enfermedad.
El instructor no deja de repetir esa horrible palabra: respirar. “¿Cómo puedo respirar, si tengo el corazón roto?”, quiero gritar. Normalmente no soy proclive a esos arranques sensibleros, pero tal es la prerrogativa de los que tienen el corazón roto.
“¿Qué pasa?”, pregunta el instructor.
Cuando abro los ojos, está de pie frente a mí, una figura imponente, de dos metros de altura, vestida de blanco y con el pelo a juego. Temo que me diga lo que suele decir a la clase: que esta práctica, si lo permitimos, puede ser un acto de amor propio. En ese momento, dejo de respirar por completo. Este señorcito vestido de blanco se atreve a hacer puchero y, cuando intenta ponerme la mano en el pecho, me aparto. Me levanto y salgo de ahí.
Lo que me parece extraño de la ansiedad y del corazón roto es su volatilidad cuando se combinan, la facilidad con la que se puede estallar en ira. Fuera del centro de meditación, me dan ganas de tirar una piedra a través de la ventana esmerilada que parece tan helada como una galleta de Navidad. Pero al volver a casa me siento avergonzado. Empiezo a llorar.
Es posible que mi corazón roto sea como el tuyo. Esta parte de la historia es bastante común, sobre todo últimamente. En los últimos años, cuatro de mis amigos murieron, dos de COVID. Mi círculo social nunca ha sido grande —hasta hace poco contaba con unas doce personas—, así que la pérdida de un tercio de ellos ha sido profunda.
A la par, las pérdidas se acumulaban en mi familia. Tres de mis queridas tías, mujeres poderosas que me habían protegido de niño, dejaron de existir, una tras otra. Como fue durante la pandemia, dos de ellas murieron solas, sin la presencia de sus familiares. Los funerales se pospusieron, algunos de manera indefinida, por lo que sus pérdidas parecieron irreales. Aún no he asimilado del todo cuánto ha cambiado mi vida en tan solo unos cuantos años.
A menudo me refugio en los recuerdos, pensando en los que ya no están, en las personas que, en mi devoción por ellas, moldearon mi vida y le dieron sentido. Enrique, el pintor con el que, durante 25 años, hasta la pandemia, pasé todos los veranos. En innumerables noches cálidas y húmedas, nos sentábamos en su balcón sobre una laguna, bebiendo tequila. Escuchándolo hablar de arte y política, de la flora y la fauna de México, siempre podía respirar.
Enrique murió de COVID.
Pienso en mi primo Frankie, que se opuso a la homofobia que yo sufría habitualmente por parte de otros miembros de mi familia. Me dijo que tuviera paciencia, que los tiempos estaban cambiando. “Siempre estoy aquí para ti”, me dijo. Frankie murió el año pasado, a los 53 años.
Luego estaba mi amiga Janet, a la que le gustaba fumar marihuana y tocar el dulcémele. Janet me dio un lugar donde vivir cuando estaba perdido, y durante muchos años me dio de comer cuando tenía hambre. Murió apenas dos semanas después de que le diagnosticaran un tumor cerebral.
Mi tía Theresa también murió, de COVID. Solía escribirme todos sus correos electrónicos en mayúsculas, afirmaciones audaces llenas de faltas de ortografía y mala gramática que me mantenían humilde y nunca me dejaban olvidar de dónde venía: “Envié a Jen para que comprara el periódico con tu artículo y me dijo que te dijera que la próxima vez que escribieras una historia la publicaras en algo más barato, como la revista People”.
Me pregunto cómo es posible que toda esa gente se haya ido, y tan deprisa. Lo repentino del suceso me ha dejado inmovilizado. Además de la ansiedad, he experimentado lo que en medicina se llama “despersonalización”. He tenido episodios aterradores de “jamais vu”, en los que las cosas que me son familiares —mi casa, mi barrio, las montañas— me parecen cosas que nunca he visto antes.
Es como si ya no supiera dónde estoy, ni siquiera quién soy. Tal vez porque mi sentido del yo siempre se ha definido por la entrega del amor. La formulación, al menos para mí, nunca ha sido “existo, luego amo”, sino “amo, luego existo”.
Entonces, ¿qué voy a hacer ahora que aquellos a quienes más amaba han desaparecido?
Una vez, en una novela, escribí esto sobre el dolor: “El cuchillo estaba especialmente afilado cuando los que más merecían tu bondad se habían ido hacía tiempo. Y, a menos que quisieras morir de pena, tenías que dar esa bondad no gastada a los que querías menos”. Pero, a diferencia de mis personajes, yo he luchado por volver a amar, no solo a gente nueva, sino también al mundo, un mundo que ya no siento como mi hogar.
Por supuesto, hay amigos, aún vivos, a los que puedo dar más. Pero muchos de ellos están lejos. Además, sé que en parte soy culpable de mi situación. Los últimos años me han vuelto precavido, y quizá incluso un poco frío. Paso demasiado tiempo solo. Me he aislado del mundo. Asustado, he rechazado nuevas oportunidades de amor. Como muchos, durante la pandemia aprendí una peligrosa lección sobre cómo sobrevivir aislado. Puede que nuestros corazones, al intentar protegerse, se hayan hecho más pequeños. Sé que esto es cierto en mi caso. Y sé que me está matando.
Al instructor de meditación le gusta decirnos: “Ustedes son amados”, como si fuéramos niños a los que hay que mimar. Pero me parece que es al revés. Quizá lo que me pone enfermo no es la falta de amor recibido, sino el amor que he dejado de dar.
La clase suele parecer indulgente, una manera de calmar nuestras almas cansadas con halagos. En este método occidental de la meditación, no hay disolución del yo. Es más como un spa, un lugar para rejuvenecer. Por supuesto, una vez que seamos mejores versiones de nosotros mismos, nos asegura el instructor, estaremos mejor equipados para servir al mundo. Aunque nunca ha pronunciado la frase, todo en su planteamiento parece sugerir aquel tedioso cliché: ¿Cómo podrás amar a los demás, si no puedes amarte a ti mismo?
Pero me he dado cuenta de que, desde las pérdidas de la pandemia, he estado pensando demasiado en mí mismo. La pena, la ansiedad, incluso este tipo concreto de meditación, todo ello me ha puesto en el centro de la historia. Cuando lo que quiero es escapar de mí mismo. El amor, en el mejor de los casos, debería ser extático, una oportunidad para ir más allá de los márgenes del propio cuerpo, el mismo lugar donde últimamente me he sentido atrapado.
Cuando le digo al profesor que no voy a seguir en la clase, me pregunta por qué. Le respondo vagamente: “No es lo adecuado para mí”, y cuando intenta sonsacarme con sus inquietantes ojos de hipnotizador, hablo con más sinceridad. Menciono mi ansiedad. Le digo que ya no puedo mirar dentro de mí, que necesito mirar hacia fuera.
Quedo atónito cuando me pregunta si he probado con Meta, pensando que me sugerirá seguirlo en Instagram. Le digo que no creo que las redes sociales vayan a ayudarme.
Pone cara de confusión y luego me explica que está hablando de otro tipo de meditación llamada Metta. La meditación de la bondad amorosa. Dice que, al hacerla, no piensas en ti mismo en absoluto; diriges toda tu energía hacia los demás, a menudo desconocidos.
Cuando me sonríe, es como una lección.
“Cuéntame más”, le digo.
Metta forma parte ahora de mi práctica diaria. Todos los días, mientras voy de compras o hago recados, elijo a alguien, un desconocido que parece tener dificultades, en quien detecto una sombra de tristeza. En la actualidad, no es difícil encontrar a esas personas. El hombre de la sudadera rota que pasea a su perro cojo junto a las vías del tren. La mujer con un carrito de compras vacío, la que recoge monedas en un estacionamiento.
Y entonces, al final de la tarde, en casa, normalmente mientras se pone el sol, cierro los ojos e imagino a mi desconocido. Digo en voz alta las palabras que me enseñaron, palabras que al principio me parecían falsas y cursis, pero que ahora siento como mi canción favorita.
“Que estés sano y libre de dolor”.
“Que tu vida esté llena de felicidad”.
“Que encuentres la paz”.
“Que siempre te traten con amabilidad”.
Me siento con mi desconocido, repitiendo esas frases durante quince minutos. Me siento y respiro. Y recuerdo.
Amo, luego existo.