Opinión: Congelé mis óvulos para reclamar mi derecho al descanso

Vida
/ 17 octubre 2024

COMO LATINA, ME ENSEÑARON QUE MI PROPÓSITO ERA PRODUCIR. PERO NECESITABA UN DESCANSO.

Por: Jean Guerrero

Observé la pantalla de la ecografía mientras mi ginecobstetra contaba mis folículos, los sacos que producen óvulos en mis ovarios. Parecían los agujeros negros de las imágenes de la NASA. Tenía más de 30 en mi interior. La imagen me puso nerviosa, pero mi doctora parecía entusiasmada. “Son unos ovarios muy jugosos”, me dijo.

Su comentario me devolvió a la tierra. En realidad, en mi interior no ocurrían misteriosos fenómenos galácticos.

Estaba a punto de incorporarme al pequeño grupo de latinas estadounidenses que congelaban sus óvulos, un procedimiento de conservación de la fertilidad llamado criopreservación de ovocitos. Las latinas tienen uno de los índices más bajos de congelación de óvulos. En parte, esto se debe al costo, que varía, pero puede alcanzar los 15.000 dólares por ciclo. Las latinas son uno de los grupos con menor porcentaje de cobertura de seguro médico de Estados Unidos y reciben los salarios más bajos de todos.

Otra razón es el mito de que las latinas son hiperfértiles. Esa idea racista, basada en el miedo de los blancos a nuestras familias más numerosas y al cambio demográfico, contribuyó a las esterilizaciones forzosas que afectaron desproporcionadamente a las latinas en el siglo XX.

Incluso muchas latinas pensamos que nos resultará fácil quedar embarazadas, al igual que nuestros médicos. Una consecuencia de esta noción es que menos mujeres hispanas se someten a pruebas de infertilidad que las mujeres blancas y tienen tasas más bajas de tratamientos de infertilidad que ellas. Pero lo cierto es que a las latinas no les resulta más fácil quedar embarazadas que a otras mujeres. De hecho, algunas investigaciones han demostrado las mujeres de color tienen más problemas de infertilidad que las mujeres blancas y tienen peores resultados en los tratamientos de fertilidad. Es cierto que las latinas tienen tasas de natalidad más altas que otras mujeres, pero esto se debe a factores como el acceso desigual a los anticonceptivos y las diferencias culturales, como la creencia de que las personas no pueden ser tan felices sin hijos, sobre todo entre los latinos nacidos en el extranjero.

A los 35 años, las matriarcas de mi familia mexicana y puertorriqueña me presionaban cada vez más para que tuviera un hijo. “Vas a acabar sola”, me dijo en voz alta una tía en plena cena navideña. Mi madre, que nos crio sola a mí y a mi hermana después de que mi padre empezó a fumar crack, se lamentaba repetidamente de mi decisión de dejar a un novio por su problema con la bebida. “Nadie es perfecto”, decía. “Podrías haber tenido un bebé y luego dejarlo”.

Mis familiares temían que me estuviera convirtiendo en el espectro que las había perseguido años atrás y había inspirando a algunas de ellas a apresurarse a reproducirse con hombres de poco fiar: la señora sin hijos. La solterona. En el apogeo de mi carrera como columnista nacional, estaba a punto de convertirme en la fracasada de la familia.

Esperaba que la decisión de congelar mis óvulos me aliviara de la presión de mis familiares y me diera más tiempo para encontrar una pareja que cumpliera mis expectativas. Pero en la clínica de fertilidad me topé con una nueva fuente de ansiedad. Mi doctora me dijo que mi recuento de 30 folículos y pico era más alto de lo que esperaba para una mujer de mi edad. Era una “gran candidata” para la congelación de óvulos. Pero tendría que tomar hormonas para estimular la sobreproducción en mis folículos.

Desde que era niña, le había pedido a mi cuerpo que produjera en exceso: calificaciones sobresalientes en los boletines escolares, sonrisas y saludos corteses, medallas por excelente conducta, trofeos del concurso de ortografía, títulos universitarios, artículos de periodismo galardonados, libros aclamados por la crítica, calma y compasión ante el odio y el acoso. Mi valor residía en mi rendimiento. Tenía que exprimirle a mi cuerpo hasta el último gramo de sustento, como hace la industria con la tierra.

En los últimos años, las tasas de fecundidad en todos los grupos raciales y étnicos han ido disminuyendo porque posponemos tener hijos para cursar estudios superiores o cumplir otras ambiciones, pero las latinas han experimentado algunas de las mayores bajas. Muchas latinas son reacias a formar una familia debido al elevado costo de la vida y a la falta de licencias por paternidad remuneradas. Algunas simplemente no quieren tener hijos.

Pero en la mitología de este país, las latinas existimos para producir. Constituimos alrededor de un tercio del sector servicios, que impulsa la economía estadounidense. Aunque innumerables compatriotas denigran nuestro trabajo y alegan que les estamos quitando sus empleos o sustituyéndolos, nosotras debemos seguir limpiando sus hoteles, construyendo sus casas y sirviéndoles. A cambio, nos compensan con menos de 60 céntimos por cada dólar que recibe un hombre blanco. Las hijas de primera y segunda generación que ascendemos a puestos de poder cultural o económico gracias a los sacrificios de nuestras madres no podemos librarnos de la sensación de precariedad y a menudo luchamos contra la ansiedad, el dolor físico y otros síntomas.

Poco después de los 30 años, mi sistema inmunitario se volvió hiperactivo y comenzó a atacar a mi tiroides y otros órganos. Desarrollé una fatiga recurrente y debilitante, además de dolor muscular. Mi madre tiene lupus, una enfermedad autoinmune crónica que afecta desproporcionadamente a las latinas y cuyos síntomas pueden desencadenarse por el estrés. Muchas mujeres de mi familia tienen problemas autoinmunes. Mientras hacía malabares con las visitas al médico, las entregas del trabajo y las malas citas, temí estar en camino de tener también problemas de salud permanentes. Quería ser madre. Pero necesitaba un descanso.

Unos años antes, una amiga blanca me había contado que congelar sus óvulos le había quitado de encima un estrés considerable. Como ya no tenía que dedicarle tanto de su tiempo libre a las citas, podía irse de vacaciones e incluso dormir la siesta.

Empecé a fantasear con la idea de congelar mis óvulos. Era caro, pero la empresa de mi amiga había pagado la mayor parte de su criopreservación. Por desgracia, aunque mi plan cubría algunos gastos, yo tendría que pagar la mayor parte de mi procedimiento. Sería una buena parte de mis ahorros. Aun así, era una suerte tener cobertura.

Aunque ha habido una tendencia de grandes empresas que cubren la congelación de óvulos, sobre todo en Silicon Valley, las latinas están muy infrarrepresentadas en esos puestos de trabajo.

Algunas encuentran formas creativas de superar las barreras económicas, como someterse al procedimiento en países donde es menos caro. Jennifer Inacio, de 38 años, conservadora de un museo de Miami, me contó que congeló sus óvulos en Brasil. Le costó unos 6.000 dólares y cree que la atención que recibió fue mejor que la que habría recibido aquí. Cada vez que tenía una pregunta, simplemente le enviaba un mensaje de texto a su médico y él le respondía. “Fue muy reconfortante”, me dijo.

Brenda Equihua, diseñadora de modas de 38 años de Los Ángeles, consideró congelar sus óvulos en Tijuana (México), pero quería la tranquilidad de tenerlos más cerca de casa. Pudo costearse los cuidados en Los Ángeles con la ayuda de un préstamo personal y mantuvo bajos los costos comprando algunos medicamentos en Tijuana. “Me siento empoderada”, comentó con respecto a la experiencia.

Mi amiga que congeló sus óvulos también dijo que el procedimiento la empoderó. Pero a mí me daban miedo las agujas, y más aún la perspectiva de llevar a mi cuerpo a cotas aún más altas de productividad en un momento en que necesitaba un respiro.

Pero, ¿cuáles eran mis alternativas? Podía perder la oportunidad de ser madre o repetir el ciclo familiar de reproducirme con una pareja problemática, solo para asumir el doble papel de madre y padre y otros trabajos durante el resto de mi vida.

Decidí seguir adelante con el procedimiento. Sería doloroso, tal vez incluso riguroso, pero reclamaría mi derecho al descanso.

***

Me clavé la aguja en el estómago, tratando de mantener la mano firme mientras presionaba el Gonal-F, que contenía una hormona foliculoestimulante. Sentía la aguja rasgar mi carne mientras mi mano seguía temblorosa. Retiré la aguja y solté el émbolo demasiado deprisa, por lo que la jeringa se llenó de sangre y de una sustancia amarillenta (¿grasa?). La sangre goteaba por mi estómago.

Era mi tercer percance desde que había comenzado con las inyecciones. Primero, me había pinchado en la parte equivocada del vientre. Luego, un amigo que intentaba ayudarme tiró un chorro del caro medicamento al suelo. Y ahora esto.

Unos días antes de la fecha programada para empezar la aventura de congelar mis óvulos, me despidieron del trabajo. Además, mi recuento de folículos había caído en picada. Me planteé posponer el procedimiento para darles a mis ovarios la oportunidad de rendir al máximo una vez más. Pero al final decidí hacerlo antes de perder la cobertura sanitaria y el valor de gastar tanto dinero.

Al principio, tenía que inyectarme cada noche dos medicamentos e ingerir un tercero. Estos medicamentos debían desencadenar niveles hormonales anormalmente altos en mi cuerpo para hacer crecer los folículos. Al cabo de unos días, tuve que introducir una tercera inyección para anular el impulso de mi cuerpo a ovular.

Cada dos días iba a la clínica para que me midieran los folículos. Cada vez eran más redondos y estaban más llenos. Intentaba no verlos como agujeros negros, sino como portales mágicos hacia nuevos seres humanos. Uno se hinchaba más rápido que los demás. Me dije que era una futura niña, muy ambiciosa, como yo. Me aseguré de comer alimentos sanos para nutrir a mi ejército de óvulos. Mientras buscaba un nuevo trabajo y escribía la propuesta de un tercer libro, me dije que no debía estresarme porque podría perjudicar a mis óvulos.

Pero las inyecciones me dejaban mareada, agotada y con las emociones a flor de piel. No me permitían hacer ejercicio porque podía provocar una torsión de las trompas de Falopio; con el paso de los días, aumentaba mi ansiedad. Mis ovarios eran tan pesados y enormes que me costaba moverme. Cuando los óvulos estuvieron listos para la extracción, ya no podía andar sin contener las lágrimas.

Mi doctora extrajo 17 óvulos. Solo 13 habían alcanzado el nivel de madurez necesario para congelarlos. La sabiduría convencional me decía que hiciera otro ciclo, pero me parecía miserable y era un riesgo económico. Decidí conformarme con lo que mi cuerpo me había dado. No estaba por encima de la media. Era normal. Por una vez, era suficiente.

De repente, me percaté de que estaba divirtiéndome más de lo que nunca había imaginado. En los seis meses siguientes, desarrollé nuevas aficiones: escalada, excursionismo, nuevos estilos de baile. En lugar de buscar ansiosamente en las aplicaciones de citas, leí ficción. Hice largos viajes por carretera. Me permití tener aventuras apasionadas con hombres que no me parecían serios, pero que eran respetuosos y divertidos. Pasé más tiempo con mi sobrina y otros familiares. En ocasiones, no hice nada. Me parecía subversivo relajarme, jugar, ser indulgente conmigo misma.

Fue un cambio drástico con respecto a las experiencias de mis predecesoras. Mi abuela, que vio atisbos de mi vida herética en Instagram, llamó para compartirme su deleite secreto. “Prolonga tu juventud todo lo que puedas”, me dijo en español. “Estoy viviendo indirectamente a través de ti”.

Había pasado de vivir la peor pesadilla de mis parientes a vivir el sueño que nunca supieron que podían tener. Había desafiado el destino de mi linaje. Pero había tenido que pagar un alto precio, lo que significaba que seguiría siendo inaccesible para las mujeres que más lo necesitan.

El descanso no debería ser exclusivo de los privilegiados. Las latinas y todas las mujeres merecen la soberanía de su cuerpo, incluido el derecho no solo a rechazar sino también a aplazar la reproducción.

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