Opinión: Lo que me hubiera gustado que me dijeran sobre la maternidad
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Para mí, es la alegría de tener a mi hija cerca, sabiendo que de todos los caminos posibles, este es el mío.
Por: Daniela J. Lamas
En los primeros meses después del nacimiento de mi hija, pensé que seguramente eran las hormonas que me recorrían el cuerpo las que hacían que yo, a quien nunca le habían interesado los bebés, encontrara cada movimiento de mi hija infinitamente fascinante. En algún momento las hormonas se calmarían, la fascinación disminuiría y yo volvería a ser la de antes.
Pero casi dos años después, me encuentro echando arena en una tortuga de plástico con auténtico entusiasmo. ¿Cómo concilio esta realidad con la ambivalencia con la que una vez abordé la maternidad?
Nos encontramos en un momento extraño en lo que respecta a las ideas sobre tener hijos en este país. Cada vez son más los adultos que afirman que es poco probable que se conviertan en padres. Algunos sostienen que el descenso de la natalidad indica un declive inminente de la sociedad. Otros creen que las implicaciones son exageradas. Estas conversaciones se desarrollan en escenarios grandes y pequeños, desde argumentos políticos y normativos hasta las inevitables conversaciones incómodas durante las cenas de las fiestas decembrinas.
A pesar de todas estas conversaciones, que muchos de nosotros preferiríamos ignorar, hay un núcleo de algo real que no se está abordando adecuadamente. Para mi generación —y yo diría que especialmente para las mujeres de mi generación— la decisión de tener o no un hijo se ha vuelto muy tensa. Está ligada a nuestros deseos de tener carreras satisfactorias, a nuestra voluntad de arriesgarnos a cambiar las identidades y las vidas que hemos construido. Está ligada a la comprensión de todo lo que nos ha llevado a tomar la decisión de ser madres. Con tanto en juego, es muy fácil quedarse paralizada por la indecisión.
Pero quizá lo que yo hubiera querido oír cuando dudaba era algo así: tener un hijo ha sido extraordinario. Estuve a punto de no hacerlo. Y si no lo hubiera hecho, esa vida también habría sido buena, pero diferente. Lo más difícil de cualquier decisión es siempre la incertidumbre, el tiempo entre dos posibles resultados, el no saber qué pasa al otro lado. Para quienes se enfrentan a una elección similar, intensificada por las fiestas de la temporada, sepan que sea lo que sea lo que decidan —o lo que la biología, el azar y el tiempo decidan por ustedes—, a partir de ahora solo será más fácil.
Como médica de cuidados intensivos, me enfrento constantemente a la gravedad de la incertidumbre. Acompaño a mis pacientes y a sus familias en decisiones que pueden parecer imposibles. A veces las familias pasan días o incluso más en un estado de limbo, sin saber qué tratamiento elegir. Cualquier decisión es un alivio, porque entonces podemos empezar a planificar. Del mismo modo que es un alivio decidir tener un hijo y quedar embarazada, también lo es tomar una decisión clara de no tenerlo. Podemos salir de nuestro purgatorio autoimpuesto.
Para los médicos, la decisión de tener o no un hijo y cuándo hacerlo es especialmente difícil, ya que nuestro horario de trabajo es notoriamente largo y a menudo nos regimos por políticas bastante mediocres de baja por cuidados parentales. Les digo a mis colegas más jóvenes que elegí ser mamá por miedo a arrepentirme en el futuro. Aunque es la verdad, ese razonamiento no me pareció suficientemente bueno en su momento y me llevó a instantes de intenso pánico durante mi embarazo. Seguro que debe de haber una razón mejor para someterme al trauma mental y físico del embarazo y dar al traste con décadas de desarrollo profesional (o eso supuse). Seguramente debía de tener dentro un profundo anhelo y la creencia de que no me sentiría realizada sin un hijo. Pero no era así. No quería plantearme tener un hijo cuando ya fuera demasiado tarde.
Quizá la decisión de tener un hijo, que resulta especialmente pesada para quien toma la decisión de recurrir a la fecundación in vitro para hacerlo, no tiene por qué ser más complicada. Para muchos de nosotros, nunca llegará esa epifanía, ese convencimiento de que el camino que elegimos era el único posible que podría habernos llevado a una buena vida. Simplemente hay dos caminos, dos sendas mutuamente excluyentes. Cada uno elige uno.
Cuando quedé embarazada, una amiga me dijo que estaba segura de que no me convertiría en una persona molesta con un bebé, es decir, que el bebé no se convertiría en el centro de la conversación. Sería la misma persona. Solo que con un bebé.
Pero no soy la misma persona. Y por alguna razón, casi me da vergüenza admitir lo mucho que me gusta ser madre. Hasta ahora he pasado mi vida adulta con la idea de que era diferente —y quizá incluso un poco superior— a mis compañeros que decidían dedicar su tiempo a formar una familia. Me preocupaba mucho lo que un hijo significaría para mi carrera. Pero lo que no preveía era que lo que yo misma querría cambiaría.
Tengo los mismos deseos de escribir, de trabajar como médico, de tener éxito, pero chocan con un deseo nuevo y a menudo más poderoso. Que es estar con esta niña. Observar su mirada de concentración mientras encadena palabras en frases, contar los autobuses y los perros que vemos por la mañana. Sentir sus pequeños brazos alrededor de mi cuello cuando me abraza. Me encuentro cantando en la calle y jugando en el parque con ella, y ni siquiera oigo la narrativa interna que me dice que debería estar trabajando, que esto no es suficiente.
Siempre habrá arrepentimientos, si somos de los que se entretienen con ellos. Lo que no veo durante mis mañanas en el parque son los ensayos que no escribiré, el programa de televisión para el que no me entrevistarán. La otra cara de la moneda iba a ser desconocida, eligiera lo que eligiera. Al otro lado de cualquier decisión puede estar el arrepentimiento, pero también la alegría de asentarse en la realidad. Para mí, es la alegría de tener a mi hija cerca, sabiendo que de todos los caminos posibles, este es el mío.