Pasé de normalizar comentarios agresivos sobre mi cuerpo a iniciar un viaje interior de amor propio y dignidad para soltar mis inseguridades
¿Por qué permitirnos que los comentarios de los demás nos hagan tanto daño al grado de fingir simpatía o quedarnos paralizados?, ¿qué cicatrices dejan las palabras cuando hieren como lanzas?, ¿cómo poner un alto? Este testimonio explora el bullying pasivo agresivo hasta el punto del “suficiente” en donde comienza un camino para amarse a sí misma
Cuando tenía 11 años, en primaria, la maestra le quitó a unos compañeros una nota que se estaban pasando a escondidas durante la clase y la leyó en voz alta: “Cristina está bien buena”. Fue la primera vez que me di cuenta que veían mi cuerpo. Y cada vez que alguien hace un comentario sobre este, regresa la misma sensación de incomodidad.
A los 13 años, un compañero de la secundaria dijo que tenía “cuerpo de pecado y cara de arrepentimiento”. Todos en mi salón rieron. Incluso yo. Tuve que fingir que me causaba gracia.
Cuerpo de pecado y cara de arrepentimiento. Lo repetí varias veces en mi mente. Por más que traté, no pude dejar de verlo como un ataque. Y esta vez no había ninguna figura de autoridad que detuviera las burlas o diera un discurso sobre lo mal que está hablar acerca del cuerpo de alguien más. Cuerpo de pecado y cara de arrepentimiento.
Lo grabé sobre piedra. Los cinco años posteriores a ese incidente traté de enfocarme en el “halago” que suponía tener un cuerpo de pecado. No hacía ejercicio, pero caminaba mucho para mantener mis piernas torneadas. No hacía dietas, pero evitaba comer los chetos con crema y salsa o la coca en bolsa que vendían en el estanquillo.
Cinco años. Cinco años así. Cinco años hasta que, a los 18 años, un ex novio me dijo “si subes cinco kilos, te dejo”. Dejé de comer tortillas de harina y las caminatas diarias aumentaron. Quería que mi peso se mantuviera en los exactísimos 57 kilos.
A esa edad mi papá también me dijo que si era fea, no me podía dar el lujo de ser pendeja.
Y otra vez lo grabé sobre piedra.
Ya no bastaba tener piernas grandes, cintura pequeña y brazos delgados. Mi cerebro también tenía que ser atractivo. Todo para compensar un rostro asimétrico, una nariz ancha y unos cachetes que parecen dos tumores creciendo endemoniadamente.
Pasó más tiempo. Tres años. Ahora tenía 20 y un amigo dijo que tenía la teoría de que cada grupito de amigas tenía a una fea para que las demás se vieran bonitas. Como en la primaria, todos me miraron y rieron. O bueno... creo que eso más bien pasó en mi mente porque sabía que de todas mis amigas yo era la rara y la fea y la amorfa.
Otra vez el tiempo. Otra vez los años. A los 23, mi hermano comentó en una comida familiar que mis mejores fotos eran esas en las que no salía mi rostro. Me pareció lo más lógico del mundo y me enojé mucho por no haberme dado cuenta antes. Mis redes sociales se despidieron entonces de las selfies y comencé a subir fotos en las que estaba de espaldas, viendo hacia abajo o cubriéndome la cara con el cabello.
Ahora solo presumía mi cuerpo de pecado y escondía mi cara de arrepentimiento. Porque lo que se graba en piedra... ¿cómo se borra?
Otra vez el tiempo. Aunque ahora las cosas cambiaron y el pánico llegó cuando comencé a subir cuatro, seis, ocho kilos. Ya no había cintura pequeña sino unas lonjas desbordándose sobre la pretina de mis pantalones. Mis piernas parecían dos grandes jamones, by the way, cero antojables. Mis brazos ahora evitaban decir adiós por temor a evidenciar mi piel flácida.
Entonces yo trabajaba en una parroquia y mi jefa me hizo ver lo mal que me alimentaba. Tenía razón.
No supe cuándo ni cómo pasó, así que tuve que cambiar los cinco tacos de chorizo con huevo en harina por una malteada de vainilla de Herbalife. Me inscribí al gimnasio y empecé a comer más frutas y verduras.
Se sentía bien hasta que mi hermana me dijo que estaba obsesionada con mi cuerpo. Claro que lo estaba. Pero no quería que fuera tan evidente. Por eso volví a comer lo que mi mamá preparaba y a tomar refresco en el almuerzo, la comida y la cena.
Tenía 27 años cuando me atreví a decir lo gorda y fea que me sentía. Ahí fue cuando mi mejor amiga me dijo que si no era plus size, no tenía derecho a quejarme y que ya no perdería su energía alimentando mi ego para que yo me sintiera mejor. Estoy segura de que no lo dijo así, pero eso fue lo que grabé sobre piedra una vez más:
“No tienes derecho a quejarte”.
Llegué a odiar tanto mi cara que me la quise arrancar a rasguños. Las cicatrices que quedaron en mis cachetes me lo recuerdan todos los días cuando me veo al espejo y aplico maquillaje para ocultarlas.
Pero ya no. Me cansé de obligarme a encajar con estándares de belleza tontos, de cargar piedras grabadas con comentarios pendejos. Me harté de permitirlo.
Hoy desperté pidiéndole tregua a mi mente: ¿y si hoy nos hablamos bonito? Solo hoy. Por favor.
Lo decidí. Voy a romper todos esos estigmas, soltar las inseguridades que los demás depositaron en mí y derrumbar los muros que me impiden ver que ya soy valiosa y amada sin cambiar absolutamente nada de lo que soy.
COMENTARIOS