Una cena familiar con mi esposa y mi novia

Vida
/ 26 febrero 2024

Aprender a amar a dos mujeres al mismo tiempo, una con Alzheimer, es un desafío y una bendición

Por: Townsend Davis

El Día de Acción de Gracias, pasado estaba sentado a la cabeza de la mesa del comedor con mi familia alrededor mientras disfrutábamos nuestro banquete tradicional: pavo, papas, salsa de arándano, salsa de carne y una mezcla de puré de camote con minimalvaviscos que de cariño llamamos “batidillo”.

Mis hijos, de 18 y 20, formaron una pila alta de comida en sus platos. Mi madre se sirvió porciones más pequeñas y una copa de vino. Y yo sostuve la mano de mi amada, que estaba sentada al lado de mí con lágrimas en los ojos mientras veía al otro lado de la mesa a una mujer, su contemporánea, que comía con la ayuda de una cuidadora.

Esa mujer es mi esposa, Bridget, de 59 años.

Antes de que el alzhéimer devorara las neuronas de Bridget junto con su esencia, el Día de Acción de Gracias era su festividad favorita. Ahora, una década después de desarrollar la enfermedad, mi esposa no tenía idea de lo que era el Día de Acción de Gracias ni de quiénes éramos nosotros. La cuidadora tenía que seguirle recordando que se quedara sentada. Esa noche también fue la primera vez que ella y mi nueva pareja comieron en la misma mesa.

Ninguno de nosotros pudo haber imaginado esa escena, sino hasta hace poco. Durante una década, mi esposa y yo estuvimos felizmente casados siendo padres, hasta que sus habilidades funcionales comenzaron a fallar. Bridget —quien de manera experta organizó nuestra boda y los presupuestos del Museo de Arte Moderno y el Museo Whitney en hojas de cálculo de Excel— se rehusó a creer que fuera algo serio hasta que los errores se volvieron demasiado frecuentes y peligrosos como para ignorarlos: pasaba de largo las señales de alto, dejaba que las ollas se prendieran en llamas, se perdía de las citas de juego de los niños e incluso olvidó asistir a la cena de su cumpleaños 50.

Después de que el neurólogo le dio la devastadora noticia, hace ocho años, de que Bridget sufría el inicio de la enfermedad de Alzhéimer, yo la cuidé en casa con la ayuda de cuidadores mientras seguía con mi empleo de tiempo completo y fungía como padre de nuestros hijos, de 11 y 13.

En determinado momento, Bridget requirió cuidados las 24 horas en casa. Debido a su agitación incesante, tuve que dejar de dormir en nuestra habitación, y creé un espacio aparte en nuestro hogar para que yo pudiera dormir y vivir ahí.

“Por favor, ve y conoce a alguien más”, me pidió poco después de su diagnóstico.

Pero rechacé la idea de inmediato. No quería imaginar la vida sin ella. Sin embargo, seis años después, Bridget ya no me reconocía como su esposo. Jamás tuvimos una charla seria al respecto, y ahora ella ya no podía tenerla.

Extrañaba a Bridget y me sentía solo. Pero en vez de enfrentarme a las aguas turbias de qué tipo de compañía podría existir en el contexto de mi matrimonio, simplemente me había convencido de que no necesitaba una pareja. Además, ¿qué mujer podría aceptar una relación con un hombre que estaba comprometido a seguir casado y cuidado de su esposa?

Deb, la mujer cuya mano estaba sosteniendo el Día de Acción de Gracias, estuvo casada 25 años antes de divorciarse en 2018. Sus tres hijos —el mayor tiene 17— estaban celebrando con su padre a unos kilómetros de ahí; ella y su ex se turnaban para ser anfitriones de la festividad. La conocí catorce meses antes en una salida de surf en Montauk, cuando llegó el huracán Fiona. Ella había conducido a la playa esa mañana después de que un amigo en común sugiriera que nos conociéramos, preocupado de que a ambos nos hacía falta tener compañía.

Ese día, las olas estaban muy grandes; y el océano, frío. Me tomó un rato reunir el valor para meterme al agua, pero terminé por ponerme un traje de nado y monté la mejor ola que había visto en toda la temporada. En cambio, la idea de adentrarme a la búsqueda de una pareja me pareció de nuevo imposible debido a la culpa que de seguro sentiría.

Durante esa primera presentación en la playa, le dije a Deb: “Me parece bien no volver a casarme nunca y satisfacer distintas necesidades con diferentes personas”.

“Ajá”, respondió, al parecer escéptica.

Sin poder salir de citas, ella y yo seguimos saliendo a la playa, a andar en bici, al teatro y al cine. Para entonces, ambos habíamos pasado por muchas cosas en la vida, pero nos concentrábamos en lo que el milagroso presente nos ofrecía. “Uno de estos días nos la vamos a pasar muy bien juntos”, le dije después de la tercera o cuarta cita que no era cita.

Tras varios meses, comencé a preguntarme: “¿Qué estoy esperando exactamente?”. Si no funcionaba por lo que fuera, seguiría como al principio: casado, pero en efecto solo.

Un viernes por la noche, sorprendí a Deb con un beso, y de pronto mi vida adoptó una nueva dimensión. Nuestro romance tuvo muchos efectos al mismo tiempo: me ayudó a recuperar la esperanza, a procesar la pérdida, a volver a sentirme maravillado y a recordar qué se sentía estar en una relación recíproca. La primera vez que ella me preparó la cena, prácticamente me caí de la silla por la gratitud que sentí.

Resulta que Deb es una pareja increíblemente capaz y comprensiva. No cuestiona el tiempo que paso con mi esposa y mis hijos. Aún cuido a mi esposa como antes, y me pongo el anillo de bodas. Soy mucho más feliz. Puedo amar a dos personas por completo y no sentirme conflictuado.

Deb y yo revelamos abiertamente nuestra relación a amigos y familiares. Desde luego, hubo complicaciones. Deb tenía dos hijos que vivían con ella y, de manera comprensible, se mostraban reacios a aceptarme hasta que la relación demostrara ser seria. Yo tenía a un estudiante de preparatoria y a mi esposa en casa. Pero todos nos adaptamos.

Mis hijos parecían agradecidos de tener a una mujer en sus vidas que entendiera las ventajas de tener un cubrecolchón en la cama de un dormitorio universitario. Cuando Deb tuvo un accidente automovilístico serio, sus hijos y yo fuimos a la sala de emergencia y le contábamos chistes para que estuviera de buen humor, además de comer hamburguesas para llevar en el piso del hospital. Mis suegros nos dieron su bendición, y la madre de mi esposa me dijo: “Ya era tiempo”.

Incluso intenté explicarle a Bridget que había encontrado otra pareja, pero que siempre la cuidaría en casa.

“Creo que esa es buena idea”, dijo, pero no estoy seguro de cuánto entendió.

El Día de Acción de Gracias, sosteniendo la mano de Deb, pensé saber por qué tenía lágrimas en los ojos. Acababa de ver cómo mi hijo mayor saludaba a su madre diciendo: “Soy yo, William”.

Al principio, Bridget no reaccionó. Sí, le devolvió el abrazo, aunque con torpeza, después de una pausa larguísima. Yo ya había visto escenas similares decenas de veces, y se las había contado a Deb, pero ella jamás había visto que Bridget no pudiera responderle a su propio hijo.

Deb expresó su empatía con Bridget durante una de nuestras primeras noches juntos. “Es muy injusto que alguien tuviera que enfermarse para que yo pudiera estar contigo”, dijo. Desde entonces, ambas habían estado juntas varias veces y asistido a eventos conmigo, incluyendo una caminata con el fin de recaudar fondos para la causa del alzhéimer y una sesión de fotos antes de la graduación de la preparatoria de mi hijo, otro hito para el que Bridget estaba presente y ausente a la vez. Deb, a quien describiría como emocionalmente intrépida, se había comportado en todas esas ocasiones con generosidad y gracia.

Pero subestimé el impacto emocional de sentarlas en la misma mesa el Día de Acción de Gracias. Después de que terminamos de comer y yo alcé la mesa, Deb condujo de regreso al departamento que ahora compartimos.

“No puedo evitar sentirme como una intrusa”, comentó. “Esta es su festividad en su casa, y yo estoy tomando su lugar, pero ella sigue ahí. Sé que es irracional, pero no puedo evitar pensar que debe sentir ese reemplazo”.

“No creo que sienta eso”, respondí. “Por favor, no te sientas culpable”.

“Creo que es más difícil porque es Día de Acción de Gracias”, dijo. “Es un momento familiar”.

“Ahora eres parte de mi familia”.

“Lo sé, pero sigo sintiéndome así”.

En determinado momento dejé de intentar convencerla de no sentir todo eso y le dije: “Supongo que estaría preocupado si no te sintieras así”.

Nos cepillamos los dientes y nos metimos juntos a la cama.

“Sé por qué no podemos casarnos”, dijo. “Y acepto nuestra realidad, pero aún es difícil de una manera innombrable que me hace sentir mal, incluso al mencionarlo”.

“Siento como si me casara contigo todos los días con lo que hacemos el uno por el otro”, contesté.

Como siempre, sin mucho planearlo, habíamos preparado y servido la comida —nuestro primer Día de Acción de Gracias, juntos— en mi hogar familiar con facilidad, casi sin pronunciar palabra. Deb incluso se propuso a pedirle a mi suegra la receta del “batidillo”, pues ella no podía prepararlo este año debido a la enfermedad de su esposo. (“Tu padre está muriendo de cáncer”, había intentado explicarle a Bridget, sin tener éxito).

Era la misma danza que Deb y yo habíamos estado bailando desde ese paseo en la playa. “El hermoso presente” es, como la llamamos, una afirmación diaria de nuestro compromiso en el que se mezclan el dolor, el consuelo y la felicidad. Esa noche, no pude hacer más que aceptar todo eso.

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