Una coincidencia revela una historia secreta

¿QUERÍA SACAR A LA LUZ EL PASADO DE MI MADRE O ENTERRARLO?
Por: Cole Huey
Me pregunto en qué estaría pensando mi madre aquella Navidad de hace ocho años, cuando nos hizo escupir a todos nuestro ADN en viales y los envió al correo. Quizá pensó que 23andMe era solo un capricho divertido, otra forma de generar un perfil en Internet. En mi caso, los tres primeros resultados fueron 83,9 por ciento británicos e irlandeses, 10,2 por ciento franceses y alemanes y 3 por ciento de europeos del noroeste. ¿Tenía ella alguna idea de que así sería como finalmente conocería su secreto?
Cinco años después, me dirigía a encontrarme con un desconocido llamado Shane en un restaurante del centro de Manhattan. Para ayudarme a reconocerlo me había enviado un mensaje de texto: “Pantalones caqui. Camisa a rayas. Sentado en la barra”.
Su mensaje me hizo reír, tan tonto y eficiente. ¿Qué no sabía que ya lo había buscado en Google? ¿Había escudriñado sus rasgos? ¿Le había buscado características que compartía con mi madre, que también era su madre?
Mis padres nunca se molestaron en hacerse una cuenta en el sitio web de 23andMe, que te permite conectar con familiares por ADN y enviar y recibir mensajes. Me hice una por curiosidad, sin esperar gran cosa.
Durante los años siguientes, tuve noticias de primos lejanos de Georgia o Alabama, gente con la que imaginaba que tenía poco en común. Había dejado el sur a los 18 años para ir a la universidad en California. En 2020, me trasladé a Brooklyn. No me interesaba mucho la genealogía ni la historia de nuestra familia.
Supuse que el mensaje de Shane no sería diferente de los demás, así que lo dejé sin leer en mi bandeja de entrada durante unas semanas.
Cuando lo abrí, vi que en la página web aparecíamos como posibles medios hermanos maternos. Me dijo que había nacido en Miami en 1970 y que alguien le había regalado el kit de 23andMe.
Tenía curiosidad por saber más sobre su familia biológica. Su perfil decía que vivía en Greenville, Carolina del Sur, a unas horas de donde crecí y donde viven ahora mis padres. En Instagram, era idéntico a mi madre: las mismas cejas, amplia sonrisa, pómulos prominentes. Más que eso, había una cualidad en su rostro que reconocí que también le pertenecía a ella, una candidez que se duplicaba como una especie de franca intensidad.
Sin duda era hijo de mi madre.
No sé exactamente lo que hice a continuación, pero sé lo que no hice. No fui a despertar a mi novia, Katie, que dormía en la otra habitación, para decirle que acababa de descubrir a mi medio hermano. No escribí un mensaje de texto o un correo electrónico a mi madre ni planeé llamarla. No respondí al mensaje de Shane. No quería tener nada que ver con eso.
Sentía como si me hubiera enterado de un secreto que se suponía que no debía saber. Temía entrar en algún espacio inviolable que existía entre mi madre y yo. Estábamos muy unidas, pero nuestras conversaciones eran casi siempre superficiales. Había perfeccionado un tono para hablarle de mi vida, un equilibrio de optimismo y circunspección: mi trabajo en la tienda de vinos era bueno, pero iba a pedir un aumento o a buscar un empleo mejor en otro sitio. No había grandes noticias que contar, solo un día más en mi vida.
Cuando era adolescente, mi madre y yo teníamos una relación tensa. Ella reaccionaba ante ciertas cosas de un modo que yo no lograba entender, y eso me enfadaba. Era intensamente protectora. Una canción explícita en la radio podía hacerla entrar en pánico por lo que yo escuchaba. Controlaba de cerca mi uso de Internet.
Una vez, volviendo a casa del colegio, me dio una charla sobre salud sexual, incluso imprimía estudios sobre el consumo de alcohol y el embarazo adolescente. Yo tenía 14 años, era regordete y torpe, y la idea de tener relaciones sexuales con alguien me resultaba una perspectiva lejana y aterradora.
Mientras crecía en la roja Carolina del Sur, la había visto salir furiosa de las cenas cuando los hombres expresaban sentimientos ambiguos sobre el acceso de las mujeres a la atención sanitaria reproductiva. Sabía que había trabajado en una clínica de salud femenina en Atlanta. Sus convicciones sobre el derecho de la mujer a controlar su propio cuerpo no necesitaban mucha explicación.
Aun así, de vez en cuando, percibía algo que quedaba sin decir, algún contexto profundo que perduraba tras el temperamento rápido, la furia palpable, los ojos humedecidos. Algo que casi suplicaba ser compartido, ser dicho en voz alta. Conocer a Shane fue como encontrar la pieza que faltaba en un rompecabezas. Encajaba. Pero no era algo que debía saber y no quería preguntárselo.
”Tienes que llamarla”, dijo Katie. “Ahora mismo”. Estábamos desayunando en nuestra estrecha cocina. Por fin le había hablado de Shane.
”No puedo”, dije. Nuestro perro olisqueaba bajo la mesa, esperando a que cayeran trocitos de granola. “¿Y si mi padre no lo sabe? ¿Y si lo niega? ¿Y entonces qué?”
”No puedo creer que no me lo contaras antes”, me dijo. “Estaría volviéndome loca. Me estoy volviendo loca. Estoy desesperada por saber qué pasó. ¿Tú no?
”Solo tengo que esperar hasta el momento adecuado”, dije.
Por supuesto, nunca iba a haber un momento adecuado. Tras varios meses más de ignorar el asunto, quedó claro que tenía que llamar a mi madre. Había llegado al punto de que hablaba del mensaje de Shane con desconocidos en las fiestas.
Salí a pasear por nuestro barrio. Era otoño, la época del año en que la gente se abriga y se repliega sobre sí misma, cuando la luz rojiza y dorada de la tarde convierte cada sentimiento en algo parecido a un cliché potente.
Cuando llegué al parque, llamé.
”Hola, hijo”, me respondió, con su típico saludo alegre.
”Tengo que preguntarte algo un poco loco”, dije.
”¿Qué?”, preguntó ella.
Le conté del mensaje de Shane.
”Vaya”, dijo ella. “Eso sí es una locura”.
”Lo sé”, dije. “Entonces, ¿es tu hijo?”
Esperaba que se sorprendiera, pero, por supuesto, no se sorprendió en absoluto. Parecía aliviada. “Siempre me he preguntado cuándo tendría que contártelo”, dijo. Llevaba cargando con el peso de su secreto y con la pregunta de cuándo contármelo desde que yo estaba vivo.
Mi madre tenía 16 años en el otoño de 1969 cuando se quedó embarazada de su novio de la preparatoria. Entonces vivía en Florida; faltaban tres años para Roe v. Wade. El predicador de la iglesia de su familia sugirió a sus padres que la enviaran al Hogar Florence Crittenton para Mujeres de Miami, un lugar para mujeres jóvenes necesitadas, incluidas madres solteras.
Su prioridad era mantener en secreto el embarazo de su hija. Cuando volvió a casa, no volvieron a hablar de ello.
Mi madre hizo todo lo posible por darme una infancia diferente a la suya. Para cobijarme en formas que ella no había tenido, y para animarme a entablar conversaciones sinceras sobre los cuerpos, las emociones y las elecciones. Habría sido una terrible ironía que, tras descubrir la existencia de Shane, hubiera seguido callada. Habría estado perpetuando el silencio que había caracterizado su propia educación.
Y habría privado a mi madre de la oportunidad de conectar con el hijo con el que cortó los lazos al nacer y de empezar a rellenar las piezas que faltaban en sus vidas, algo que ambos han agradecido.
Es un impulso extraño, el deseo de ocultar nuestro verdadero yo a las personas que nos conocen más íntimamente. El secreto de mi madre era suyo, para contarlo o para ocultarlo. Su embarazo era su historia, no la mía. Pero para tener el tipo de relación que ella siempre quiso tener conmigo, una relación basada en la confianza y la franqueza, era necesario que yo supiera la verdad.
Me pregunto: si hubiera sabido lo de Shane cuando era más joven, ¿habría comprendido mejor la intensidad de mi madre? ¿Su sentido de la indignación? Hace poco me dijo que temía que yo la hubiera juzgado. Quién sabe, en realidad, lo que era capaz de comprender cuando era niño o adolescente. Pero de adulto, al enterarme de lo que mi madre vivió a los 16 años y llevó consigo el resto de su vida, he llegado a admirarla más que nunca.
A una manzana del restaurante del centro, donde Shane y yo habíamos quedado, respondí a su mensaje de texto y le dije que llegaría pronto.
Al entrar, Shane me hizo señas para que me acercara a la barra. Estando cara a cara por primera vez, fue a darme un apretón de manos, pero yo le di un abrazo.
Me explicó que estaba en la ciudad por trabajo. “La compañía aérea perdió mi equipaje”, dijo, “así que tuve que ir a Macy’s a comprar ropa”.