Una puesta en el abismo; Miguel de Cervantes: 1547-1616
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Celebrando los cuatro siglos del padre del español moderno, nuestro colaborador Javier Treviño se interna en su obra para hablarnos de su legado
Para mi amiga Stella Maris
Cervantes, los géneros
Escribir algo sobre Miguel de Cervantes o sobre su obra es un desafío que preferiría soslayar, pero las circunstancias me empujan a hacerlo. Un autor al que siempre se regresa, un artista del que se ha escrito tanto, y aún más que eso, ¿qué podría ofrecer para empeñarse en redactar algo digno de insertarse en el tumultuoso y autorizado coro de analistas, eruditos, críticos e historiadores?
Borges dijo alguna vez que “El Quijote” es un libro demasiado nombrado pero muy poco leído y que se ha convertido sólo en “motivo de brindis” en las ocasiones solemnes, como ésta, en la que se cumplen cuatrocientos años de la muerte de ese español áureo a quien la vida abofeteó de tantas maneras. Paje y secretario de un noble, soldado, cautivo cinco años en Argel –toda una profesión-, recaudador de impuestos y escritor, Miguel de Cervantes jamás vio su suerte en el ejercicio de varios menesteres, pero nunca perdió el talante y el ánimo, aunque al rastrear sus obras el lector encontrará, aquí y allá, muchas alusiones irónicas a su mala estrella.
Empezó su carrera de autor con la publicación de una novela pastoril, género tan en boga entonces -“La Galatea” (1585)-, de la que siempre prometió una “segunda parte” que no publicó y acaso tampoco escribió. Luego llegó la gloriosa batalla de Lepanto y otras. Después, el cautiverio en Argel, del que trataría de escapar varias veces. Más tarde, esos oficios que apenas le permitieron una precaria supervivencia. Esta última es la época de su gran actividad estética: en 1605 publica la primera parte de “El Quijote” –“El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha”; en 1613 sus “Novelas ejemplares”; el poema narrativo “Viaje del Parnaso”, en 1614; y por fin, en 1615, la segunda y última parte de “El Quijote” –“El Ingenioso Caballero Don Quixote de la Mancha”-.
Por varias razones, la poesía y el teatro fueron para Cervantes una pasión que lo acompañó durante toda su vida. El teatro, porque pensaba que podía vivir gracias a su trabajo como dramaturgo; la poesía, porque en el fondo se sentía más un poeta lírico que otra cosa, y de alguna manera es así, pues hasta cuando narra el Manco de Lepanto es, ante todo, un poeta, aunque no haya alcanzado las cimas de un Garcilaso, un Góngora o un Quevedo.
Es sabido que él mismo se menospreciaba como poeta. La verdad es que no hay que tomarlo tan al pie de la letra. Cervantes no fue, es verdad, un poeta genial, a la altura de los mencionados antes, pero tampoco era uno del montón como tantos había entonces y sigue habiendo hoy. Sólo basta leer, esparcidos a lo largo de su obra, algunos poemas que no sólo nos ofrecen a un buen versificador sino algo más. Recordemos las estrofas que abren la primera parte de “El Quijote”. El soneto en que dialogan Babieca y Rocinante, por ejemplo, es espléndido: “B. ¿Es necedad amar? R. No es gran prudencia. / B. Metafísico estáis. R. Es que no como.”
En cuanto al teatro, Cervantes no pudo –o no quiso- competir con Lope de Vega, ese “monstruo de la Naturaleza”, quien fuera el dramaturgo más celebrado de su época.
Autor de muchas comedias, aunque se exagere hasta la hipérbole el número de las mismas, Lope constituye, por sí solo, todo un capítulo de la literatura y la cultura españolas. Su “Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo” (1605), según muchos, “rompe” con la dizque “regla de las tres unidades” aristotélicas, “ruptura” que en realidad llevaron a cabo algunos de los propios poetas trágicos griegos contemporáneos del Estagirita, entre ellos Sófocles. Por lo demás, esa famosa “regla de las tres unidades” no es sino una errática invención muy posterior a Aristóteles.
Como sea, Cervantes escribió varias tragedias –“El cerco de Numancia” (1585) entre ellas- y “Ocho comedias y ocho entremeses nunca representados” (1615). De “Numancia” se dice en Wikipedia que fue concebida a la manera ática: “el ejemplo más acabado de imitación de las tragedias clásicas”, así la define esta democrática enciclopedia. Pero con ser verdad, “Numancia” es algo más que una imitación de la antigua tragedia griega. Hablaremos después de esto, espero.
El hecho es que Cervantes no fue considerado en su momento ni como poeta lírico ni como dramaturgo: pertenecía a una generación anterior a la de las grandes figuras del Barroco español y éstas lo veían como a un viejo. No fue sino hasta la publicación de “El Quijote” cuando sus contemporáneos se enteraron de que aquel viejo era el más excelso contador de historias de su época. Y en ese territorio ni Lope de Vega ni ningún otro pudieron ensombrecer su brillo.
Cervantes barroco
Diez años separan la publicación de la primera y la segunda partes de “El Quijote”. El año de 1614 alguien que se ocultó bajo el disfraz de un nombre falso sacó a la luz un apócrifo e interesante -por raro- “Segundo Tomo del Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras”. La portada del volumen nos informa que “fue compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la Villa de Tordesillas.”
El “Quijote de Avellaneda” es una curiosidad bibliográfica que da pie al autor original para enriquecer su barroco “mise en abyme” [puesta en abismo] que ya era, per se, “El Quijote”, por si la misma sensibilidad de Cervantes y la propia época –el emergente XVII, uno de los Siglos de Oro españoles- no fueran motivos suficientes para la creación de una de las supremas “puestas en abismo” del arte todo. Velázquez lo haría en sus “Meninas”, esa oleaginosa ecuación visual y poética. Años después, Antonio Soler pondría en abismo a la música con su “Fandango”.
Pero ¿qué es una “puesta en abismo”? Se trata de una noción expresada en lengua francesa que “se refiere al procedimiento narrativo que consiste en imbricar una narración dentro de otra, de manera análoga a las matrioskas o muñecas rusas…”, explica Wikipedia. Desde este punto de vista, “Las mil y una noches” sería uno de los primeros relatos “abismados”. En las artes visuales un mandala se abre ante nosotros como la imagen misma del “abismamiento”, lo mismo que, a su manera, el “Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa” (1434), del pintor flamenco Jan van Eyck, o la portada del álbum “Drones”, de Muse (2015). En tal sentido la novela “Farabeuf”, de nuestro Salvador Elizondo, es otro enigmático “mise en abyme”.
Las dos partes que componen “El Quijote” celebran una complementariedad “abismada” y más compleja de lo que a simple vista parece: en el relato las voces narrativas se difuminan, a pesar de que la historia se nos cuenta, desde el principio, a través de una aparente primera persona de singular. El que narra se cuida de advertir: “…de cuyo nombre no quiero acordarme”. ¿Es el propio Cervantes quien no quiere recordar el nombre de aquel impreciso lugar de La Mancha? ¿Es otra la voz narrativa? ¿Acaso la del árabe Cide Hamete Benengeli, supuesto autor primigenio del relato? El desdoblamiento de estas voces se presenta inadvertidamente, no cabe duda, como uno de los muchos recursos barrocos del autor.
La trama de la historia es otra madeja de espejismos atravesada por otros tantos destellos que hacen más densa la textura de la narración. En la superficie tenemos sólo la historia de un “hidalgo” que perdió el juicio gracias a su afición desmedida por la lectura de libros de caballería, el correlato tal vez de lo que hoy serían las novelas detectivescas. Pero a las narraciones intercaladas de la Primera Parte se añade la especular “circunstancia” en que se mueven Don Quijote y Sancho en la Segunda Parte de la novela; aquí ellos se saben ya personajes escritos por “alguien”, es decir, son conscientes de ser entes de ficción. Y a esto se suman no sólo el enmarañado tejido de la trama –para caer en la tautología- sino también algunos sucesos verdaderamente extraordinarios.
Uno de ellos ocurre en el momento en que los Duques hacen su entrada en esta historia –Segunda Parte, Capítulo XXX-, gracias a los cuales Sancho es, al fin, nombrado “gobernador de una ínsula”; de una ínsula que ni es ínsula ni en ella es el escudero un “gobernador” real. Otro episodio inopinado es el encuentro de Don Quijote con don Álvaro Tarfe, personaje de –nada menos- “El Quijote” de Avellaneda, aquel gandul que quiso usurpar su papel como creador del Caballero de la Triste Figura. La presencia de este apócrifo personaje ficcional en una obra de ficción caballeresca auténtica resulta un tanto embriagadora, incluso si suprimimos los adjetivos. ¿De qué se trata? ¿De “intertextualidad”, como decimos hoy? ¿De prodigiosa ironía por parte de Cervantes?
Sancho “gobernando” una ínsula que no lo es, porque todo fue una simple chanza de los Duques para divertirse a costa del buen escudero; un personaje de ficción dentro de otra ficción de la que no es autor Cervantes sino Cide Hamete Benengeli… La aventura de un caballo “volador” –“Clavileño”- y la certeza de que, estando quieto, el potro transita los vientos arrobando al incrédulo jinete… Todo esto es Barroco a la “n” potencia, mise en abyme y deliberados espejismos del novelista, de los personajes y del propio lector: todos acordamos, todos convenimos en una ficción que alcanza en la metaficción su punto más delirante.
Parece extraño que entre tanto brocado verbal e imaginativo, Cervantes haya sido visto como por encima del hombro por muchos de sus brillantes contemporáneos. Y más extraño resulta que “Don Quijote” haya mantenido una vigencia y una actualidad que no tienen ahora muchas obras de Lope, de Calderón, de Gracián y hasta del gran Quevedo, para no mencionar a Góngora, que es un caso aparte. No hablo de los aspectos éticos, pedagógicos, sociales y de otra índole que podemos advertir de manera clarísima en esta novela cervantina; hablo sólo de su naturaleza pura y simplemente literaria.
Cervantes puesto en abismo
De tantos que hay en esta obra, el pasaje que para mí –y para muchos- resulta tremendamente significativo es el del descenso de nuestro caballero andante a la Cueva de Montesinos, que el Manco de Lepanto narra en los capítulos XXII y XXIII de la Segunda Parte de su “Quijote”. ¿De dónde su significación y por qué su sugestiva seducción? Todo se debe al genio del autor, claro, y al hecho de que estos capítulos surgen de las mismas entrañas del mito, en el sentido más hondo y literal de la frase. Espero explicarme enseguida.
La Cueva de Montesinos es un lugar real. Se lo puede visitar actualmente; de hecho, es uno de los sitios turísticos en Castilla-La Mancha, uno que forma parte hoy de lo que en España la industria sin humo llama “la ruta de Don Quijote”, tan concurrida en estos años como el restaurado “camino de Compostela”. Montesinos es un personaje de leyenda recogido por algunos romances anónimos del medioevo español, de aquéllos que absorbieron el influjo de la cultura francesa: el ciclo artúrico, Merlín, la “Chanson de Roland” y más. Por eso la presencia de Durandarte, Belerma y otros personajes que Don Quijote encuentra en su grutesco sueño.
En sus afanes de aventura, Don Quijote quiso visitar esta cueva “porque tenía gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistas si eran verdaderas las maravillas que de ella se decían por todos aquellos contornos.” (Real Academia Española-Asociación de Academias de la Lengua Española-Alfaguara, Edición IV Centenario, 2004, p. 717).
Cuando “el primo” –un licenciado erudito cuyo nombre deja en blanco Cervantes o quien haya escrito este portento novelístico-, Sancho y nuestro caballero andante llegan a la famosa Cueva, aquéllos atan al hidalgo y lo hacen descender en las profundidades de la gruta. El buen escudero lo despide con estas palabras: “¡Dios te guíe y la Peña de Francia, junto con la Trinidad de Gaeta, flor, nata y espuma de los caballeros andantes! ¡Allá vas, valentón del mundo, corazón de acero, brazos de bronce! ¡Dios te guíe, otra vez, y te vuelva libre, sano y sin cautela a la luz de esta vida que dejas por enterrarte en esta escuridad que buscas!”. (p. 721).
A estas alturas, ya Sancho empieza a manifestar lo que –me parece y si no recuerdo mal- don Miguel de Unamuno denominó la “quijotización” del escudero y la “sanchización” de Don Quijote. Tal despedida parece entre elocuente y funambulesca, entre hilarante y grotesca, es decir, grutesca. He aquí una palabra clave: gruta. La traigo a cuento de una buena vez porque de ella procede el adjetivo/sustantivo “grotesco”, y en efecto, muchas cosas parecen o son grotescas en esta historia. Me referiré a este rasgo cuando hable de la compleja relación simbólica entre la gruta, el sueño, el viaje, la muerte y el tiempo, y entre el binomio compuesto por la realidad/la ficción, si hay espacio para hacerlo.
Cuando Don Quijote llega al fondo de la Cueva de Montesinos –nombre ya bastante sugerente: monte/sinos- sucede algo absolutamente inopinado. Luego del descenso, transcurrida una hora más o menos, los acompañantes del caballero hacen subir el cuerpo dormido del hidalgo manchego. Al despertar, éste pregunta por qué se le hizo salir de la Cueva y volver en sí tan abruptamente. “¿Cuánto ha que bajé?”, preguntó Don Quijote a Sancho. “Poco más de una hora”, responde el escudero. La réplica de Don Quijote no tiene desperdicio; todo semiólogo, hermeneuta, psicoanalista, simbólogo y hermetista extraerían mil y una conclusiones de sus palabras: “Eso no puede ser, porque allá me amaneció y anocheció y tornó a amanecer y a anochecer tres veces, de modo que a mi cuenta tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la vista vuestra.” (p. 729).
Lo que Don Quijote vivió en las entrañas de aquella Cueva durante esos “tres días” constituye, al menos dos hallazgos: 1) el viaje hacia el remoto pretérito del caballero y de su estirpe, sus grandes y “alienadas” pasiones, su individual y colectivo atavismo ¿jungiano?; y 2) el ejemplo óptimo de la manera en que el Tiempo es relativizado por Cervantes en esta novela mandálica. Hoy hablamos de mundos y universos paralelos, de realidad virtual, de “tiempo real” y de nociones semejantes, creyendo que la tecnología digital ha descubierto todo esto. No es así.
El hinduismo, los sutras del Buda, la Kabbalah, el I Ching y el Tao Te King, Virgilio, Jorge Manrique, Francisco de Quevedo, los poetas malditos, la generación beat y el propio Borges –para no citar de más- nos hicieron ver el Aleph antes de que los talentosos Ingmar Bergman, Michel Gondry, Christopher Nolan y otros grandes cineastas lo lograran; artistas posteriores y anteriores nos han enseñado, a su manera, lo mismo que Einstein o, aunque parezca contradictorio, algo similar a lo que nos revelan la Teoría de Cuerdas y la noción del Espacio-Tiempo fractal. También lo han hecho la Música, la Plástica y, por supuesto –ya lo he dicho-, la verdadera Poesía.
¿Qué vio Don Quijote en el fondo de la Cueva de Montesinos? Vio lo que deseaba ver y hasta lo que no. Vio a Durandarte y a Belerma, vio un sepulcro de mármol “con gran maestría fabricado”, vio a Merlín, vio las lagunas de la Ruidera y Roncesvalles, vio un inmenso castillo de paredes de cristal, vio un desfile de hermosas doncellas, vio o creyó ver la imagen luminosa de su amada Dulcinea, vio su mundo y nuestro mundo: otro mundo, vio la inefable eternidad, vio su propio destino, y de algún modo, vio el sentido del Sentido. Pero sus guías no fueron ni Beatriz Viterbo ni Carlos Argentino Daneri, tampoco Virgilio ni Lazarillo, sino el mismísimo Montesinos, el personaje histórico que luego fue leyenda y después héroe de los romances medievales.
Viaje y sueño, Tiempo y atemporalidad, realidad ficcional y tangible fantasía: en ese útero vertiginoso de la tierra, Don Quijote durmió la verdadera realidad, ésa en la que el tiempo es un estado en “Blanco”, una dimensión que la razón humana ni siquiera puede sospechar, el espejo de Alicia, pues. Porque la realidad no es real, sino un acto de prestidigitación perceptiva. Maya descubre nuestros ojos ante la realidad auténtica, tan enceguecedora como el solo atisbo del rostro mismo de la Divinidad: esta realidad que es siempre otra, la misma que no queremos, que no podemos ver pues somos incapaces, para el bien de las mayorías, de soportar tamaña contundencia.
¿Dónde pudo el soldado y el recaudador de alcabalas español Miguel de Cervantes aprender estas profundidades? ¿No es la misma pregunta que nos hacemos ante la cultura y la sabiduría de Shakespeare, quien -se supone- anduvo toda su vida a salto de mata? Este “formidable de la tierra bostezo” –la cueva, la gruta, como escribe en insólito hipérbaton Góngora en su “Fábula de Polifemo y Galatea”- abre sus fauces y deja escapar sus grajos y sus cuervos para permitir la entrada del elegido en turno: un loco. No un cíclope sino un loco hipotético. Porque alguien que pretende “desfacer tuertos” y “auxiliar a los necesitados” del mundo; alguien que cree en la justicia y en la igualdad humanas, alguien que quiere saber no puede ser sino un loco, por Dios, un loco de atar. Por eso, hacia el final de la Primera Parte, Don Quijote acaba enjaulado y quizá por eso, al final de la otra, el caballero andante vuelve a ser Don Alonso Quijano, el Bueno.
Estos capítulos XXII y XXIII de la Segunda Parte de “El Ingenioso Caballero Don Quixote de la Mancha”, publicada apenas un año antes de la muerte de Cervantes, revelan tanto como muchos otros episodios de esta historia tan triste. Nos muestran no sólo a una multitud de personajes entrañables, sino al propio autor y a una época que él mismo hubiese querido redimir. La metáfora es ya un cursi lugar común: todos somos Don Quijote y Sancho y ese sitio de La Mancha de cuyo nombre el poeta narrador no quiso acordarse no es otro sino el mundo, aquél, el más antiguo y éste, el que podemos llamar nuestro.
Pero no hubo ni hay caballero andante o héroe de las mil caras que pueda contener la erupción de sangre y pus que expele este planeta. Y la Cueva de Montesinos es sólo un lugar turístico en España y el Retablo de Maese Pedro es una estafa y las Cortes de la Muerte siguen su camino y Clavileño es un destartalado caballo de madera y la Princesa Micomicona no era la Princesa Micomicona y no hay lugar para las magníficas conversaciones como las que hidalgo y escudero sostuvieron durante tanto tiempo. No hay lugar. No hay tal lugar.
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@elquijote1605
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