Café Montaigne 198

Politicón
/ 17 abril 2021

Por deformación de lecturas, más que por formación, he sido anárquico, volátil, e incluso, un tanto abigarrado en materia tan delicada como lo es el leer. Lo he escrito antes: la facilidad o dificultad de un texto literario no es responsabilidad del escritor, sino del lector en turno. Este último, al leer y zambullirse en un poema, texto dramático o novela, lo hará suyo o lo desechará, en la medida de su gusto, apetencia, lecturas, formación o especialización en turno. Nunca, jamás se debe de leer por obligación. Leer debe de ser un placer. 

Lo anterior viene a cuento por un motivo: de un buen tiempo a la fecha –por deformación, repito, de lecturas– poco a me he venido alejando de la literatura –digamos– químicamente pura. A estas alturas de la existencia que padezco y disfruto a la vez, sin contradicción de por medio, mis apetencias y letras cotidianas se enfocan y giran más por el conocimiento general, específicamente la filosofía, la psicología y la teología, que por la literatura de creación. De un buen tiempo a la fecha vengo renegando de autores literariamente “puros”, a los cuales les encuentro rápidamente las tres cualidades del agua: incoloros, inodoros e insípidos. No en todos, claro. De aquí entonces el que busque otras lecturas que vengan a nutrir mis torpes ideas en cualquier campo del saber humano.

Entre la pizca y la pepena, entre el descubrimiento gozoso y la exaltación por el oro encontrado, en una librería que en teoría no ofrecía mucho en Monterrey, topé con un libro erudito y bien escrito de una editorial ya extinguida. A estas alturas de la maldita pandemia, ya todas las editoriales murieron o bien, están en esa vía. Todo ha quebrado. En la cultura y educación ha sido un daño brutal del cual uno no se va a recuperar en décadas. Sino no es que ciertos campos, nunca.

Decía que en dicha librería de segunda mano, con un pequeño café adjunto, había libros de todo tipo en sus anaqueles. Pero quiso el hado de los libros que diera con una biografía muy erudita de Pablo, el de Tarso. “San Pablo”, escrita por Claude Tresmontant, para la extinta editorial Salvat. El volumen de ensayo de poco más de 170 páginas, es el resultado de una serie de lecturas morosas y astutas de Tresmontant donde aborda puntillosamente la vida y obra del apóstol que era judío y muy fiero y se convierte al cristianismo en el camino a Damasco.

Armado con una aparato crítico envidiable, ancilado siempre en la obra paulina y en los escritos bíblicos y extra bíblicos disponibles, el autor nos ofrece una reconstrucción de la vida de San Pablo, “siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios…”. Vida y obra van de la mano en esta obra que aborda a uno de los grandes personajes de aventuras de toda la historia de la humanidad. Se crea o se no se crea en Dios. Se crea o no se crean en la llegada del prometido y ansiado Mesías llamado Jesucristo.

ESQUINA-BAJAN

Claude Tresmontant desmenuza a Pablo de Tarso desde todos los ángulos posibles. Incluyendo claro está, los episodios funestos cuando Pablo es encarcelado en Cesarea (año 58) y en Roma (año 61). Al parecer hay un tercer cautiverio, pero el cual no está muy claro hasta el día de hoy por las escasas fuentes al respecto. En estas condiciones, usted lo sabe estimado lector, Pablo escribe las llamadas “Cartas de la cautividad” o “Epístolas desde la cárcel”. Y no deja de llamarme la atención lo anterior, porque si usted me ha leído en estos últimos días en este mismo espacio de “Contraesquina”, pero poniendo el acento en la política y sociedad (lunes y jueves de cada semana), he estado citando frecuentemente a otro hombre divino, el mismísimo Marqués de Sade (1740-1814).

Y usted también lo sabe, al igual que Pablo, como muchos otros escritores, filósofos y poetas, Donatien Alphonse Françoise de Sade, estuvo en la cárcel y en dos o tres hospitales psiquiátricos. La mayor parte de su obra la escribió en los largos confinamientos a los cuales fue sometido. Sí, al igual que Pablo, quien antes de ser Pablo, era judío y era Saulo. Pablo escribió en sus internamientos los “Hechos de los Apóstoles” y las epístolas a los colosenses, los efesios, los filipenses y las cartas a Timoteo y Tito. ¿Ya notó usted que los extremos siempre se tocan y se anudan en alguna parte de la vida y de la historia? Ambos, el perverso Marqués de Sade y el digamos, divino Pablo, buscaron cada quien a su manera un brote, un “deseo de luz”. Un “funesto deseo de luz” el cual es un verso de Virgilio al hacer referencia a los condenados.

Otro ensayista y filósofo, Alberto Constante ha escrito acertadamente: “Es cierto que uno de los síntomas de nuestro mundo se dio cuando se empezó a predicar con gran alborozo la muerte de Dios por Pascal, Hegel, Dostoievsky, Leopardi, y principalmente, por Nietzsche, pues los que murieron con él fueron los valores mismos que hacían inteligible la acción”. Constante habla del abandono de aquella vieja tetralogía griega de la justicia, la verdad, el bien y la belleza. Para Sade, Dios y el Cristo son supercherías. Para Pablo de Tarso, son la salvación y el único camino de trascendencia posible. Ambos llegaron a sus juicios e ideas mediante el confinamiento, al estar encarcelados. Sade fue más lejos. Sus demonios siempre lo atormentaron (y lo salvaron, vaya) en los hospitales psiquiátricos donde al final de cuentas, murió.

LETRAS MINÚSCULAS

Pablo de Tarso y el Marqués de Sade, dos vidas al límite para leerlas.

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