Fortuny, pintor de éxito en busca de su identidad
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Fue el artista español del siglo XIX de mayor éxito internacional, a pesar de su corta existencia
MADRID.- Máximo representante del orientalismo español, pintor de lo exquisito, del lujo y de lo refinado, de un costumbrismo barroquizante que se puso de moda entre la alta burguesía, Fortuny fue para este grupo el pintor más querido y demandado, admirado con el mismo entusiasmo dentro y fuera de España. Un yugo creativo, pintar al dictado del mercado y para los ricos, del que trataba de desprenderse cuando le sorprendió la muerte, le frustró sus últimos años como pintor. Quizá le hubieran bastado solo unos años más para lograr lo que su implacable autocrítica le pedía: dejar de crear bajo demanda, lejos de la moda, que le impedía evolucionar artísticamente, para poder llegar a una pintura que fuera reflejo de su individualidad, verdadera expresión de su talento. Pero su muerte prematura, acabó con esos anhelos y esperanzas de superación.
Y es que Fortuny Marsal (Reus, 1838 – Roma, 1874) cumple las dos condiciones que se presuponen a todo espíritu romántico: una vitalidad desbordante, reflejada en su pasión por su trabajo -pintaba a todas horas-, y no sobrevivir a la juventud, al morir con apenas 36 años. El artista mostró desde niño una increíble habilidad para el dibujo. Huérfano con apenas 12 años, su abuelo paterno, alentado por su talento para el dibujo, lo saca de su Reus natal rumbo a Barcelona para formarlo como escultor incorporándolo a la Escuela de Bellas Artes. Pronto destaca como pintor el joven por su técnica impecable, envidiada por su extraordinaria facilidad para el dibujo, con un espectacular sentido de la luz y el color, con una paleta viva -tan brillante como vibrante-, casi lúdica, que tanto identificó a Fortuny. Sin embargo Carlos Reyero, catedrático de Historia del Arte de la Universidad Autónoma de Madrid y especialista en pintura del siglo XIX, la mayor herencia artística de Fortuny al arte español y europeo es “su capacidad para captar de manera sintética los aspectos esenciales del personaje”, recurriendo a gestos o rasgos muy concretos, suficientes para darles vida.
FORTUNY, ‘EL MARROQUÍ’ Llega a Roma a los 20 años gracias a una beca de la Diputación de Barcelona, donde se empapa de los clásicos e instala su estudio. En 1860, al estallar la contienda hispano-marroquí, es enviado a Marruecos por la Diputación de la ciudad condal para plasmar los éxitos de sus tropas. Durante aquellos meses absorbe y hace suyas la abrasadora luz del norte de Marruecos y el exotismo del lugar y de sus gentes, unos tipos populares que van plagando sus lienzos. Aquella cultura le fascina, descubre un mundo, exótico y caótico, que le transforma y le remueve por dentro, que le marcará de por vida. Incluso aprendió algo el idioma y vistió a la manera árabe durante el tiempo que vivió allí, con lo que pronto se ganó el apodo de “Fortuny "el marroquí"”. Fue como si aquel espectáculo africano le hubiera descubierto su verdadera naturaleza todavía dormida, en una nueva pintura -aguafuertes y acuarelas- donde se libera del rigor de lo formal. Esta formalidad la deja para los encargos oficiales, como “La Batalla de Wad-Rass” (1860), una abigarrada escena de figuras a caballo con sus toques grumosos típicos de entonces. Después de un segundo viaje a Marruecos sigue compaginando los encargos de la Diputación, como “La Batalla de Tetuán”, lienzo de enormes proporciones e idéntica complejidad que le costó acabar, con otras obras costumbristas, repletas de pequeños detalles, como “El Vendedor de Tapices” o “La Fiesta de la Pólvora", ejemplos de un mundo que le deslumbró, que cambió su paleta y le llevó al éxito.
Pero si Marruecos fue importante, no menos lo fue conocer al pintor Federico de Madrazo, entonces director del Museo del Prado, y pintor de la reina Isabel II, con el que emparentó al casarse, en 1867, con su hija Cecilia, entrando a formar parte de una de las familias más hegemónicas del panorama cultural español. El joven Fortuny aseguraba con ello, tanto su futuro como sus contactos internacionales. Fundamental en su vida, fue la relación que mantuvo con su marchante, el francés, Adolphe Goupil, que le reclamaba temáticas de género costumbristas y factura “preciosista”. Fortuny se convierte, de esa manera, en uno de los más requeridos en este tipo de pintura, en tabla o lienzo de pequeño formato, muy demandada por la alta burguesía, conocida como “casacones”, por tratarse de una pintura amable, anecdótica, con personajes dieciochescos vestidos con casacas, togas y pelucas, a la que Fortuny añadió una paleta de vivos colores, con tonos exóticos, y una pincelada ágil, dando una sensación de inacabado, típico del catalán. Durante esta etapa de consagración realizó obras maestras como “La Vicaría” o “La Elección de la Modelo”, Goupil se preocupó mucho de exponer su obra de forma muy selecta, limitándola solo a su galería o a ricos coleccionista. Aquel elitismo le dió fama y le permitió una vida acomodada, pero revirtió, tras su muerte, en verle con un cierto encorsetamiento, en relación con la generación de los impresionistas de la que fue coetáneo pero no militante. Y es que, salvo los últimos años de su vida, el “preciosismo” de su factura evidencia un virtuosismo que le hace meticuloso, que se deleita en el detalle, sofisticado, llegando a embellecer la realidad, y que aleja su pintura -tanto en el fondo y en la forma-, de los impresionistas. Las palabras del crítico y cronista francés de la guerra de África, Charles Yriarte, que coincidió con Fortuny en Tánger, resumen quizás con excesiva dureza su pintura: “brillante, llamativa, hábil, más certera en cautivar a los ojos que en conmover el corazón”.
DE GRANADA A PORTICI Fortuny fue un hombre cosmopolita y viajero. Vivió en Barcelona, Madrid, Roma, París, Nápoles y en el norte de Marruecos, pero fue la andaluza ciudad de Granada donde vivió los años más felices de su vida, entre 1870 y 1872. Allí se encuentra a gusto y planea quedarse definitivamente. Nace aquí su hijo, el también pintor y diseñador, Mariano Fortuny Madrazo. Y es que, al igual como le sucedió en Marruecos, Fortuny quedó fascinado con Granada, con su pasado árabe, su arquitectura, en especial, la Alhambra, donde encuentra la inspiración para su pintura, y donde potenciará su pasión por el coleccionismo de antigüedades, armas, tapices o cerámicas árabes. Es ahora cuando interpreta, con mayor libertad, paisajes, desnudos, flores… con el foco de atención en la luz y en el color, centrándose en una pintura al aire libre y consiguiendo un vínculo emocional que le vuelve a unir con el pasado árabe de lo andaluz. Redefine ahora su pintura, intentando alejarse de las temáticas que tanta fama le dieron pero con las que ya no se identifica. En las numerosas cartas que se conservan a sus amigos, Fortuny reconoce la tremenda frustración que sentía como artista al tener que seguir haciendo una pintura comercial “que no me permite evolucionar”, que “no es expresión verdadera de mi talento”, se lamentaba. En su último verano en Portici (Nápoles) pinta cuadros como “Desnudo en la Playa” o “Los Hijos del Pintor en el Salón Japonés”, en los que ya se expresa sin ataduras, con la pincelada más suelta y espontánea, como reflejó también en el sorprendente y descarado retrato de la joven gitana Carmen Bastián -su obra más transgresora y provocadora- y no solo por el contenido erótico. Pero Fortuny moría dos meses después de aquel revelador verano, repentinamente y de malaria, el 21 de noviembre de 1874.