Jesús Valdés: Una Poética del Teatro

Politicón
/ 11 octubre 2015
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Por su inesperada partida, hemos hablado con dolor que nos provocó el “fin de partie” del Jesús Valdés amigo, actor y director teatral. Aún lastima el hecho de hablar en pasado de un hombre tan querido, tan admirado; sin embargo, considero que es oportuno ver con cierta objetividad el trabajo de un artista como él, uno que tuvimos tan cerca en muchos sentidos.

Desde hace algunas décadas muchas corrientes han venido entrecruzándose en el hacer teatral. Digamos, grosso modo, que en un extremo “A” podemos ubicar a quienes defienden empeñosamente el texto dramático y la tradición de “la pieza bien hecha” con planteamiento “lógico”; en el extremo opuesto -el “B”- ubicaríamos ese fenómeno que el teórico alemán Hans Thies Lehmann llama “teatro posdramático”, en el que la narratividad se disloca, el sentido del tiempo parece diluirse entre el performance y la danza contemporánea abstracta, y donde el texto dramatúrgico parece prescindible. En medio de “A” y “B” encontramos una diversidad enorme de corrientes, posturas, estilos y modos teatrales, enriquecidos por el influjo del cine, las artes visuales y la tecnología digital entre otras disciplinas.

Jesús Valdés fue formado en los cánones de lo que convencionalmente se ha llamado “el método”. ¿Cuál es ese método? El que construyó, a lo largo de toda su vida y en varios libros capitales, el actor, director y teórico ruso Constantin Stanislavski (1863-1938). Muchos de los teatristas que hoy trabajan en Saltillo, en México y en el mundo entero han sido entrenados en el método Stanislavski, quien, dicho en pocas y atrevidas palabras, conmina al actor a echar mano de su propio mundo emotivo cuando debe “crear un rol”, un personaje.

Gracias a sus observaciones, sistemáticamente consignadas y analizadas a lo largo de los años, Stanislavski logró configurar un sistema integral de representación actoral que incluye el manejo consciente del cuerpo, la voz, la gestualidad, y muy especialmente, las emociones. Para ello creó su propio método y una terminología que siguen vigentes hasta este momento, se quiera o no. El caso de Stanislavski se parece al de Freud o al de Marx: uno puede estar en desacuerdo con muchos de sus principios, pero de ninguna manera soslayar y menos demeritar sus aportaciones.

Jesús creyó en “las situaciones dadas”, “el sí mágico” y tantas otras estrategias representacionales creadas por el autor de “Un actor se prepara”. En Saltillo, él, Gustavo García, Mónica Almanza, Juan Antonio Villarreal y otros teatristas coahuilenses han representado ese método de manera magistral. En él fueron formados, como muchos de nosotros, y dentro de sus límites realizaron y siguen realizando su trabajo.

Un momento clave en la carrera de Jesús, uno que resulta paradójico desde el punto de vista de la teoría y la práctica escénicas, es su actuación en el montaje de Alejandro Santiex, “Dos viejos pánicos”, del cubano Virgilio Piñera, donde nuestro amigo actuó al lado de otro gran actor coahuilense, René Gil. Puesta en escena memorable, ésta reveló también una interesante contradicción: ¿cómo representar la obra de un autor de teatro del absurdo echando mano de principios estanislavskianos, virtualmente inaplicables en un drama no “realista”?

Esta contradicción no fue propia de Santiex ni de los actores. El método ha sido utilizado en dramas y escenificaciones de la más variopinta naturaleza aquí y en todo Occidente sin reparar en un hecho fundamental: el fracaso primero de “La Gaviota”, de Chejov, se debió a que Stanislavski quiso aplicar su metodología en una obra que no acabó de comprender: el realismo de Chejov nada tiene que ver con ese “realismo” estereotipado que alguna vez se inventaron los académicos. Pero la incomprensión del director ruso tenía raíces distintas…

A partir de “Dos viejos pánicos”, Jesús estudió y probó, como actor y director, otras vertientes teóricas del teatro. Siempre sobre la base del método, nuestro amigo actuó y dirigió muchas obras de diverso género al tiempo que leía y se enteraba del pensamiento de Antonin Artaud y su “crueldad”, Bertolt Brecht y su “teatro épico”, Peter Brook y su “espacio vacío”, Jerzy Grotowsky y su misticismo escénico, Eugenio Barba y sus “islas flotantes”, Tadeusz Kantor y su “teatro cero”… Mientras bebía de estos autores leía, y no sólo aquello que debía representar en el escenario, sino también poesía, historia, narrativa, ensayos y otras obras teatrales. Pero sobre todo: vivía.

Con el tiempo logró integrar un sistema propio en el que convergían varias teorías y aprendizajes, desde el originario Stanislavski hasta, por ejemplo, las ideas del director escénico y dramaturgo mexicano Luis de Tavira, en cuya Casa del Teatro siguió aprendiendo, en sus años maduros, nuevas formas de concebir la representación actoral y el Teatro mismo. ¿Ecléctico? No lo creo. Diría, más bien, holístico, y más inclinado a la praxis dramática que a la exclusiva teorización.

En todo caso, Jesús Valdés supo que la búsqueda en el arte, lo mismo que en las ciencias, no ofrece un solo camino, sino muchos. Supo que el trabajo de un actor y un director de escena es, de algún modo, dialéctico -aunque esto suene pedante y anacrónico-: la práctica se nutre de la teoría, ésta de la práctica y ambas de la vida, la imaginación y la sensibilidad. Él tuvo la suficiente capacidad para integrar todo esto en el momento de enfrentar un papel, un personaje, una puesta en escena. Tuvo también la aptitud de fusionar amorosamente la cultura popular –boleros, rancheras, películas de rumberas, Pedro Infante, Lucha Villa, Tin Tan, Juan Gabriel…- y la “alta cultura”, sin ningún conflicto.

Y no sólo lo demostró como actor en muchos montajes, sino también como director escénico y maestro. “No me gusta ser un agente de tránsito en el escenario”, decía, refiriéndose al tipo de directores que sólo se dedican a dar indicaciones de desplazamiento a sus actores. Porque no era eso; él fue una sensibilidad viva que abría al actor la alternativa de explorar sus posibilidades histriónicas y su entorno sin necesidad de mostrárselo gráficamente, es decir, actuando en los ensayos para que el actor en cuestión lo imitara. Jesús era un excelente director de actores porque él mismo fue un gran actor.

Y en este momento habría que decir lo que, al verlo trabajar sobre el escenario, todos sabíamos: él llegó al mundo con un talento umbilical para la representación dramática. Los estudios, las lecturas, las reflexiones, las conversaciones y el contacto con personajes fundamentales –Nancy Cárdenas, Guillermo Sheridan, Carlos Monsiváis, De Tavira…- sólo apuntalaron una brillantez innata que culminaría con el montaje de “Leonardo y la máquina de volar”, de Humberto Robles, cuya dirección corrió a cargo de nuestro joven y sagaz Efrén Estrada, el privilegiado. Ésta fue la última actuación de Jesús Valdés, su postrera lección como artista.

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