Un buleador en Palacio Nacional
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Andrés Manuel López Obrador conoce lo que establece la ley en materia electoral con relación a las actividades y presencia de los gobernantes en época de elecciones. Lo conoce porque durante años se quejó del uso y abuso del poder que desde el gobierno se hacía para favorecer a los candidatos del poder.
Lo conoce porque impulsó, con muchos otros, reformas que garantizaran procesos electorales donde el Gobierno no fuera factor que inclinara la balanza en favor de los suyos. Tan lo conoce que en 2012, después de su segunda derrota en las urnas, forzó una nueva reforma electoral que cosméticamente convirtió al Instituto Federal Electoral (IFE) en Instituto Nacional Electoral (INE) que centraliza la autoridad en materia electoral.
En el arranque de la transición de los años noventa, parecía necesario federalizar todo lo electoral para huir del autoritarismo que ejercía el poder central y que todo lo prostituía. Así se hizo sólo para regresar al modelo anterior, huyendo del autoritarismo de los gobernadores de los estados que hacían de las suyas en la muy imperfecta democracia mexicana.
AMLO conoce lo que permiten y no permiten la Constitución y las leyes reglamentarias, son las reglas que aceptó y palomeó, las que, por fin, lo llevaron a la Presidencia de la República en 2018.
Personalmente, considero aberrante que en tiempo de elecciones se ponga bozal a los gobernantes. En una democracia madura, las contiendas tienen todo que ver con el ejercicio del gobierno, los ciudadanos aceptan o reprueban el rumbo que el gobernante imprimió a su comunidad, estado o país y, en principio, todos tienen derecho a hacerse oír. Pero con aquello de que “el que con leche se quema, hasta al jocoque le sopla”, los mexicanos aprendimos a desconfiar y los políticos buscaron la salida “fácil” de sobrerregularlo todo, abriendo la puerta a toda clase de argucias y triquiñuelas, resultando peor el remedio que la enfermedad.
La deshonestidad en la materia es proporcional a la cantidad de reglas que se han hecho para regular las elecciones. Venimos de una deshonestidad tan profunda y arraigada y creemos que con leyes y más leyes van a resolverse los problemas. Nada más falso.
Se ha hecho de la Constitución un reglamento para los procesos electorales. No existe ninguna democracia en el mundo que supervise las elecciones de semejante manera. Se avanzaría en el sentido correcto, si hubiera menos preocupación por legislar y más acciones para combatir la impunidad que todo lo corrompe y, de la mano de una corrupción endémica, arrasa con el sistema electoral y, lo que es peor, con lo poco que resta de la confianza ciudadana.
Tantas leyes y reglamentos no han frenado las carretadas de dinero y dádivas diversas que “lubrican” las campañas electorales sin que exista ninguna rendición de cuentas, ese dinero compra conciencias, paga silencios, contratar granjas de bots que atacan adversarios y ensalzan a correligionarios. La fiscalía electoral, brilla por su ausencia elección tras elección.
Pero el objetivo que persigue López Obrador es otro. Si quisiera enderezar la ley que promovió y que ahora descalifica, podría promover una reforma y con los votos que ya tiene y unos pocos más la sacaría adelante. Pero no se trata de eso. Sabe que Salgado Macedonio no cumplió una regla esencial: reportar sus gastos de precampaña en tiempo y forma, tal como lo hicieron otros miles de candidatos de todos los partidos, incluyendo Morena. Eso no importa. El objetivo es amedrentar, humillar, amenazar al adversario desde el poder público.
Sus seguidores dirán con toda razón que eso mismo hicieron los gobernantes de pasadas administraciones, pero eso no es excusa para actuar de la misma forma, denotando revanchismo, rencor y deseo de venganza. Una venganza “sui generis”, que amedrenta, que no recurre a tribunales para enjuiciar a los verdaderamente responsables. Si se actuara con apego a derecho, se acabaría el drama, se correría el telón, terminaría el miedo que paraliza.
Así se constituye “la Presidencia bully”, el ejecutivo que azorrilla a sus adversarios, muchos conocen bien la cola que les pueden pisar, por eso agachan la cabeza, el empresariado se agacha, los gobernadores ceden a cambio de participaciones federales y los líderes de oposición no son capaces de convocar la atención más modesta.
Un señor de 87 años, otro de 80, uno más de 79 y un payaso irreverente parecen los únicos con autoridad moral para señalar fallos y excesos y para que ciertos sectores de la sociedad los medio escuchen. Pero Porfirio Muñoz Ledo, Diego Fernández de Cevallos, Roger Bartra y Brozo no podrán enderezar este barco, no pueden, no es su función y no es su tiempo. Pero debemos estar agradecidos por el servicio que prestan a la Patria, constituyen el último eslabón visible de cierta dignidad democrática frente a lo que parece la evidente tentación autoritaria de López. No termina de materializarse, pero parece que hacia allá se encamina.
REGRESANDO A LAS FUENTES
Jesús Ramírez Rangel