Don Víctor Mohamar Abugaber: El hombre que convirtió Saltillo en una gran metrópoli
El talento de hacer realidad lo que imagina impactó positivamente en la modernización de Saltillo. Hoy, a punto de cumplir 80 años, sigue imparable, trazando futuros y dejando un legado magistral para su familia y comunidad.
-Bertolt Brecht
Terminando su boda, Vero, la hija menor de los Mohamar Servín, había decidido pasar el resto de la noche en la casa familiar.
Amaneciendo hizo sus maletas y antes de salir rumbo a su luna de miel se detuvo en la puerta de la calle para despedirse de don Víctor Mohamar Abugaber, su padre y fundador del consorcio Grupo Davisa.
Que ya se iba, le anunció, y cuando miró que unas lágrimas gruesas rodaban por el rostro de su papá, Vero se abrazó a él en un abrazo largo y cálido.
Era una de las pocas, contadas ocasiones, que Vero, 44 años, de cabello cobrizo y piel clara, había visto llorar a don Víctor, aquel hombre de gesto severo y rostro duro como el concreto de las tantas y tantas casas, edificios y parques industriales que en 50 años de trabajo había conseguido levantar por todo Saltillo y que andando tiempo le dieron el realce de una gran metrópoli.
Ese día Vero, como la llaman en la familia, no lloró, es más, estaba contenta por aquel viaje de novios.
“No, no lloré, yo estaba feliz, ya me iba. Sentí feíto, pero ya le di un abrazo y me fui, Traía toda la ilusión de irme, pero sí, a él le cuesta llorar”, cuenta una tarde templada y gris en una casa de té situada al norte de la ciudad.
Y Vero ha venido acá para pintar a su padre de cuerpo entero con el pincel inacabable de sus recuerdos.
“Es una persona fuerte, muy dedicada, visionaria, fuera de lo normal, porque ha logrado muchas cosas. Lo que se propone lo logra, aunque esté muy difícil llegar a sus objetivos, vence todos los obstáculos. La gente piensa que es una persona fría, pero en la casa es muy cariñoso”, lo pinta.
De pronto a Vero le viene la imagen de la niña acompañando a su padre a la oficina, jugando a firmar cheques en una chequera vencida de la oficina.
“Una de sus secretarias me preguntó, ‘¿apoco tu papá te abraza?’, y yo, ‘¿por qué?’, ‘¿apoco te hace cariños y te abraza?’. Ella estaba como muy impactada, no lo creía, se me hizo rara la pregunta porque para mí era normal que mi papá llegara y me abrazara o que yo me sentara en sus piernas... Ella no se imaginaba a mi papá haciendo eso y yo ‘sí, ¿por qué me lo preguntas?, dice ‘no, por nada’”.
Menos la secretaria aquella se hubiera imaginado a don Víctor una mañana de domingo, cortando el tomate en cuadritos para el desayuno: machaca con huevo, el platillo favorito de los niños. Vero trepada en una escalera, haciendo jugo de zanahoria con un extractor.
“Era muy común que los domingos desayunáramos juntos, ese era como que el momento de estar todos” dice.
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Tiempo atrás, Víctor, el mayor de los Mohamar, y Alberto, el segundo de los hijos, habían visto llorar amargamente a su padre.
Sucedió durante el funeral del abuelo Emilio. Víctor, se había acercado a sus dos hijos varones, que entonces eran adolescentes, y echándose en los hombros de ambos los abrazó llorando.
Era una de las pocas, contadas ocasiones que, Víctor, hijo y su hermano, vieron llorar a su padre.
“Es una gente con una fachada muy dura, pero por dentro es todo lo contrario: una persona que una vez que ya entras a platicar con él y rompes esa fachada estricta, es muy tierno”, dice Víctor, 50 años, alto, delgado, serio semblante, la calca de su padre.
Hace un ocaso lluvioso de lunes en la sala de juntas con paredes impolutas, pantalla gigante y sofás voluptuosos, las oficinas del Grupo Davisa, el corazón del consorcio que a base de hacerse el duro consiguió fundar don Víctor.
Sentado frente a una mesa de centro acristalada y limpia, Víctor se está imaginando a su padre a los 12 años, cargando abultadas cajas de tela en la fábrica de camisas San Luis Rey, que con la misma dureza y empeño habían logrado fundar los padres de su padre, Magdalena y Emilio, una pareja de migrantes palestinos, los abuelos de Víctor.
“Lo ponían a jalar, ahí sí, de a de veras, cargando cajas de telas, o no sé, cargaba cajas de algo. Era la metodología que tenían los abuelos. Probablemente mi papá tendría unos 12 ó 13 años y ya lo ponían a chambear, pero estudió en el Tec de Monterrey, se graduó como contador público”, cuenta.
Comenzaba a forjarse el carácter duro del duro hombre de negocios que logró cambiar el concepto de una ciudad de provincia, de un pueblo, por el de un Saltillo moderno, de avanzada.
Don Víctor era el descendiente de una familia de migrantes árabes, originarios de Belén, que habían llegado a bordo de un barco a México, por Veracruz, en los albores del siglo XX, y establecido en Saltillo, no sin esfuerzo, una fábrica de camisas en la esquina de las calles Venustiano Carranza, hoy Pérez Treviño, y Miguel Hidalgo, por el centro.
“Desde chiquito empezó a luchar, él no trae herencia, nunca ha trabajado en el sector público. Lo que él ha hecho en su vida lo ha hecho por él mismo”, platica María Teresa Servín de Mohamar, la mujer con quien don Víctor ha pasado 53 años de intensa vida matrimonial.
Otra tarde bochornosa en el restaurante del Hotel Quinta Real, una más de las marcas que don Víctor consiguió importar a la ciudad, María Teresa, espigada, cabello dorado y cortito, finas facciones, la esposa de don Víctor, retrata a su marido al filo de la noche, trazando los diseños de las camisas que al día siguiente llegaría a montar en las mesas enormes de la fábrica.
Casi no dormía. “Toda la noche dibujaba, se bañaba y se iba. Trabajó mucho en la fábrica. Era su día a día”, dice doña Tere a la mesa donde todos los jueves acostumbra a merendar con sus amigas, camareros de negro impecable, yendo y viniendo charolas al viento.
Una tarde de confianza en la sala de juntas de Parque Centro, el complejo de edificios verticales de cemento y cristal, otro de los sueños conquistados por don Víctor, Alberto, su segundo hijo, 48 años, cabello lacio, sonrisa fácil, se transporta como en un flash back a los domingos familiares en casa de los abuelos paternos con olor a telas y comida árabe.
“Las reuniones familiares eran muy abundantes en comida. N’ombre mi abuelita se aventaba unos banquetononones...”.
Terminado el convite, los adultos mandaban a los chicos a jugar al jardín y se enclaustraban horas y horas en un cuarto hablando de negocios.
“Decían ‘niños, órale, vámonos, ¿ya comieron?, al jardín, y se metían sesiones completas hablando de negocios, que las camisas, que la tela y que no sé qué, que surtió y que el embarque y que la moda, el catálogo, que las tendencias. Siempre estábamos escuchando de negocios. Esa fue mi educación auditiva”.
De nuevo en las oficinas de Grupo Davisa, Víctor hijo se está acordando de cuando su padre lo llevaba a la fábrica de camisas. Esa bodega inmensa abarrotada de máquinas de coser y muchas telas.
“Yo iba muy seguido y veía el proceso de corte, la costura, el producto terminado. Estaba padre, muy interesante. Un proceso bastante organizado. Me acuerdo muy bien de eso, las costureras todas ordenadas, las mesas de corte, luego la parte administrativa que eran como pasillos, yo de chiquito los veía como laberintos y ahí jugaba con los primos”.
Las vacaciones de Víctor eran trabajar en la fábrica de los abuelos, contando botones.
“Mi padre tampoco nos forzó a que lo estuviéramos acompañando, explorando nuevas oportunidades de negocio... Cuando concluí mis estudios profesionales me puso las cartas sobre la mesa y decido participar con él en los negocios, me aceptó, me confió y...”.
Usted es el que más se parece a su padre, ¿no?
Yo soy casi igual a mi papá, un carácter muy parecido, él es muy bueno para los negocios y yo lo admiro mucho en ese sentido, creo tener suerte de haber heredado su carácter...
¿Cómo lo ve a sus 80?
De más de lúcido, siento que ya debería de bajarle a las revoluciones, que ya debería descansar más, desde hace 10 años.
Tere, la esposa de don Víctor, se había dedicado a atender a sus hijos que a la sazón estaban en edad de asistir a la primaria y al jardín de infancia.
En aquel tiempo la familia vivía en una privada en el bulevar Venustiano Carranza. Y cada vez que los chicos oían el chirrido metálico de las llaves entrando por la cerradura de la puerta, se abalanzaban para ir a recibir a su padre y abrazarlo.
Don Víctor se dejaba querer. Otra vez en Parque Centro, Alberto hace remembranza de los días en que su padre llegaba a casa “muerto” de cansancio después de una jornada difícil.
“Mira, te juro que nunca nos gritó, a pesar de que se lo estaba llevando el carajo nunca nos gritó. Siempre nos daba una sonrisa, sonrisa seria, pero no tengo un recuerdo de mi papá llegando a casa malhumorado, pero sí, se veía tenso”.
Los fines de semana sus amigos lo habían visto descargando los kilos de estrés en el campo de golf o sudando una partida de dominó en una mesa del Club Campestre.
“Tenía sus momentos de distracción. Entre tanto trabajo, yo creo que sus hobbies le sirvieron mucho para el desestrés”, dice Verónica Mohamar.
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Don Víctor, sin ayuda de notario, había heredado en vida a sus tres hijos invaluables lecciones de vida.
En la infancia de Víctor, de Alberto y Vero, no hay historias de cinturonazos. “Sí me regañaba, pero me hacía entender y mi jefe cuando te regañaba te impactaba porque tiene una voz muy ronca, impone, impone, impone. Ahorita me sigue imponiendo, pero imagínatelo a los 55 años...”, relata Alberto.
Fuiste bueno pa la escuela, ¿sí?
“No, yo no fui bueno en la escuela, la neta, no, no fui. No me motivaba, era cumplir el título y mi jefe sabía, pero siempre era un regaño de “¡ojo!”. No me pedía dieces decía, ‘no me saques dieces, nada más ochos, pero no me traigas cuatros, ni treces. Ni que fuera handicap de golf. Yo fui muy malo en la escuela y mi jefe tampoco era de dieces...”. Suelta Alberto y se ríe con una risa delatora.
Lo supo el día que, curioseando en un cajón repleto de recuerdos familiares que su madre atesoraba, pilló unas boletas de calificación de su padre con el logo del Colegio Zaragoza, el alma mater de don Víctor.
“Estaban en un cajón con fotografías y cosas de cuando mi papá estudiaba en el Zaragoza. Incluso había fotos de don Armando Castilla y de mi papá jugando basquetbol y ahí, para fortuna mía, unas notas, unos seises y unos ochitos, mi mamá me dijo ‘hijo, esconde eso...’, le dije ‘no,vamos a negociar...’”.
Alberto ni se imaginaba que años después estaría negociando, pero con los dueños de Liverpool, la entrada de la marca a Saltillo. Una tarea en la que Alberto sacaría la mejor nota.
Las debacles económicas suscitadas en el país durante los sexenios de los ex presidentes Luis Echeverría (1970–1976) y José López Portillo (1976–1982), habían demolido uno de los sueños más grandes de don Víctor:
Construir un fraccionamiento con un gran campo de golf para el mercado regiomontano sobre unos terrenos de su propiedad en los que hoy se erige el Parque Industrial Santa María, en Ramos Arizpe.
“Y qué bueno que no lo hizo porque no habría parque industrial”, celebra Víctor, su hijo, quien hizo de los terrenos una zona fértil para el desarrollo de la industria en la Región Sureste.
Pasadas las tormentas, en 1998 comenzarían a establecerse en el parque industrial toda clase de empresas satélites de la industria automotriz y de otros giros.
Se dobla don Víctor, ¿no?
Sí, se ha doblado, cómo no...
¿Cuándo?
Cuando se acumulan muchas complicaciones en el trabajo, se siente saturado, cuenta doña Tere, la eterna esposa, consuelo de don Víctor.
Atardeciendo en el salón de sesiones de su fábrica Plásticos e Inyectores de Saltillo, (Piessa), el empresario Héctor Horacio Dávila Rodríguez, dirá de don Víctor que es un hombre “adversidad”. “Es de las personas que dicen ‘yo tengo el no ganado, ahora vamos por el sí, cómo le hacemos para que sucedan las cosas’”.
Héctor Horacio había visto de lejos a aquel serio señor vecino suyo al que apenas saludaba y con el que años después pasaría horas y horas escuchando sus charlas, verdaderas cátedras, sobre negocios y crisis económicas.
“Las crisis te hacen reforzarte en tu espíritu y en tu ego de decir ‘vamos pa arriba’, pero hay unos que cuando les pegan se van pa abajo y ya no se levantan y éste no, a éste le pegas y se levanta el doble”.
H. H., como es conocido en el ambiente empresarial, el también hotelero y amante de los autos clásicos, se sorprendió de la gran visión de futuro que poseía don Víctor, un creador de ideas que sin duda se había adelantado a su tiempo.
“Me acuerdo mucho que en un evento realizado en 2004, él nos hace una presentación de todo lo que se venía con el Parque Santa María y la gente lo juzgaba: no podía ser posible, no iba a venir la industria para Saltillo, qué atractivos tenía Saltillo. Y esa era la cuestión, ¿qué necesitaba Saltillo para que pudieran aterrizar las grandes empresas?
“Él sacó la primera propuesta del tren suburbano para conectar Saltillo y Monterrey y se preguntaba, ¿cómo era posible que siendo Saltillo la capital no tuviera un aeropuerto donde pudiera bajar un avión?”.
Alberto era un crío cuando empezó a desentrañar el misterio del duro rostro de su padre y de su carácter fuerte, que se iban fraguando a fuerza de ir a contramarea por la vida.
Don Víctor había sido siempre un soñador que soñaba despierto conquistar el mundo de las computadoras, los transportes, la minería, la inmobiliaria y los supermercados... unas veces con éxito, otras veces no, pero jamás se rindió al fracaso.
“Siempre ha sido soñador, pero lo que sueña no solamente queda en un sueño, lo aterriza y lo ejecuta. No ha habido un sueño que mi papá haya tenido y que no haya ejecutado. Yo en mi niñez entendía que mi jefe se metía en proyectos grandototes, que se ponía retos muy complicados, nada fáciles.
“Creo que una de las cosas que hubiera querido hacer mi padre es haber dedicado más tiempo a la familia y menos a los negocios, y diría ‘cambiaría muchas cosas, pero a lo mejor no hubiera logrado la plataforma que hoy ustedes están disfrutando’. Nosotros somos por él” cuenta Alberto.
De nuevo otra crisis había demolido el sueño de don Víctor por triunfar en el ramo de los supermercados. Pero al tropiezo siguió su ascenso victorioso en el rubro de la construcción.
“Gracias a una persona que lo ayudó y quiero que lo nombres, el señor Homero Berlanga de la Peña, que en paz descanse, confió en él ciegamente, a pesar del fracaso que había tenido con los supermercados.
“Para él fue como un hermano. Lo ayudó, confió en él, deja tú que haya confiado en él, le confió su patrimonio y de ahí Víctor empezó con los fraccionamientos”.
Si la historia de su padre hubiera sido otra, piensa Alberto, seguramente que él no estaría ahora acá, en la sala de reuniones de Parque Centro, dando la entrevista para esta edición.
Acá no es hoy lo que era hace más de 30 años:
Un yermo y sobre el yermo un caserón de ladrillo con jardín periférico, muchas habitaciones, hortalizas y una pila estilo rancho, con agua para regar las hortalizas. La casa que don Víctor Mohamar había comprado para su esposa María Teresa y sus tres hijos.
De vuelta al restaurante del Hotel Quinta Real, Tere está platicando de la tarde en que don Víctor y ella salieron a pasear por el bulevar Carranza, hasta lo que antes eran las afueras de la ciudad y descubrieron aquella casa y en la casa a una señora en una mecedora, meciéndose.
Era doña Herlinda del Bosque, la otrora dueña de la famosa Panadería La Reina.
“Me dice Víctor ‘mira la casa y ahí está una señora. Acompáñame, vamos a ver quién es’, le dije, ‘ay no, ve tú’. Yo soy muy penosa...”.
Al cabo de un rato don Víctor regresó con la noticia de que ya eran dueños de aquel caserón.
18 años de recuerdos después la derribaron y los recuerdos de 18 años quedaron sepultados bajo el asfalto del acceso a Parque Centro.
Nadie que transite por el bulevar Galerías pensaría que va transitando por encima de lo que en un pasado no muy lejano fuera la antigua casona de los Mohamar Servín.
Ni hablar, era el genio travieso y visionario de don Víctor.
“Ya desde entonces empezó a visualizar que algo quería ahí, dijo, ‘aquí voy a hacer algo’ y ‘aquí voy a hacer algo’. A veces estoy sentada en las pizzas o en el Tapanco y digo ‘como que aquí era mi recámara’”, dice doña Tere y se ríe con una risa que suena como nostalgia.
¿La mima don Víctor?
Uy que no quiere Teresita que no me dé... Que no quiera yo que así me resuelva...
Responde doña Teresa chasqueando los dedos.
Un mediodía al otro lado del teléfono la voz de don Aldegundo Garza fluye en un hilo de nostalgia para evocar los días que junto con don Víctor, y otros amigos de andanzas, solía venir de excursión a los terrenos de lo que hoy es Parque Centro para cazar liebres y codornices.
Entonces era el yermo, sin casona de los Mohamar, ni Parque Centro ni nada, la nada.
Tiempo después las jóvenes vidas de Víctor y de Aldegundo coincidirían en las mesas del extinto Café Guacamaya, que despachaba en las calles Purcell y Victoria, en el centro; más tiempo después en los negocios de ropa y más tiempo después en los de bienes raíces.
“Empresarios como él le han hecho un gran bien a Saltillo porque una de sus grandes cualidades es haber desatorado muchos terrenos importantes que no se desarrollaban, precisamente, porque sus propietarios no se atrevían ni a fraccionar ni a urbanizar ni a invertir, simplemente estaban esperando a que subieran de valor por el trabajo, por el esfuerzo que realizaban las gentes que estaban alrededor de sus propiedades o por las obras que realizaban los gobiernos distintos.
“Eso es algo con lo que Víctor nunca estuvo de acuerdo. Él veía un terreno que tenía un potencial de desarrollo, hablaba, negociaba con los propietarios, lo desarrollaba y eso hacía que Saltillo creciera, que no estuviera ahorcado con terrenos baldíos”, dice don Aldegundo.
En una casa de té, Verónica, la hija menor de los Mohamar, baraja unas fotografías en las que reconoce a aquel hombre esbelto, cabello ondulado, rígido rostro y mirada viva, que es don Víctor, su padre.
Tú eres la consentida, ¿no?
Sí, claro... Lo digo de broma, pero pues tengo que...
Responde Vero y se carcajea con una carcajada pegadiza.
De su infancia con don Víctor recuerda poco, pero es bastante: Verónica sentada en las piernas de su papá, él cobijándola entre sus brazos vigorosos, haciéndole mimos.
“No estaba mucho porque se la pasaba trabajando, pero lo que estaba me acuerdo que era bonito. Nos hacía reír, jugaba con nosotros. Tenía sus momentos consentidores, pero mucho trabajo y estaba muy abocado al trabajo”.
De aquella época hay una instantánea que no aparece entre las fotos de Verónica, pero sí en su memoria y es la de su padre sentado con ella en un sillón de la sala, viendo televisión con “Chispita”, una french poodle café.
“Me acuerdo mucho de estar viendo la tele y la perrita acostada al lado de mi papá. A esa perrita la quiso mucho porque lo buscaba mucho, llegaba y se sentaba con él”.
A la hora de la comida en la terraza del restaurante Pour La France!, el arquitecto, director de Catastro del Estado, Sergio Mier Campos, trae a su mente la figura del hombre que, asegura, cambió el concepto de la vivienda en Saltillo:
Don Víctor recorriendo a pie los terrenos de lo que hoy son las colonias Morelos, Vicente Guerrero y Miguel Hidalgo, en el oriente de la ciudad.
Era el comienzo de los ochentas e hizo la lotificación de los predios de un proyecto de dotación de vivienda popular denominado “Tierra y Esperanza”.
“Él tenía una visión que aportó ideas muy buenas, tenía ya experiencia de cómo lotificar y cómo construir, no parques industriales, más bien fraccionamientos”, dice el arquitecto Mier Campos mientras adereza la conversación con un caldo de pollo acompañado de arroz y espinacas.
La primera vez que Sergio vio a don Víctor andando entre la polvareda se preguntó quién era aquel hombre adusto vestido a la línea que llegaba a trabajar antes que todos.
En otra sala de juntas, la de la empresa de Transporte Dasa con profusión de fotografías de tráileres, los hermanos Leonardo y Gustavo Dávila Salinas, evocan las tardes y tardes de charla en la oficina de don Víctor.
Don Víctor impartiéndoles cátedra sobre negocios.
Al fondo el escritorio atiborrado de proyectos y más proyectos.
“Tiene muchos proyectos y a cada uno le va dando su tiempo”, dice Gustavo.
Don Víctor y Dávila Salinas, originarios de Arteaga, se habían conocido de oídas por los padres de ambas familias.
Andando los días el señor Mohamar los buscó para negociar sobre un terreno propiedad de los hermanos y donde él se había forjado el sueño de levantar un fraccionamiento. Un sueño que hoy se llama Rincón de Alcántara.
Ya luego don Víctor, que tiene un gusto especial por las manzanas de Arteaga, marcaba de vez en cuando a los Dávila para que le apartaran una caja.
Gustavo completa la anécdota: “Yo le decía ‘le cambiamos las manzanas por unas de las de usted, pero de las de sus fraccionamientos’”.
Y don Víctor se rió con una risa jocosa...
SIN LÍMITE
A sus 80 años, que celebra precisamente el 30 de mayo, don Víctor Mohamar Abugaber se mantiene al frente del grupo empresarial en plena expansión que sigue apostando fuerte por el impulso de más fraccionamientos, parques industriales y desarrollos comerciales de gran calado, colocando a Saltillo como importante capital del mundo.
Va a su oficina para arreglar “broncas” cuatro días a la semana, antes iba seis; hace algunos meses que dejó el golf, pero amenaza retornar pronto con su aguerrida cuadrilla al campo de juego; y sigue practicando el dominó con sus amigos de siempre, dice que para ejercitar la mente.
“Ahorita todavía digo, qué bárbaro, cómo es posible, va a cumplir 80 años, le pido por favor que se quede más en casa, no, él está con su mente, así mira, a ver qué hace, a ver qué no hace y apoyando a su familia”, cierra doña Tere, su compañera de vida.
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