Quisiera haberlo vivido. Las calles de Saltillo tomadas por estudiantes sesenteros de mata larga y aspiraciones hippies dispuestos a una de las rebeldías más grandes de la vida: reirse un rato.
Me lo contó papá hace tiempo, que cada 22 y 23 de mayo entre 1960 y 1980, la raza de la Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro, el Instituto Tecnológico de Saltillo y el Ateneo Fuente “actuaban” el entierro del mal humor y los desfiles chuscos. Visitas a hemerotecas, las viejas páginas del Sol del Norte, el archivo de Vanguardia y hurgar por internet me lo dejó en claro.
Al caer la noche del 22 de mayo, jóvenes, varones todos, se vestían con ropas negras de mujer y avanzaban en procesión con un féretro al frente. Ellos/ellas eran viudas. Y muerto, el recién fallecido, el quizá asesinado, era el mal humor que yacía inerte en un ataúd hecho de cartón o de madera adornado con una cruz blanca.
¿Que a dónde iban? A la Alameda. Subían Constitución (hoy Venustiano Carranza). Seguían Allende, doblaban en Victoria y cuando alcanzaban la plazuela, más como un aquelarre que como otra cosa (maravilloso para una ciudad aparentemente conservadora), el cajón mortuorio era incendiado.
Pero este era un prólogo nada más. Al día siguiente, los miembros varones de las mencionadas instituciones educativas, nuevamente se travestían orgullosas, encantadoras y supuestamente demacradas.
Mamá me explica que el maquillaje que usaban estaba mal a propósito: pelucas desalineadas. No se delineaban los labios con cuidado, sino que el labial les ocupaba gran parte de la cara. Las sombras de los ojos no eran ni sutiles y delicadas sino ojos de panda. Y el polvo, cualquier base que se aplicaran en la cara, eran toscas capaz blancas. Como pechos, inflaban globos que se ponían bajo la ropa. Y yo, un hijo de cultura pop contemporánea, me imagino al Joker de Heath Ledger con su traje de enfermera.
Bueno, más o menos, porque los atuendos en muchos casos eran uniformes de las escuelas femeniles de aquellos años: la blusa blanca con falda de cuadros rojinegros del Roberts; el jumper café de la Academia Coahuila; o los atuendos de la Secundaria Federal 1: rosa las de primer año, azul las de segundo, y guinda las de tercero.
El desfile, igual que la procesión estilo viacrucis, salía de V. Carranza, subía por el centro histórico y en Victoria se volvía una locura. Las vestidas correteaban parejas y hombres solos para darles abrazos, arrumacos y besos. Les coqueteaban, a veces, desde carros alegóricos mientras interpretaban escenas de parodia y burla hacia políticos, empresarios y cualquier persona popular de entonces que, según ellas, se mereciera un poco de sátira: alcaldes, regidores, gobernadores, sacerdotes, rectores de universidades.
También usaban pancartas con mensajes que hoy podrían causar repeluz. “¿Quién es el padre que se antoja? Pedro Pantoja”, me cuenta Jesús Vázquez. “Es que estaba muy guapo y todas moríamos por él”, confirma María Martínez quien en 1972 entró al colegio María Jesús Cabello, donde las monjas, con estricto dogma, prohibía a las señoritas atestiguar aquel evento que calificaban cuando menos de indigno.
Perdón a todas las religiosas, que al leer mi desenfado me mandarán padres nuestros y aves marías por montones, sino es que me condenan al fuego eterno de la doble moral, pero de verdad sostengo lo del principio: me gustaría haberlo vivido.
Cuentan que las primeras ediciones eran todo risas, buena onda, y algo de crítica social. Pero con los años, pasados los setenta y tantos, era más la cerveza, era más el acoso, eran más las peleas e incluso robos a negocios, por lo que esta tradición fue desarticulada.
Algunos testimonios dicen que fue porque el humor se transformó en humillación y denigre para la mujer, y es que los tiempos estaban cambiando. En el centro se rumora que los comerciantes se hartaron del hurto de licor, comida y otros objetos. Otras versiones apuntan que no era permisible tanta violencia, porque las peleas entre escuelas escalaron al punto de tener accidentados, detenidos por la policía y borrachos riñendo en el agua del lago.
Pero yo no estoy aquí para juzgar ni lamentar. Estoy aquí para contar historias y perdón que insista, pero que interesante suena todo esto... quisiera haberlo vivido.