Los rostros de la inconformidad: una charla con el filósofo Ernesto Castro

Ernesto Castro es uno de los pensadores contemporáneos con mayor peso. Encontró en YouTube una plataforma para subvertir el rol de la academia y extender el conocimiento más allá de las aulas

23 noviembre 2024
Los rostros de la inconformidad: una charla con el filósofo Ernesto Castro

Fotografía de Javier Arias / tomada del sitio oficial del autor

Inconforme, visceral y con un gran sentido del humor, Ernesto Castro se ha convertido en una de las voces actuales más potentes de la filosofía en español.

Nacido en Madrid, España, en 1990, tiene ya una decena de libros en donde explora el pensamiento contemporáneo. Además desarrolló el naturalismo genérico, su propio sistema filosófico. Navega entre el ensayo, la novela y la poesía con audacia, seriedad y cierto desenfado.

Su canal de YouTube, que se ha convertido en una de las plataformas académicas y de difusión más importantes de filosofía y pensamiento crítico en habla hispana. Con 590 videos, no es común que un perfil como el suyo reúna hasta noviembre de 2024 más de 160 mil suscriptores y millones de visualizaciones. Ahí sube clases, charlas, conversatorios, catedras.

El segundo motivo es su personalidad. Es un ser performático, inquieto, de algún modo insatisfecho. Lo mismo lo ves rodeado de sus biblioteca desmenuzando la historia de la filosofía, hablando de hermenéutica, examinando la obra de James Joyce, exponiendo sobre astrología milenial “con perspectiva de género y degeneración” o conversar sobre literatura y videojuegos.

¿Qué más se puede decir sobre Ernesto? Que uno de sus héroes filosóficos es Gustavo Bueno, que ha pisado México en varias oportunidades, que se declara “sonámbulo milenial” (hablaremos de eso al final de la entrevista), que doctor en estética por la Universidad Complutense de Madrid, profesor de dicho rubro en la Universidad Autónoma de Madrid, que suele meterse en controversias.

Esta charla, si bien se publica en 2024, en la sección A La Vanguardia, ocurrió en 2022, pero no había podido ver la luz.

Ya has pasado por la escritura académica, ensayos, ahora estás con las novelas en tu trilogía platónica y exploras la poesía en un nuevo proyecto. ¿Cómo encuentras esa versatilidad?
La mayor parte de mis libros caen en un lugar indeterminado entre el ensayismo tradicional y la narrativa tradicional, sin ser ninguna de las dos cosas. Digamos que, en términos de recepción ortodoxa o periodística, apenas salen reseñas. Ninguno de mis libros ha tenido muchas. Ni siquiera el libro con mayor nivel de ventas y recepción, que fue “El Trap”, tuvo muchas que entrevistas.
Creo que hay una sensación de decadencia del periodismo cultural, donde el formato clásico de la reseña, en el que alguien espontáneamente lee un libro y emite su juicio, ha desaparecido. Ahora está democratizado al punto de que los únicos que hacen reseñas son los propios lectores en plataformas.
Yo sigo un poco la perspectiva de que cada libro tenga una autonomía y que la forma se ajuste al contenido. Habrá una serie de estilemas o rasgos estilísticos comunes a todos mis libros, pero tampoco me interesa mucho conocerlos. Será, en todo caso, trabajo de los especialistas, si es que los hay en algún momento, analizarlos.
A pesar de esto, ¿no dejarás de publicar o sí?
Nunca busqué el éxito comercial. Entonces, me da un poco igual. Si mis libros han tenido éxito, ha sido por un malentendido, como todo éxito. Recuerdo que Borges decía que todo éxito es un malentendido porque los lectores ven en la obra algo que para ti no tiene ningún valor. Cuando coinciden con aquello que tú consideras valioso, entonces ya estás pensando en lo siguiente.
En el fondo, todo autor es siempre un autor de una única obra, que es la que está escribiendo. El resto está muerto. No existe para él.
De pronto vemos un raro boom contenido filosófico, sobre todo audiovisual. ¿Cómo ves este contraste entre la publicación de libros sobre filosofía y el impacto de tu canal de YouTube?
Es la gente la que se ha ido acercando. En el fondo, yo llevo haciendo lo mismo desde 2015. Mi formato no ha cambiado, porque básicamente consiste en grabarme dando mis cátedras, mis clases. El objetivo nunca fue llegar a más gente.
De hecho, he procurado ir contraintuitivamente hacia lo antipopular, como cerrar los comentarios. Lo curioso de mi canal de YouTube es que la mayor expansión de público se dio después de cerrar los comentarios. Cuando los cerré en 2020, tenía, creo recordar, 30 mil suscriptores o algo así. Lo sé porque en las solapas de mis libros siempre aparece algo como: “Tiene un canal de YouTube con tantos suscriptores”. Un año después, tenía 100 mil.
La multiplicación se produjo, en parte, por el COVID y, en parte, por el cierre de los comentarios. Ahora, tampoco voy buscando eso. En mi caso, simplemente es una forma de documentar lo que hago.
Hay ciertas conferencias, reflexiones e ideas que uno tiene elaboradas al nivel suficiente como para exponerlas oralmente, pero no al nivel de publicar un texto. En este formato oral, tengo bastantes horas grabadas de cosas que me gusta investigar, estudiar, y sobre las que no querría escribir un libro.
Tampoco soy muy fan del típico ensayo académico ni del mal uso de este. Entonces, que estén ahí como clases o conferencias que, de todas formas me invitan a dar y que tengo que dar por razones profesionales, me parece bien.
En el fondo, todo autor es siempre un autor de una única obra, que es la que está escribiendo. El resto está muerto. No existe para él.
Tanto en tu obra como en algunos videos has hecho críticas a los contextos universitarios y académicos. Las instituciones voltean a ver el contenido digital y se alarman.
He sido muy crítico con la universidad y cada vez me preguntan más sobre ello. Me siento tentado a ir en contra de mi actitud contraria y decir que, en el fondo, la universidad es el mejor lugar del mundo.
En ninguna otra institución podría estar trabajando y hablando públicamente mal de ella ante más de 100 mil personas, sin que me hubieran despedido automáticamente. Dentro de lo que cabe, siempre con matices, la universidad es el mejor espacio para la libertad de pensamiento y reflexión. Lo cual, por supuesto, habla muy mal de todo el resto de los espacios. No es tanto una crítica a la universidad como a todo lo demás.
Justo esta semana (abril de 2022) estoy leyendo a Nicanor Parra, el poeta chileno, y me enteré de una historia. Resulta que ganó un premio y fue invitado a leer sus poemas en la Biblioteca del Congreso de Washington por los autores de la generación beat.
En esa ocasión, la esposa de Nixon, en los años 70, ya con el golpe de Estado en Chile reciente, le concedió un premio por la traducción de sus poemas al inglés. Al sacar una foto, esta se publicó en la prensa chilena, y automáticamente fue cancelado. Los estudiantes empezaron a boicotear sus clases, solamente por la foto.
Se cancelaron algunos editores, dejaron de publicarle, en fin.
Lo cual demuestra que todo este fenómeno de la cancelación y lo políticamente correcto no es algo de ayer ni de hoy, sino que lleva tiempo.
No es de siempre, pero dentro de los matices, yo diría que la universidad es el lugar que más tolera autocríticas porque, en el fondo, le da igual. No vive de eso, no vive de lo que piensen los profesores.
Mientras un profesor siga yendo a clase y firmando las actas de las notas, el trabajo está hecho. Todo lo que piense, diga o haga el profesor, siempre y cuando no entre en conflicto con una serie de códigos deontológicos más o menos mínimos y no moleste a los alumnos, no importa.
He procurado ir contraintuitivamente hacia lo antipopular.
¿Te ha pasado algo parecido con los alumnos?
Afortunadamente, los alumnos son totalmente indiferentes. No saben quién eres, y mejor que no lo sepan, porque si no, empiezan a entrar en una relación muy tóxica de fandom. Recuerdo que en la Universidad Complutense había algún alumno matriculado por mi culpa, que se acercaba para intentar, bueno, como bajarte de la peana.
Después de una clase de dos horas que yo había dado sobre Jacques Derrida, se me acercó y me mostró un dibujo que había hecho de mi cara. Dije: “¡Qué bien!”. Y entonces me dijo: “Bueno, he visto que la clase trata sobre Jacques... ¿Quién es este?”. Llevaba dos horas hablando de él. En vez de haber dibujado mi cara, hubiera escuchado lo que estaba diciendo.
Hay mucha gente que cree que mi trabajo es ser famoso. Es curioso. Piensan que mi trabajo consiste en atenderles a ellos, en simplemente aparecer, manifestarme y estar junto a otra gente famosa.
Ven la fama como una especie de virus de contagio, como el COVID o el SIDA, y creen que el objetivo último de la vida es ser famoso o rico, que es una forma de fama por otros medios. Lo que no entienden es que la fama, en todo caso, será una consecuencia lateral, imprevista y un malentendido de que estés haciendo bien o mal tu trabajo.
Mi trabajo es estar leyendo en casa.
Hay gente que romantiza el ser profesor porque no sabe lo que implica. Tampoco saben lo que significa escribir, que consiste en estar todo el tiempo solo, a solas contigo mismo, afortunadamente, escribiendo, peleándote con la lengua.
Pero no he tenido ese momento de fandom tonto.
Dentro de lo que cabe, siempre con matices, la universidad es el mejor espacio para la libertad de pensamiento y reflexión. Lo cual, por supuesto, habla muy mal de todo el resto de los espacios.
El filósofo del siglo XXI está obteniendo esta especie de mística de famoso, ¿crees eso?
Ya en la antigüedad, en el siglo II después de Cristo, cuando Diógenes Laercio escribe su “Historia de los filósofos”, los filósofos son conocidos como hombres estrafalarios, con frases famosas, en situaciones peliagudas, con muertes extravagantes y doctrinas chocantes.
Esa visión del filósofo famoso y provocador siempre ha estado ahí y siempre estará.
No creo que haya cambiado mucho en ese sentido. Siempre he pensado que la fama y la filosofía son incompatibles o complementarias. La fama consiste en que los demás te conozcan a ti, no tú a ellos. Mientras que la filosofía consiste en conocer al mundo, no en que el mundo necesariamente te conozca a ti.
El mejor filósofo, en principio, debería ser el desconocido. La primera característica de una obra maestra es pasar desapercibida.
Tus últimas dos novelas cuentan historias desde el punto de vista femenino. He leído tanto comentario positivos y negativos. ¿Cómo has visto la recepción de mujeres o grupos feministas?
Me ha ido bastante bien. Hay un Colegio Mayor Universitario, el Chaminade, donde he hablado casi de seguido durante cinco años. Es como mi residencia de estudiantes. Voy todos los años a hablar de diversos temas. En los últimos años, he hablado sobre todo de mis libros. Expuse allí el argumento y tuve una conversación con las estudiantes de la facultad sobre el tema cultural. Estoy encantado de que haya revisiones y críticas.
Luego, si hay hate, será en las redes sociales, donde no estoy. Afortunadamente, no me entero. Por lo que me ha llegado, claro, es una mitificación de la cultura de la cancelación. Te cancelan en su grupo de amigos, en su grupo de WhatsApp. Te cancela gente que tiene 300 seguidores, gente que nunca ha leído un libro ni lo va a leer.
¿Sabes qué pasa? Que ellos ya están cancelados para la historia de la literatura. No pasa nada porque los cancelados por la historia de la literatura te cancelen. Tú, tal vez, tampoco serás nada dentro de 100 años, pero no será por ellos, sino por otros mejores que tú. Cancelar no te hace mejor, ni a ellos ni a ti. El silencio es la mejor herramienta. En ese sentido, sí, hay una política más o menos implícita hacia mí de un silencio.
Casi uno prefiere que los adversarios respondan, a que haya un montón de presuntos amigos queriendo hacerte favores o invitándote a repetir una y otra vez lo mismo.
El mejor filósofo, en principio, debería ser el desconocido. La primera característica de una obra maestra es pasar desapercibida.
Hay un tema que vuelve cada cierto tiempo. Que los temas como la filosofía desaparezcan de los planes de estudio. ¿Qué opinas de eso?
En el fondo, ya en la antigüedad, la retórica y la filosofía fueron apropiadas por los sofistas. Hoy en día, quienes están más interesados en la retórica, la literatura y la filosofía son los economistas, los vendehumos y los jefes de marketing. Y está bien que sea así, es una tendencia histórica natural.
La filosofía no necesitó del apoyo del Estado para sobrevivir durante siglos. Más bien, estuvo incluso en contra y fuera del Estado durante mucho de esos siglos. Ninguno de los filósofos modernos fue profesor universitario: ni Descartes, ni Spinoza, ni Leibniz, ni Hume, que fue bibliotecario. Tampoco hay que preocuparse tanto.
En el fondo, toda la producción literaria o artística es clandestina. Que estés becado por un Estado, que haya premios, etc., no garantiza nada. Roberto Bolaño es el único escritor del que nos acordamos de Chile de su generación, y nunca recibió una beca ni una ayuda del Estado. Vivió en Blanes —un pequeño pueblo de Cataluña con menos de 10 mil habitantes— y trabajó de vigilante nocturno. Entonces, no pasa nada.
Lo que desaparecerá será el conocimiento popular o el gusto por este tipo de cosas. O, al contrario, a lo mejor se estimulará porque la gente no tiene que sufrirlo en la secundaria o la primaria y, entonces, desarrollan el gusto por lo prohibido, lo clandestino, lo alternativo.
A nadie le enseñan en ninguna asignatura a emborracharse o practicar sexo en los institutos, y sin embargo, la gente le tiene mucha afición a esos temas.
Lo mismo ocurre con la fotografía o el cine: no porque algo desaparezca del plan de enseñanza, significa que desaparecerá por completo. Desaparecerán, en todo caso, los mediocres que se dedican a la reproducción normalizada de esos contenidos. Y entre esos mediocres, de repente puede haber alguno que, por las tardes, se dedique a producir grandes obras filosóficas o literarias.
Igual que Antonio Machado, que daba clases de griego, pero luego escribía sus poemas, o Unamuno, que daba clases y escribía sus cuentos. Pero dar clase de griego no te convierte automáticamente en Machado o Unamuno.
Escribiste un libro sobre el trap. Sé que te gustan los videojuegos. La cultura pop está ahí. ¿Cómo crees que estas formas de entretenimiento nfluyen en la filosofía?
Mi perspectiva es que la música pop es simplemente la poesía popular del siglo XXI. Del mismo modo que elogiamos a muchos poetas de comienzos del siglo XX por haberse aproximado a la poesía popular —las canciones de campesinos—, hoy en día esas canciones de campesinos continúan hablando de lo mismo: los rituales de fertilidad, la procreación, el emparejamiento, la primavera. Solo que ahora tienen otros ritmos.
Pero es lo mismo: el amor, la muerte, el desamor. Es lo que trataban las canciones populares y es lo que trata ahora el reguetón o el trap.
Juzgar estas expresiones por criterios de complejidad estética sería equivocarse, porque precisamente su belleza está en su simplicidad, en su ingenuidad y, a veces, en su cacofonía.
Cualquiera que se quiera dedicar a la poesía en el siglo XXI debe tener un oído para estas cosas, o no, pero si quiere hacer una poesía popular que se eleve por encima de ciertas vulgaridades, tendrá que acudir a este tipo de hedonismo que se expresa en la música pop.
La filosofía no necesitó del apoyo del Estado para sobrevivir durante siglos. Más bien, estuvo incluso en contra y fuera del Estado durante mucho de esos siglos.
Y sobre tu nuevo poemario, “Peinar el viento” ¿qué tanto del poemario colinda con la música?
En realidad, es un poemario que terminé en 2010. Se llamaba Árbol de Navidad, pero cambió.
Fue en segundo de carrera cuando comencé a interesarme más por la filosofía, especialmente al leer a Kant, que tuvo una gran influencia en mí.
No está vinculado con la música directamente, es más bien una revisión métrica. Estoy estudiando mucha métrica griega, cómo funcionan el dáctilo, el espondeo, los yambos y los troqueos, para ver cómo escapar de la estructura del verso libre contemporáneo, que consiste básicamente en escribir silvas.
La silva es un tipo de metro clásico, una combinación de endecasílabos y, a veces, heptasílabos o eneasílabos. Es decir, versos impares sueltos, que parecen casi como prosa fileteada o cortada por la mitad.
Me parece que es un error por parte de muchos poetas contemporáneos entregarse a un verso libre, cuyo único rasgo poético es que, de repente, por azar, cae el acento en la sexta sílaba. Hay que buscar otros ritmos internos al propio lenguaje.
Lo más interesante sería volver a las raíces griegas, componer un poema a partir de pies y de golpes métricos, como el hexámetro o el pentámetro. Eso es lo que estoy explorando, además de recuperar la métrica tradicional, como el arte mayor de Juan de Mena o los experimentos de Rubén Darío con el hexámetro.
Tienes estudios en ética y estética. ¿Cómo ves el avance de la inteligencia artificial en correlación a estos?
Hay muchos artistas que han protestado por la violación de derechos de autor. En el fondo, estos algoritmos funcionan como cualquier artista: plagian porque roban, y todo plagio es una cita. Es algo que decía Eugenio d’Ors. Se basan en formatos previos para crear obras más o menos originales. La mayoría de estas obras resultan muy cutres y kitsch, pero eso no es culpa del algoritmo, sino de quienes lo usan.
Hace unos días, tenía que dar una charla en Huelva, en el sur de España, de donde es originario Juan Ramón Jiménez, uno de los poetas más importantes de España del siglo XX. La charla era sobre precariedad, un tema típico de conversación asociado a los millennials. Pensé que sería interesante romper el hielo con un poema de Juan Ramón Jiménez sin decir que era suyo, fingiendo que era un poema millennial. Así, mostraría cómo un escritor del siglo XIX también se preocupaba por la precariedad.
Pero no tenía tiempo de releer toda la obra de Juan Ramón Jiménez, así que decidí probar con una inteligencia artificial. Le pregunté si conocía algún poema suyo sobre la precariedad. Me mostró un poema que se había inventado, basándose en cómo imaginaba que escribía Juan Ramón Jiménez. Durante un tiempo tuve dudas, le pregunté si era realmente de él y la IA decía que sí, que se basaba en datos de Google para elaborar el poema. Insistía en que no lo había escrito Juan Ramón, sino que lo había generado ella misma, pero de forma ambigua y confusa.
Al final, no es más que una búsqueda de Google, una síntesis de lo que encuentra en la base de datos. Si la base de datos es correcta, los resultados serán decentes, pero si está corrupta, los resultados serán erróneos. Hay que tomar lo que dice una inteligencia artificial con la misma seriedad crítica con la que se lee un libro o cualquier fuente de información.
Me parece que un error de muchos poetas contemporáneos entregarse al verso libre, cuyo único rasgo poético es que, de repente, por azar, cae el acento en la sexta sílaba. Hay que buscar otros ritmos internos al propio lenguaje.
¿Qué opinas del impacto ético y de cómo estas herramientas están cambiando ciertos mecanismos tradicionales?
Hay mucha mistificación alrededor de las inteligencias artificiales. Los expertos en el tema dicen que estamos muy lejos de lograr una inteligencia artificial general. Lo que está quedando obsoleto son los viejos mecanismos de evaluación, como los trabajos escritos, que pierden prestigio frente a la facilidad de generación automatizada.
Esto nos lleva más cerca de una situación similar a la del siglo V antes de Cristo, donde la oralidad cobra una importancia crucial. La única forma de discernir entre un idiota y un sabio es escuchándolos hablar y evaluando cómo lo hacen.
Eso sí que no lo puedes plagiar: la capacidad de hablar por ti mismo. Así es como evalúo a mis alumnos desde hace muchos años.
Ellos tienen que escribir un texto y luego exponerlo. Si lo que exponen se aleja mucho de lo que han escrito, hay un problema. Pero si han plagiado el texto, se lo han aprendido de memoria y son capaces de recitarlo y fingir que improvisan, mejor para ellos.
Al final, todos los que somos profesores hemos hecho eso: leer a otros, ensayar, experimentar, aprender de memoria o por el uso y costumbre. Cuando nos preguntan por filosofía, tenemos 15 minutos, 20 o una hora para hablar, y podemos hacerlo.
No veo ningún problema. No creo que sea una situación apocalíptica ni utópica. Es otra piedra más en el desarrollo tecnológico humano, algo que ha dejado de ser inminente para convertirse en inmanente, algo permanente. Como los ascensores, el agua corriente o la electricidad. Y cuando deje de estar, lo echaremos de menos o, al contrario, diremos: “¡Qué bueno que nos hemos librado de aquello!”.
Dejando estos temas técnicos, se dice que tienes una actitud rebelde, un discurso antiestablishment. ¿Ernesto Castro siempre fue así, desde niño?
No lo sé. No sé muy bien a qué se refiere la gente cuando habla de rebeldía. De niño era bastante callado. Tardé en hablar; creo que hasta los cinco años no empecé a hacerlo. Fui el último de mi clase en aprender a leer. ¿Eso es rebeldía? Tal vez.
En alguna ocasión, estuve a punto de repetir algún curso en primaria o secundaria. Una vez me expulsaron del instituto por tres días por gamberradas, como romper cristales. Recuerdo que, al salir del colegio, arrancaba las insignias de los coches, como las de Mercedes o BMW, y las guardaba en una caja. Tenía una colección bastante grande.
¿De dónde venía ese comportamiento? ¿Solo te gustaba guardarlas?
Sí, usábamos unas tijeras y arrancábamos las marcas que nos gustaban. Era un vicio. Arrancaba insignias de todas las marcas, menos la del coche de mi madre, que era un Volkswagen.
Jugaba baloncesto, pero lo dejé. Nunca aprendí a tocar un instrumento. Recuerdo muchas tardes de mi infancia y adolescencia simplemente viendo televisión, Los Simpson, y luego más tarde cosas absurdas.
Mi infancia y adolescencia no fueron ni gloriosas ni penosas, simplemente una gran pérdida de tiempo. Estaba ahí, esperando algo, sin hacer demasiado. Nunca fui protagonista de nada, ni líder, ni trascendente. Totalmente prescindible, secundario.
Eso sí que no lo puedes plagiar: la capacidad de hablar por ti mismo.
¿Qué pasó con la caja de insignias?
Me castigaron y la tiraron a la basura. No podían devolverlas a sus dueños, claro. Creo que llegué a juntar unas 50 insignias, una caja grande. También tenía la manía de recoger cosas de la calle. Si veía un sofá o algo así, me lo llevaba a casa.
¿Qué es lo más extraño que recogiste?
El motor de una moto. Recuerdo que estaba muy reciente y fue lo más raro que llevé a casa. Además de eso, sofás, sillones, y cosas similares.
Durante tu infancia y adolescencia, mencionaste muchas experiencias relacionadas con el entorno y las dinámicas de tu barrio.
Sí, en mi barrio, durante los años 2000, hubo una gran presencia de inmigrantes, especialmente provenientes de Bolivia y Ecuador. En esa época, los medios de comunicación hablaban mucho sobre las peleas entre los Latin Kings y los Ñetas, como si fuera una versión de las bandas de Los Ángeles. Recuerdo que en mi barrio un chaval murió apuñalado a causa de esas peleas.
Luego, además de las bandas latinas, también hubo una oleada de neonazis en los 90. Había peleas entre Ñetas y Latin Kings, y a veces entre ellos y los neonazis. Era bastante común ver enfrentamientos en las puertas de los colegios.
En una ocasión, en una de esas peleas, encontraron una katana debajo de un coche; la tenían guardada para usarla en la pelea. Fue un momento bastante tenso, pero no fue algo que yo me llevara a casa, a diferencia de otras cosas como motores de motocicletas o sillones.
Tenía la manía de recoger cosas de la calle. Si veía un sofá o algo así, me lo llevaba a casa.
¿Hay temas o asuntos sobre los que no te interesa escribir?
Lo que menos me interesa escribir es aquello sobre lo que ya he escrito. No quiero volver a tocar temas como el trap, Platón o los formatos literarios que ya he explorado. La presunción de especialización lleva a que la gente te pregunte siempre por lo que ya conoce de ti, no por lo que todavía no has hecho. Y tú tampoco puedes decir mucho sobre proyectos futuros, porque entre la idea y la materialización hay un largo proceso de escritura creativa.
En los últimos años, me interesa más la literatura en sentido amplio y no los formatos filosóficos convencionales. Aunque en algún momento tendré que trabajar en mi sistema filosófico, no es algo que me interese ahora. La gente me escribe pidiéndomelo, pero yo les digo: “Continúen ustedes por esa senda si les interesa”.
Mencionaste algo sobre el sonambulismo. ¿Qué cosas te han pasado mientras estás sonámbulo?
De todo. Lo más extravagante es que, por lo visto, soy un gran amante noctámbulo. Es decir, tengo sexo mientras duermo. Probablemente, incluso he sido violado en sueños, porque no estoy consciente de lo que sucede. Me he despertado en medio del acto. Esto plantea cuestiones interesantes sobre el consentimiento, ¿no?
Además de eso, he salido a la calle, he gritado, he cocinado, he comido... Tengo una especie de segunda vida. Lo que me gustaría es amaestrar a mi yo sonámbulo para que escriba mientras duerme, y así poder dedicarme a leer durante el día. Sería el verdadero Ghostwriter: mi yo sonámbulo.
Lo que menos me interesa escribir es aquello sobre lo que ya he escrito.
¿La gente se da cuenta de que estás dormido o parece que estás despierto?
Por lo general, se dan cuenta, aunque lo disimulo bastante bien.

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