‘Es hora de irnos’: la casa de sus sueños es a prueba de incendios, pero ahora quieren venderla

Internacional
/ 22 enero 2025

La casa ya había sobrevivido a un incendio forestal histórico de California en 2018, el incendio Woolsey, que destruyó más de mil viviendas cercanas

Por Eli Saslow y Erin Schaff

Phillip y Claire Vogt construyeron su casa en un pico escarpado de las montañas de Santa Mónica para aprovechar al máximo las vistas pero, hace unos días, cuando miraban la ventana de su dormitorio veían los incendios que ardían en los cañones cercanos y el humo negro que se extendía por el océano Pacífico. Los olivos de su jardín se doblaban de lado con el viento. Los helicópteros sobrevolaban la cordillera cargados de agua. Podían ver un incendio forestal que avanzaba desde el norte, dirigiéndose hacia la escuela primaria de sus hijos. Otro avanzaba desde el este, quemando una hectárea cada pocos minutos.

“Estamos en medio de una catástrofe”, dijo Claire la semana pasada. Los incendios ya habían ocasionado el fallecimiento de al menos dos decenas de personas, además de destruir miles de casas, y los meteorólogos esperaban más días de tiempo seco y fuertes vientos.

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“Nos hemos preparado para esto”, dijo Phillip. “Tenemos un plan. Ahora solo tenemos que mantener la calma y empezar a prepararlo todo”.

La pareja pasó la última década construyendo una de las casas más resistentes al fuego de todo Estados Unidos: una hermosa finca de estilo español que también era una fortaleza destinada a resistir incluso las peores catástrofes naturales de California, cada vez más graves. Phillip y Claire habían crecido cerca, en medio de los incendios forestales anuales de la región, y Phillip, quien es arquitecto, comprendía la precariedad de construir una casa en Malibú, en el límite del lado salvaje de la naturaleza. Su casa tenía ventanas resistentes al calor, un tejado de arcilla ignífugo, paredes de concreto en vez de madera y respiraderos rellenos de lana de acero para evitar que las brasas entraran en la casa. En caso de apagón, la propiedad funcionaba totalmente con energía aislada de la red, y estaba rodeada de media decena de bocas de incendios privadas, bombas de agua de gran potencia y depósitos que almacenaban más 189.000 litros de agua.

La casa ya había sobrevivido a un incendio forestal histórico de California en 2018, el incendio Woolsey, que destruyó más de mil viviendas cercanas. Ahora se estaban produciendo más incendios catastróficos, y Phillip y Claire no confiaban en la capacidad de respuesta del gobierno local. Creían que su casa podía resistir el peor de los escenarios, pero últimamente también habían empezado a preguntarse por el costo de todos esos preparativos.

Phillip, de 48 años, salía y se adentraba en los barrancos para cortar la maleza y el chaparral hasta que no quedó nada inflamable en un radio de varios cientos de metros de la casa. La propiedad abarcaba unas 32 hectáreas, y en un día despejado podía ver en todas direcciones a más de 80 kilómetros de distancia: desde la isla Catalina hasta los picos nevados de las montañas de San Gabriel. Algunas de las casas cercanas pertenecían a famosos a los que les gusta vivir recluidos o a multimillonarios que vivían en otros lugares y visitaban sus casas cada pocos meses, pero los Vogt lo habían invertido todo en su casa: su tiempo, sus ambiciones y los ahorros de toda su vida. Se casaron en el terreno cuando no era más que una obra en construcción, y luego se gastaron unos 3 millones de dólares en construir gran parte ellos mismos. Su plan era convertir la propiedad en un lugar para celebrar bodas y retiros. Plantaron un alcornoque cerca de la cima de la colina, donde Phillip le dijo a Claire que quería que ella esparciera sus cenizas cuando él muriera.

El teléfono de Phillip recibió otra alerta de emergencia. “Aviso de incendio con bandera roja extrema”, decía. “Permanezcan alerta y prepárense para evacuar”. Regresó a la casa, inspeccionó la manguera de incendios y se puso unas gafas protectoras de bombero. Claire les escribió cartas a sus hijos, las escondió dentro de las maletas y luego dejó a los niños en casa de sus abuelos, en una zona alejada de los incendios.

“¿En qué no hemos pensado todavía?”, preguntó cuando regresó a la casa y comenzó a revisar su plan en caso de que los incendios alcanzaran su propiedad.

Phillip dijo que se ubicaría fuera, en el extremo norte de la casa, de frente a las llamas y usaría la manguera contra cualquier incendio que amenazara su propiedad. Claire se quedaría adentro, donde podría evaluar la previsión, iniciar el sistema de aspersores, controlar los niveles de agua y, de vez en cuando, apagar todas las luces para ver si alguna brasa incandescente había penetrado en el ático.

“La casa está preparada para lo que venga”, dijo Phillip. Había soñado con ser arquitecto desde los 7 años, cuando empezó a visitar obras en el sur de California con su padre, quien era contratista. Se había pasado la infancia explorando debajo de las casas y construyendo fuertes imaginarios al final de la Guerra Fría, fortificando sus diseños contra los ataques rusos, anticipándose a cada posible desastre.

Había gastado cientos de miles de dólares en gastos adicionales de construcción para que su casa de cinco dormitorios fuera resistente al fuego. Pero lo que le había resultado aún más costoso eran los cientos de horas dedicadas a desbrozar la maleza, las previsiones inciertas, la vigilancia y el estrés constantes.

“Quizá sería mejor que evacuaras y te fueras con los niños”, le dijo a Claire. “No tienes por qué quedarte aquí”.

“Es nuestra casa”, le dijo ella. “Estamos juntos en esto”.

Phillip estuvo solo durante el último desastre, el 9 de noviembre de 2018, cuando llegó a su propiedad esperando finalizar unos trámites con un banquero para poder mudarse a la casa tras seis años de construcción. El banquero llegó tarde, y Phillip se concentró en el trabajo hasta que el banquero lo llamó y le explicó que no podría llegar a la casa porque las carreteras de los alrededores estaban todas cerradas. Un incendio forestal en el cañón Woolsey había saltado una autopista de 12 carriles y se había extendido por las montañas de Santa Mónica. Phillip miró al exterior por primera vez en una hora y vio las llamas trepando por las colinas. Llamó a Claire, quien estaba a salvo con el resto de su familia en casa de su madre, y empezó a sentir pánico.

“Supongo que esta será la prueba real”, le dijo. “Todo parecía bien sobre el papel, pero veremos cómo resiste la casa”.

No veía vías de escape evidentes ni camiones de bomberos o helicópteros en el horizonte, así que Phillip salió con sus zapatos de vestir y sus pantalones caqui para sofocar el incendio. En su propiedad había otra casa que aún estaba en construcción, una vivienda que Phillip había estado diseñando para un amigo y estaba decidido a salvarla.

Conectó su manguera de bomberos a una de las bocas de incendios privadas y descendió unos cientos de metros por el cañón hasta encontrar el fuego. El denso humo ocultaba el sol y hacía que pareciera el crepúsculo. El fuego sonaba como un motor a reacción preparándose para despegar y Phillip podía oír a lo lejos los tanques de propano y las cajas de municiones que se detonaban por el calor. Apuntó la manguera al chaparral en llamas, pero el fuego siguió avanzando colina arriba. El calor le quemaba los dedos. Se le nubló la vista y los ojos se le hincharon con el humo. Una bola de fuego estalló hacia delante, chamuscándole las pestañas, quemándole el cuello y derritiendo la manguera de la boca de incendios, dejándola inservible en sus manos.

Volvió a subir la colina mientras la casa del vecino se incendiaba a sus espaldas. Las ventanas estallaron. Una ola de fuego de 12 metros consumió lo que quedaba del tejado. Las brasas llovieron como fuegos artificiales e iluminaron el camino hacia su casa. Más tarde se enteró de que, un kilómetro y medio colina abajo, otra familia intentaba escapar cuando su coche se incendió y dos personas murieron quemadas en su interior.

Phillip llamó a Claire e intentó disimular su voz. “Es grave, estoy tratando de salvar lo que puedo”, le dijo, pero lo que estaba pensando era: probablemente voy a morir.

Volvió a entrar, cerró la puerta y examinó su casa. Todavía tenía electricidad. El sistema de aspersores funcionaba. El aire del interior estaba limpio, porque las ventanas ignífugas habían sellado el humo. Todas las alarmas funcionaban al unísono, pues habían detectado el humo del exterior. “¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!”, repetían las alarmas.

Phillip corrió por el exterior de la casa, comprobando si había brasas y rociando con agua los puntos de calor distantes, protegiendo lo que se había convertido en una isla en el incendio. Miró hacia la montaña y vio que estaba rodeado por un apocalipsis: kilómetros interminables de laderas negras carbonizadas, mansiones reducidas a cimientos humeantes y decenas de coches calcinados. Trabajó varias horas más hasta que el fuego se alejó bastante de la casa. Salió para subirse a su Prius y escapar, pero la carretera estaba llena de barandillas derretidas, cables eléctricos caídos y rocas que habían rodado montaña abajo durante el incendio.

Estacionó el coche y empezó a enviarle mensajes de texto a Claire. “Estoy atrapado”, escribió, pero entonces vio un helicóptero volando hacia su propiedad. Los guardacostas estadounidenses habían visto las luces de su coche, así que lo recogieron y lo trasladaron en avión a los suburbios de Los Ángeles, donde enfermeras y bomberos le curaron las heridas.

Unos días después, regresó a las montañas con su familia para comprobar cómo estaba su propiedad. El incendio Woolsey había arrasado más de 40.000 hectáreas de terreno, pero su casa seguía en pie. Abrió la puerta principal, entró y encontró a más de una decena de bomberos viendo la televisión y jugando a las cartas en el salón. “¿Qué demonios hacen aquí?”, les preguntó Phillip.

Le contaron que habían estado buscando un campamento base de emergencia y que el lugar más seguro para quedarse durante el incendio forestal había sido su casa.

Las rejillas de ventilación ignífugas habían mantenido alejadas las brasas. El techo de tejas de arcilla había resistido el calor. Toda la casa había salido ilesa, pero Phillip sufrió quemaduras leves. Tuvo que someterse a una operación ocular por los daños causados por el humo. Sufrió la culpa del superviviente. Tenía pesadillas que hacían que se despertara gritando que su cuerpo estaba ardiendo.

Había pasado los últimos seis años tratando de reconciliarse con las secuelas personales de lo que los ecologistas calificaban como un incendio forestal único en la vida, pero en la última semana un fuego aún más destructivo se había abierto paso por algunas de las mismas tierras, quemando cicatrices que nunca tuvieron tiempo de curar.

“Aviso de bandera roja”, decía la última alerta en su teléfono, mientras los incendios más recientes seguían ardiendo.

“Prepárense para evacuar”, ordenaba otro mensaje, aunque su casa seguía estando varios kilómetros fuera de la zona de evacuación, y parecía que lo peor de la crisis había quedado atrás.

Claire siguió el parte meteorológico en su teléfono. Phillip consultó las noticias. Cada noticia lo indignaba más. Había un embalse vacío en el condado de Los Ángeles, bosques estatales desbordados, departamentos de bomberos con escasos recursos, agua mal gestionada y disfunción política: un flujo constante de evidencia de que el estado y el condado no se habían protegido contra un incendio forestal con el mismo rigor que lo habían hecho los Vogt. Durante meses, Phillip se había ofrecido como voluntario para retirar la maleza muerta del parque que rodeaba su propiedad, pero las autoridades de California le dijeron que podrían multarlo por entrometerse en un hábitat sensible. Había preguntado si podía instalar redes a lo largo de la carretera para evitar los deslizamientos de tierra que suelen suceder después de los incendios forestales, pero los funcionarios se lo impidieron.

Había pasado los últimos años intentando ayudar a la gente a reconstruir tras el incendio Woolsey, enseñando a los vecinos a construir casas resistentes al fuego e incluso construyendo él mismo dos viviendas para antiguos residentes cuyos seguros no cubrían los daños por completo. Pero varias de las casas nuevas de Malibú habían sido construidas por inversores con poca memoria, personas que no querían gastar su dinero en la prevención de incendios, sino en metros cuadrados y palmeras ajardinadas. Phillip miró por la ventana y vio una montaña de combustible para el fuego.

“Todas las alertas disparan mi ansiedad”, le dijo a Claire. “Vuelvo al modo de alerta. Es mi manera de afrontarlo”.

“Tenemos que ser totalmente autosuficientes”, dijo ella. “Es mucho. Es agotador”.

Se sentaron en la mesa de la cocina y miraron por la ventana. El sol descendía hacia el océano, bañando su terraza de rosas y azules. Nunca habían podido celebrar muchos eventos en su propiedad, en parte porque los alrededores seguían siendo un paisaje lunar. El alcornoque donde Phillip quería esparcir sus cenizas se había quemado en el último incendio.

Cada vez pensaban más en marcharse, y en los últimos meses habían empezado a hablar con un agente para poner la casa en venta. Querían reducir el tamaño, simplificar y volver a empezar en un lugar nuevo. Los vientos estaban amainando y los bomberos hacían progresos, pero el próximo desastre podría suceder pronto.

“Ya sea mañana, el mes que viene o dentro de unos años”, dijo Phillip. “Es cuestión de tiempo que vuelva a ocurrir”.

Quizá su casa estuviera preparada para soportar lo que viniera después, pero ellos ya no sentían lo mismo.

“Es hora de irnos de aquí”, dijo Claire.

“Un nuevo comienzo”, convino Phillip. “Y probablemente en algún lugar fuera del estado”.

c. 2025 The New York Times Company

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