Desviar un tren, cargar un techo con una sola mano

Opinión
/ 2 octubre 2015

Tengo 19 años. He bebido tantas cervezas como para sentirme Pancho Pantera. Voy en mi carro no muy de prisa pero lo suficientemente rápido como para no responder si alguien se me atraviesa. (No pasó; fíu; me siento afortunado) (Y vaya que fui un joven irresponsable).

La avenida se llama Ferrocarril; es una columna vertebral que parte la ciudad en dos y al contrario de la cordillera de huesos, células madre y quién sabe qué más que nos mantiene en pie, ésta no permite al poniente dialogar con el oriente. Veo que no tan lejos viene el tren. La luz me pega: voy en sentido opuesto. Pita. No va muy rápido porque cruza en zona poblada. En un minuto ya voy pegado a las vías y se acerca. Mi subconsciente, inconsciente, me dice que se hará a un lado, aunque sea treinta centímetros, para dejarme pasar. En un segundo lo tengo encima. Muevo el volante con violencia: la mole de fierro ha decidido no quitarse y yo sudo mientras me la miento. Tengo 39 años. He bebido tanto tequila como cuatro curvos, ocho ganchos, diez rectos, un directo, dos swings y una cantidad similar de crochets de Mohammed Alí. Estoy en la lona, raro, sin soñar. Niño, mi perro, tiene apenas ocho meses conmigo; ha aprendido por necesidad a ser mi ángel de la guarda, y también otras mañas, como esperar a que me quede dormido para acostarse a mi lado. Amanece y empieza a ladrar, fuerte. Cada vez más fuerte. Me despierto y me ve a los ojos. Dice: "¡Alejandro, Alejandro, algo no está bien!".

Brinco de las cobijas y allá voy, vacilante, hacia el balcón de la recámara. Imagino que por el techo se mete un ladrón. No veo nada. Algo cruje, como pasos en la azotea. En eso, con el rabo del ojo observo un haz de luz que entra por mi cuarto: el techo se ha venido abajo y cae sobre mi cama, un buró, un espejo de pie y un banco. Lo hunde todo, incluso el suelo de madera, y va con ganas al siguiente nivel. Abajo, los muebles tiemblan con razón: es el último día de su vida. En el balcón, blancos del susto, Niño y yo no sentimos el paso del tiempo. Un sismo, el fin del mundo, la llegada del Señor, digo. (Niño me fija la vista desde entonces cuando lo acosa la incertidumbre). Tenemos polvo hasta en el último rincón. Queremos abrazarnos.

Ahora pienso en cuántas veces he esquivado la muerte, o cuántas se ha desviado de mis rumbos, y las multiplico las que no me enteré y por las que me enteran. Sumo las que he estado a punto de toparme con mi propia vida en un solo acto, y nada es basto para decir suficiente: un hombre no es nada sino el producto de sus hazañas, voluntarias e involuntarias; un hombre es poca cosa: es resumen también de las ocasiones en las que el otro, aunque sea un ferrocarril, se hace a un lado.

Esta noche escribo en casa sin sobresaltos. Que sea en una noche como esta -me digo-: que el tren no se haga a un lado y que los perros (sumo a Simone) ronquen porque han bebido conmigo, y se desplome el techo. Que sea como una última gran aventura de los tres. De golpe y en paz. Y que estemos juntos: no pienso dejar a mis perros con padres adoptivos: soy capaz de desviar un tren, o cargar el techo con una mano, sólo para esperarlos.

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