Historia para infieles

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Los maridos sabemos bien ese relato, y lo esgrimimos como argumento Aquiles -el más fuerte- en las discusiones sobre fidelidad matrimonial.
Hoy por hoy, sin embargo, con eso del feminismo, las señoras podrán usar también el cuentecillo, y mutatis mutandis, cambiando lo que se deba cambiar, hasta podrán justificar con él aquello que los varones aplaudimos en nosotros y condenamos en ellas.
Sucede que la reina se enteró de que su esposo, el rey, la engañaba. A la ofensa añadía la humillación, pues sus devaneos no eran con altas damas de la corte o con señoras principales, sino con las fámulas o criadas de palacio: fregatrices de cocina, camareras de alcoba, nucamas de baja condición, y aun mozas de cuadra amigas de escuderos y de caballerangos.
Pesarosa, la reina pidió al Obispo que fuera a pasar algunos días en palacio a fin de que con sabios consejos y paternales reprensiones encaminara al rey por el sendero del buen comportamiento conyugal. Aceptó Su Excelencia la encomienda, tanto por atención al alma del monarca como porque así convenía al interés del trono. Y también -por qué no decirlo- al del altar.
Llegó, pues, el Obispo, y amonestó cumplidamente al rey. Le afeó con severidad su frívola conducta. ¿Cómo era posible, pregúntole, que faltara a la fe debida a su consorte, y que aquella grave falta la cometiera con mujeres rudas, bastas, vulgarotas? Tan bella mujer que era la reina -le dijo- tan hermosa, tan agraciada e inteligente, tan llena de saberes y de conversación tan fácil, y el monarca, en vez de disfrutar todas aquellas cualidades, iba a refocilarse en las caballerizas con feas daifas de ruin y grosera condición.
En silencio escuchó el monarca el rapapolvo, y no contestó nada. Adoptó un continente humilde, como de arrepentido, y al final de la catilinaria invitó al Obispo a compartir su mesa durante el tiempo que durara su estancia en el palacio.
En la comida se sirvió faisán, platillo el más delicado y exquisito. El señor Obispo disfrutó el manjar a su sabor. En la cena se sirvió otra vez faisán.
No dejó de extrañar a Su Excelencia la repetición, pero pensó que se debía a los elogios que había hecho del guiso. Al día siguiente, en el desayuno, de nueva cuenta hubo faisán. Y en la comida también. Y faisán hubo por la noche. Amaneció el otro día y se repitió en las tres comidas la faisanesca dosis. Y lo mismo al día siguiente: faisán en el desayuno, en la cocina y en la cena.
Harto ya de tanto faisán, el Obispo insinuó una tímida protesta.
-Hijo mío -dijo al rey-. El faisán es excelente; es el mejor bocado que hay. Pero, la verdad, tanto faisán acaba por aburrir un poco. Aun lo bueno cansa si se repite mucho. ¿No habrá por casualidad en la cocina algunos frijolitos?
El rey entonces exclamó triunfal:
-¡Ah! ¿verdad?
Y el Obispo entendió aquella sonrisa y aquella exclamación.
Tiene sus riesgos aplicar el cuento a las relaciones en el matrimonio.
Esas relaciones son de aquí para allá y de allá para acá.
Nadie olvide, entonces, que tanto el hombre como la mujer pueden tener a su disposición faisán y frijolitos.