La vida con y sin hijos

Opinión
/ 2 octubre 2015

¿Te imaginas cómo sería nuestra vida con hijos?, me preguntó un amigo en el quinto tequila, uno de esos años en los que todas las ex novias se casan y se embarazan y los amigos se deciden y se vuelven padres. Le contesté que no quería ni imaginarlo. Estaríamos aquí, me dijo. Por un segundo me sentí muy punk y le iba a decir: sí, sí, aquí estaríamos. Y luego ubiqué el rostro de los borrachines con cara de padres y preferí ser conservador en la respuesta. No, le dije; seguramente no estaríamos aquí.

La plática me brincó a los tres, cuatro días. Y creo que a los que viven solos y sin hijos (o acompañados como yo: tengo dos perros: Simone y Niño) de vez en cuando les asalta (nos asalta) el tema. La pregunta es tan idiota -con todo respeto- como decir: ¿Qué hubiera pasado si no nacemos? O: ¿Qué sería de mí si fuera ruso, barrendero, camello, Kalimán o anca de rana? Además está la convicción generacional de que este mundo no inspira hijos.

No quisiera que a los míos, por citar, los gobernara el PRI (como a sus abuelos y a sus bisabuelos); tampoco que los gobernara el PAN (como a mí). Y ya ni le sigo, que de costa a costa hay información para deprimirnos. Se puede calcular qué sería de uno si siguiera con cierta mujer, si tus padres estuvieran muertos o no, o si no te comes esa rebanada de pastel de chocolate. Es más previsible. Pero no puedes vaticinar con base a un supuesto tan vago. Lo que funciona, en todo caso, es ver la vida de los otros para imaginarse con hijos.

Algunos amigos viven lo de ser padre sin dificultad, estén o no separados. Otros sufren. A los menos, les vale. Los que conservan a su mujer procuran alejarse de los solteros. Los imagino como los bárbaros que incendiaron la Biblioteca de Alejandría ante Aristarco de Samotracia o del último de los bibliotecarios: son gente por lo regular sin pasado que puede brincar de capítulo en capítulo en sus vidas, incluso sobre los cuerpos de sus amigos. No opino más. Entiendo el huracán que puedo desatar.

Muchos de los que son divorciados arrastran con pesadez su histérico estatus social: una vez a la semana asisten a la casa de la locura, donde se les ama y se les odia; no cruzan el dintel, y antes de la puerta se echan al lomo juguetes y libros y apenas si se despiden de sus ex mujeres, que la mayoría sigue dando portazos. Deben encontrar
novias que acepten a sus hijos o que por lo menos comprendan sus obligaciones, y algunas veces prefieren estar sin compromisos sociales (o sexuales) para llevar su carga (sí, lo ven como una carga) con mayor ligereza.

Y están los desobligados. Son los más felices de la feria, según veo, porque nacieron del vientre de una olla de tef lón y seguramente morirán dentro de ella. Se separan de la que fue su familia con la misma facilidad con la que defecan los caballos en los desfiles. Reencarnarán en el bien o en el mal y no habrá diferencia.

En fin. Hay de todo. Sólo planteo generalidades sin ganas de emitir juicios morales (aunque nunca me sale) o de retratar personas. Vuelvo a la pregunta: ¿Cómo sería mi vida con hijos? La única respuesta que encuentro es que la mía sería otra vida. Ni mejor, ni peor: otra. Una que no puedo imaginar. (Otra vida. Pero, ¿saben qué?, ya con la que llevo me basta).

Tampoco tengo ganas de ser prestidigitador. El futuro me interesa como presente perfecto, y el presente me sirve sólo para saber que he llegado tarde a mi cita.

(Y ya, por hoy. Me voy a sacar a los perros. Es de madrugada, pero pobres: han estado parte de la noche aquí, tirados, sin respingar. Querrán ir al baño. Se merecen salir. Mañana en la mañana los sacaré otra vez a la banqueta y luego me verán con ojos de reproche cuando me vaya al trabajo y se queden solos. Con este amor me basta. No puedo imaginar ni tantito más).

(¿Qué sería de mí si siguiera con tal o cual mujer? La pregunta no aplica a la gente como yo, me respondo, porque pocos que conozca son lo suficientemente frondosos como para tener raíz; y nadie es montaña para quedarse en un solo lugar. Aún así, a pesar de las despedidas, estamos condenados a reencontrarnos un día cualquiera con las mujeres que perdemos: en un autobús, al doblar la esquina, escondidas tras una taza de té, rodando piedras cuenta abajo y cuesta arriba. Porque aquel que se resigna a perder al otro desconoce los entuertos de esta vida).

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