Liberación femenina: historia de una pionera

Opinión
/ 2 octubre 2010

El feminismo es cosa buena. No cabe duda de que la mujer ha sido víctima milenaria de discriminación. Aún culpamos a todas la mujeres de lo que sólo hizo nuestra madre Eva.
Pero una cosa es el feminismo -mis respetos para él y para las verdaderas feministas-, y otra muy distinta el hembrismo, odioso equivalente vaginal del machismo. Hace algunas semanas fui a Miami, y en un centro comercial le abrí la puerta -caballero latino- a una gringa para que pasara. En vez de agradecerme ese galano gesto la arpía me dijo estas palabras:
-Fuck you.
La horrible mujer tenía cara de alce, que es animal de más al norte, y olía a escasez de agua. No digo esto por venganza, feo sentimiento que causa insomnios y gastritis. Lo digo porque es verdad. De seguro era hembrista la fulana. Esa mala ralea de mujeres se indignan cuando un hombre las trata con galantería. Por lo pronto ya me aprendí una maldición en inglés para decírsela a esa gorgona si alguna vez -Dios no lo quiera- me la vuelvo a topar en este mundo. Antes de que ella me diga algo yo le diré:
-Screw you.
Y luego huiré a todo correr, pues tengo la certidumbre de que esa mala pécora es capaz de matarme de una cachetada. La soñé todavía hace unas noches, y desperté bañado en sudor frío. Para volver a conciliar el sueño tuve que leer la vida de Santa Margarita María Alacoque.
Cuando se hable de liberación femenina en México, tendrá que mencionarse el nombre de una señora de Saltillo cuyo nombre no puedo yo decir por razones que usted comprenderá. Esa señora tenía marido tomador. Casi todas las mujeres de hace 50 ó 60 años tenían maridos tomadores. No era mal visto que los hombres fueran a la cantina y se pasaran ahí horas enteras. Lo hacían desde el mediodía hasta bien entrada la noche. Quién sabe a qué horas trabajarían esos antepasados nuestros. Su asiduidad etílica, vista en aquellos tiempos como algo natural, es algo que me incita a reír cuando oigo aquello de que "todo tiempo pasado fue mejor". Ésa es una mentira del tamaño de la pirámide de Keops.
Las señoras enviaban a sus hijos ya mayorcitos a la cantina, a llamar a sus padres. Entraban aquellos infortunados jovencitos a la taberna y se dirigían, temerosos, a sus progenitores.
-Apá, que dice amá que aquihoras se va ir usté a la casa.
¡Ira de Dios! Un formidable mamporro castigaba aquel atrevimiento. Al golpe seguían espantosos dicterios con los cuales el furioso señor despedía a su vástago. Y es que quien recibía tales recados era objeto de la burla de sus congéneres beodos.
La señora que digo, pionera de la liberación femenina, no hacía tal cosa. No enviaba a sus hijos a la cantina. Iba ella, en persona. Ante el asombro de los parroquianos -la cantina era un sancta sanctorum masculino al cual no tenían acceso las mujeres- entraba con paso seguro y decidido. No iba hacia donde estaba su marido, y ni siquiera lo miraba. Se sentaba en la barra y con voz firme pedía al cantinero:
-Sírvame lo mismo que está tomando aquel señor.
Y apuntaba a su esposo.
El infeliz no aguantaba aquello. Se levantaba como de rayo de la mesa, iba hacia su mujer y le decía con tono de quien se sabía vencido:
-Vámonos.
Y se iban los dos a su casa. Si eso no es liberación femenina no sé entonces qué sea.

Escritor y Periodista mexicano nacido en Saltillo, Coahuila Su labor periodística se extiende a más de 150 diarios mexicanos, destacando Reforma, El Norte y Mural, donde publica sus columnas “Mirador”, “De política y cosas peores”.

COMENTARIOS

NUESTRO CONTENIDO PREMIUM