Vino para resucitar

Opinión
/ 2 octubre 2015

No es sólo un personaje histórico.

No viene sólo a decir y a hacer sino sobre todo a vivir y a morir para poder resucitar. Trae para todos una verdad, una vida y un amor.

Su identidad es densa y misteriosa. Es la Palabra, el Verbo de Dios que se hizo carne, vida humana. Fue pobre en Belén, obediente en Nazareth y sufriente en la cruz.

Así venció el afán de tener, de poder y de placer. Es como un segundo Adán que devolverá a la humanidad, sobreabundantemente, lo que el primero perdió.

Prefirió a los pecadores, a los pobres, a los enfermos, a los extranjeros, a los niños, a las viudas y a las mujeres proscritas. Denunció la hipocresía de la falsa religiosidad que buscaba provecho egoísta a costa de los creyentes. Señaló a los opulentos indiferentes ante el despojo y el abandono de los empobrecidos.

Jesús de Nazareth, de donde no se creía que pudiera salir algo bueno, escogió a doce pescadores y gente sencilla y los llamo a acompañarlo y les dio enseñanzas cada día. Predicaba en parábolas y llamó felices a los pobres de espíritu a los que lloran, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los mansos y limpios de corazón, a los que trabajan por la paz y a los que son perseguidos a causa de la justicia. Invitó a la alegría en medio de las adversidades por la esperanza de verdaderos bienes eternos.

Realizó obras prodigiosas. Calmó la tempestad, multiplicó los panes, curó a ciegos, sordomudos y leprosos, volvió a la vida al hijo de la viuda de Naím, a la hija de Jairo y a Lázaro, hermano de Marta y María. Hizo andar a paralíticos y liberó a los atrapados por la malignidad, caminó sobre las aguas del lago de Genezareth y las multitudes lo seguían para que multiplicara las curaciones. Defendió a la adúltera que iban a apedrear y a María de Magdala, la prostituta que besaba sus pies en el banquete de Simón, el fariseo.

Lo acusaron de sedicioso y de blasfemo porque se dijo Rey e hijo de Dios. Lo condenaron a muerte y fue flagelado, golpeado, escupido, burlado, coronado de espinas y vestido de loco, cargó su cruz hasta el Calvario y ahí fue crucificado entre dos ladrones.

Se recuerdan sus siete palabras llenas de misericordia, de generosidad y de abandono a la voluntad del Padre celestial que lo envió a dar la vida por la salvación de todos. Al tercer día de su muerte resucitó y apareció en medio de sus discípulos con una vida nueva, con un cuerpo espiritualizado que tenía sutileza, agilidad, impasibilidad e inmortalidad. Mostró sus llagas y comió pescado ante sus discípulos asombrados y, antes de su ascensión, convivió de nuevo con ellos en el Lago de Tiberíades.

Jesús resucitado vive en estado de gloria celestial y está presente y actuante en la vida de los creyentes que aceptan su salvación y que pueden decir de él: Es mi Señor, mi Maestro, mi Salvador, mi Amigo... El es el Camino, la Verdad y la Vida... quien lo sigue no anda en tinieblas... La esperanza es que El viva ahora en nosotros para que vivamos con El en su gloria para siempre...

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