Coahuila

Opinión
/ 2 octubre 2015

La mañana del día 1 de noviembre, el río de Pátzcuaro arrojaba destellos de cristal. Era un día magnífico. Pese a la imperante neblina, los resplandores podían apreciarse en los intervalos de salida del refulgente sol purépecha.

Intenso olor a sal. La embarcación se dirigía a Janitzio, donde entonces el aroma se volvió penetrante a charales fritos. Ahí, el grito de los pescadores para atraer compradores. Los diminutos peces constituían el primer encuentro con la bella isla de Michoacán.

Estaba decidido. El viaje que haría aquel equipo de Ciencias de la Comunicación, en ese 1987, sería a Janitzio. La maestra, Irene Ewald, había propuesto que por equipos se observara la práctica de la celebración del Día de Muertos en cualquier población del país que eligiésemos.

El camino asciende, y a la vera, el encuentro con puestos de artesanías y más y más charales fritos. Montañas de charales. La meta inmediata, llegar al espectacular Morelos que se irgue en la cima; el motivo del viaje, pasar la noche observando, registrando, cómo es la celebración de muertos en Janitzio.

El monumento a José María Morelos alberga un museo y tiene mirador desde donde se domina la panorámica de la más importante de las cinco islas purépechas. Desde su interior los turistas se sienten - nos sentimos-más turistas. Es la concesión de los habitantes de la isla a quienes deciden ir a explorar en la naturaleza íntima de sus tradiciones, a la naturaleza de las celebraciones del encuentro con los difuntos.

Si el día se pasa en explorar caminos, visitar las tiendas y adquirir en ella telas, vasijas, figuras ornamentales y demás; la noche sorprende con un aire húmedo que, fresco al principio da paso a inusitada crudeza.

La noche es helada. El frío es descomunal en la Noche de Muertos y la única gente que conoce este capricho de la Naturaleza son los lugareños. Los turistas pasaron sin detenerse por  los puestos donde se ofrecían mantas. Promete ser una noche larga.

Resultaría tétrico si no es que fuera tan bonito. El panteón es un espectáculo de color amarillo oro. Son las luces de las veladoras; son las flores del cempoaxóchitl, que cubren la totalidad de las tumbas. Mujeres, hombres y niños comen alrededor de las de sus difuntos, donde han colocado aquello que más quería el que se marchó; algunos, objetos arcanos para el habitante del septentrión.

El frío arrecia. No paran los cantos de los purépechas, no para una alegría que no es la misma alegría que conocemos. Es una alegría llena de sobriedad, de resignada esperanza; un poco, de alegría contenida, que no es de grito al estilo José Alfredo Jiménez. Es una que nace en las profundidades de la tradición y que se queda para siempre marcada en la tierra de los mayores.

Pueblo de magia, cubierto por el velo permanente de la neblina, en él, la tradición es de una raigambre profunda que revela a un México desconocido para el norteño.

Hace apenas dos decenas de años que se dio por estos lares la idea de compenetrarnos en el conocimiento de ese otro país que tenemos en el sur. Y fue así como se empezaba a poner de moda la instalación de altares de muertos en instituciones oficiales y particularmente en las escuelas.

Este año, en nuestra ciudad la tradición mexicana luchó a brazo partido con la de Halloween. Las calles se inundaron con niños, jovencitos, adultos, portando máscaras al estilo norteamericano. En los espacios públicos, escuelas, instituciones, y hasta en iglesias y paseos públicos, como la Alameda, se montaron altares cuyos personajes principales siguieron siendo Frida Kahlo y Mario Moreno Cantinflas. Mención especial merecen los dedicados a Manuel Acuña y Rubén Herrera en el Palacio de Gobierno. 

De 20 años para acá, la tradición de los altares se ha popularizado en el norte; el festejo en estas tierras tiene mucho de alegría desenfadada. Acá, el juego y lo artístico son esenciales. En el sur, la tradición conserva la misteriosa esencia con historia de siglos.

Grafitti en Catedral

Tiene varias semanas, en el lado sur, justamente frente a la casa que ocupó aquí el  presidente de la Reforma Benito Juárez. Si la elite eclesiástica se dedicara un poco más a poner orden en la propia casa, no se tendrían las muestras modernas de rayado artesanal (perdón, arte) sobre los muros del antes intocado, hasta por los pandilleros, máximo templo de nuestra ciudad.

¿O será que eso pertenece a `Otras voces, otros ámbitos'?



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