Placeres de la mesa
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He probado en mi vida magníficos cabritos, preparados en muy diversas formas. La fritada que hace mi esposa es benemérita, digna de un cardenal. ¿De un cardenal, dije? No: de un pontífice. Y renacentista ese Papa, por más señas. El cabrito guisado que se come en la otrora Villa de Santiago, hoy Santiago a secas, es también riquísimo. Y el que se hace en el norte de Coahuila, al ataúd, no tiene parigual.
En el Potrero de Abrego lo comemos en manera que en ninguna otra parte he visto nunca. El cabrito, ya sin vísceras, es envuelto en su propio cuero, que se anuda por las patitas y se mete entre las brasas del fogón. Ahí se va cocinando lentamente hasta ser una barbacoa de sabor único. Platillo tan exótico y suculento no conoció en sus tiempos Savarin.
Otras maneras conozco de preparar el cabrito: al pastor, en salsa de tomate, adobado... Todos esos modos, añadidos a las muchas galas de la gastronomía saltillera y coahuilense, ayudarán de seguro a desmentir la calumniosa especie -yo mismo he difundido la mentira- según la cual la cocina de Coahuila tiene tres platillos típicos: carne asada término medio, tres cuartos y bien cocida.
El cabrito que ofrecía don Toño Ramos en El Chorro se hacía al horno, un gran horno de leña parecido al del Merendero Saltillo, otro lugar insigne de nuestra ciudad. Un horno igual vi en Segovia, en el restorán de Cándido, cuyo nombre va tan unido al de los lechones como el de Roma a Rómulo.
Pero aquí se habla de cabritos. Los bañaba don Toño con una salsa cuyo secreto sólo él conocía y que daba riqueza al sabor de aquella tierna carne lechal, de animalitos que en su vida llegaron a probar la hierba. Más de 60 años han pasado ya, y queda todavía en mi memoria el sabor de aquellos deliciosos cabritos que en El Chorro servía el señor Ramos. Por eso permítanme ustedes hablarle ahora a mi memoria y decirle con emoción estas sentidísimas palabras:
"Bendita memoria mía: loada seas porque supiste olvidar la maldecida regla de tres simple, y el interés compuesto, y en cambio conservaste para mí el recuerdo de aquel excelso platillo campesino. ¿Cómo pagar tu gran sabiduría? Gracias por olvidar lo deleznable y no olvidar jamás lo inolvidable. ¡Siempre te llevaré en mi memoria, memoria mía!"
Continúo. Después de ese almuerzo de reyes volvíamos al camino. Ibamos contentos por el buen yantar. La mañana era clara, como si el mundo no tuviera pecados. Brillaba el sol, radiante, sobre los picos de los montes. Culebreaba el arroyo, como niño que jugara, y las acequias parecían hilos de luz.
Y allá íbamos nosotros, subiendo y subiendo hasta llegar al Puerto de Flores. Desde ahí se divisaba un espléndido paisaje, una especie de anfiteatro cercado por la alta sierra de La Viga y sus estribaciones.
Torcíamos a la izquierda y bajábamos por una suave pendiente al dilatado valle. He aquí los nombres de algunos de los ranchos que en el pasado siglo había por ahí: "La Reforma"; "Tierras Prietas", "El Cristal"... Una o dos casas de piedra blanca... Un estanque pequeño a cuya vera crecían algunos álamos... A uno y otro lado las montañas... Y en medio el valle... Mañana, Deo volente, recordaré qué había en el valle.