Por esas calles de Dios

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(Por esas calles del diablo)
Hay palabras sabrosas, muy sabrosas. Pero hay palabras sabrosonas, y son más sabrosas aún. Por ejemplo, la palabra "sicalipsis". A mí me gusta mucho esa palabra. Voz muy nueva, Cervantes no la conoció, y tampoco la conoció Pérez Galdós. Apareció en los años veintes del pasado siglo, creada por unos revisteros españoles que sacaron a luz cierta publicación erótica a la que aplicaron el adjetivo "sicalíptica", por ellos inventado. Deben haber sido culteranos los tales revisteros, pues acuñaron el terminajo sacándolo de dos voquibles griegos: síkon, que quiere decir higo, y aleipsis, que significa frotar. Por eso digo que la palabra "sicalipsis" es muy sabrosona.
Pues bien: esta columna de hoy es sicalíptica, vale decir, contiene malicia, picardía sexual. No deberían leerla los aquejados por ese mal del alma, los escrúpulos, que tanto fatigan a los confesores y tanto dañan a quienes los padecen. Una muchacha le decía a su anheloso galán:
-No puedo hacer eso que me pides. Tengo escrúpulos.
Y respondía él:
-No importa. Estoy vacunado.
Mi historia de hoy trata de cosas de la carne. No la del rastro, sino la del rostro y más abajo. De mujeres, pues, trata el relato. ¿Habrá alguna historia en que no participe una mujer? Son las protagonistas de la vida; son las protagonistas de todas las vidas, al menos de la mía, que desde mi particular punto de vista es más importante aún que la de Napoleón, dicho sea con el mayor respeto.
La narración tiene lugar en Oaxaca. Ciudad más bella que ésa será difícil encontrar. Si algún desventurado día -no lo permita Dios- tuviera yo que salir de Saltillo me iría a vivir a Oaxaca.
En Oaxaca la zona de tolerancia estaba en las calles de Trujano. Pobre de don Valerio, el guerrillero insurgente en cuyo honor esas calles fueron bautizadas. "Vamos a Trujano", decían los oaxaqueños. Eso era lo mismo que decir en Saltillo: "Vamos a Terán". Significaba ir a la zona del pecado.
Un señor de Oaxaca, hombre avaro y cicatero, debía llevar una carga de maíz a cierto comercio del centro citadino. A fin de ahorrarse lo de los cargadores llamó en su ayuda a dos sobrinos suyos, fornidos mocetones de recios lomos y membrudos brazos. Ellos subieron al carretón los grandes bultos, y luego los descargaron en el lugar de su destino.
Terminaron al fin la fatigosa brega. Los vio sudar el tío desde el pescante de su carromato, y cuando los muchachos acabaron la tarea los invitó a subir para llevarlos a su casa. Los mancebos esperaban alguna invitación a manera de recompensa por el duro trabajo que habían hecho sin cobrar. Pero el señor ninguna traza dio de hacer la invitación.
Mohínos iban pues los dos muchachos, en silencio. Pasaron cerca de las calles de Trujano, donde, como ya dije, estaba la zona colorada.
-Tío -se atrevió uno a sugerir-. Está cerca Trujano.
Replicó el ahorrativo tío con voz hosca y con perfecta rima consonante:
-Más cerca está la mano.
Le dio un latigazo a la mula y se alejó prontamente de aquel lugar cuya visita le habría ocasionado grandes gastos. No hay mal que por bien no venga, dijo luego: había apartado a sus sobrinos de aquella mala tentación de la cual muchos males podían derivar.