Héctor

Opinión
/ 2 octubre 2015

Hace algún tiempo estuve en la Ciudad de México. Busqué en el directorio telefónico el nombre de Héctor González Morales y lo hallé. Marqué el número de su teléfono y me respondió una grabación: "El número que usted marcó no existe. Favor de verificar". Es fácil desobedecer la voz la conciencia, pero es muy difícil desobedecer la voz de una grabación. Verifiqué, pues, y volví a marcar. Y otra vez: "El número que usted marcó no existe...".

¿Quién me podría dar razón de Héctor González Morales?  Me pregunté entonces, merecía recordación en la ciudad, y un homenaje. Fue él quien puso los cimientos del movimiento teatral de Saltillo en la segunda mitad del pasado siglo. Era un espíritu refinado Héctor. Hermano de Otilio González, infortunado poeta saltillense sacrificado absurdamente en Huitzilac, compartió su vena literaria. Escribió un libro de poemas que publicó en edición preciosista y con un bello nombre: "Madreselva a mi madre". De ese libro recuerdo dos perfectas imágenes. Una es un símil: "... Hermosa como una bandera...". La otra es descripción de unos geranios que están dentro del búcaro "... metidos hasta el hombro en un agua muy fría...".

Más que poeta, sin embargo -y lo era muy bueno-, Héctor González Morales fue un extraordinario promotor cultural. Cuando nadie hacía teatro en Saltillo (eran los tiempos en que a las actrices se les llamaba "cómicas", así fueran las respetables hermanitas Blanch o la leonina doña María Tereza Montoya) Héctor fundó el Grupo de Teatro Experimental "Dalia Iñiguez". Esta señora era una actriz cubana que vino a México y se quedó a vivir aquí. La gente decía que Héctor estaba enamorado platónicamente de esa espléndida dama cuyo nombre impuso a su compañía teatral. En repetidas ocasiones la trajo a dar recitales de poesía, pues era una declamadora supereminente, libre de los magnílocuos extremos en que incurría Bertha Singerman, la campeona del género. Niño yo todavía acompañé a mi madre a oír a Dalia Iñiguez en la Sociedad "Manuel Acuña". La gran artista recitó el "Nocturno a Rosario" en un modo que a todos causó gran impresión: dijo el poema sin hacer movimiento ni ademán alguno; desmayados los brazos; perdida en el vacío la mirada, y con la voz sin tono de alguien que está en un mundo que no es el de los vivos ni el de los muertos: el mundo del poeta suicida. Cuando terminó la recitación se hizo un silencio que a mí me pareció eterno, y luego estalló una ovación que la actriz pareció no escuchar, sumida todavía en aquel trance a que la condujeron los doloridos versos con que el cantor de Rosario abandonó la vida.

En el hermoso paraninfo del Ateneo presentó Héctor un homenaje a su hermano Otilio. Gran decorador como era, puso en el foro un túmulo funerario parecido -supongo- a los monumentos del Jueves Santo que se ponían en las iglesias cuando en las iglesias todavía se ponía algo. La sala a oscuras, se encendieron trémulas candelas sobre el escenario, y se difundió por todo el recinto olor de incienso. Con el acompañamiento en sordina de un Miserere o Requiem se escucharon los versos de aquel poeta muerto en flor de juventud.

Héctor era contable, o sea tenedor de libros. Trabajaba, si no recuerdo mal, en la agencia de la cervecería Cruz Blanca, por la calle de Acuña, entre Victoria y Ramos. Pero esa no era su vida. Su vida estaba en las cosas de la cultura. Gustaba de eso que llaman "delicuescencias", que alguna relación tienen con lo decadente. Quizá por eso escogió para su grupo una obra teatral delicuescente y muy decadentista. De la tal obra voy a hablar mañana.




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