Del epistolario

Opinión
/ 6 junio 2015

Que una columna como ésta se convierta, de pronto, en un epistolario es algo que me gusta, me asombra y me inquieta al mismo tiempo.

Me gusta porque me doy cuenta de que más de cuatro personas leen las elucubraciones de este funámbulo que se obstina en ejercitar su sintaxis, su sensibilidad y su dudosa capacidad de observación escribiendo estos textos. Me asombra porque no pensé que pudiese entablarse un diálogo tan sabroso entre las páginas culturales de un periódico, por muy objetivo que éste quiera ser. Y me inquieta porque me planta, monda y lirondamente, ante eso que solemos llamar el azar.

Ernesto: es otra rara coincidencia que tu nombre sea, precisamente, el de un personaje de Oscar Wilde, ¿lo recuerdas? Es sabido que el Earnest de la gran comedia La importancia de llamarse Ernesto puede traducirse también como formal: La importancia de ser formal, en el sentido ético de la palabra. He aquí, otra vez, el nombre de Wilde.

La carta que me has enviado me parece muy reveladora, especialmente porque yo mismo salgo a penas de un marasmo que me ha dejado clavado entre ganchos de relojes y almendras. Lo que me cuentas en ella coincide, extrañamente, con ciertas coordenadas dentro de las cuales lo que creía mi vida se ha debatido durante los últimos meses, aunque al revés. Septentrión es Meridión y el gallo de la veleta canta en sentido contrario sobre la testa de mi capitel en ruinas.

Están, además, el azar y la biblioteca, lo que convierte tu carta en un texto de aires borgesianos. No quiero intelectualizar demasiado el asunto porque los asuntos de amor no se intelectualizan: bastante tienen ya de intelectuales, aunque no lo parezca. Pascal hablaba, por eso, del corazón: el corazón que piensa, el cerebro que late. Tu carta me deja una gran incógnita de prestidigitador: ¿cómo adivinaste tantas cosas?, ¿qué método pudiste haber utilizado para extraer salamandras de un guante hecho con la piel de Eros, ese dios simbólico, como todos?

Stephen Vizinkzey, Benvenuto Cellini, Oscar Wilde Y antes, Goethe y Milton. ¿Qué los une? ¿Qué tienen qué ver estos artistas con los miles de autores y libros que custodias en la Infoteca Central de la Universidad? Borges creía que una biblioteca es un laberinto; el laberinto y el Minotauro custodian un secreto, el secreto último, el del conocimiento. El conocimiento axial está constituido por la Divinidad, suprema aspiración de los mortales, quienes en el trayecto que va del nacer al morir nos extraviamos entre cantos de sirenas y rugidos de tritones: esa vida cotidiana que nos distrae del verdadero propósito de vivir.

Pero es en ese recorrido donde nos encuentra -o nos encontramos con- uno de los atractivos más seductores de la existencia, el amor.O la invención del amor. Lo que une a estos autores es la pasión con que vivieron su vida: Vizinkzey se narra a sí mismo episodios amorosos que nos involucran porque amamos o hemos sentido la espantosa dentellada del amor; Cellini fue un Gargantúa que quiso apurar los excesos como el pagano más redomado; Wilde se autodefinió como un griego nacido a destiempo, con todo lo que eso quiere decir.

Milton y Goethe fueron hombres de una estirpe diferente de la nuestra; ávidos del maná del conocimiento, ambos descubrieron despeñaderos: el primero nos hace asomar a ellos a través de un poema deslumbrante y luciferino; el segundo nos hunde entre las arenas movedizas de una simbología hermética –en la segunda parte del Fausto- y los versos de poemas engañosamente sencillos.

¿Qué azar hace coincidir estos nombres y los nuestros justo en el centro de una laberíntica biblioteca? ¿Qué siniestro arácnido teje en la oscuridad esta densa red de coincidencias y encuentros aparentemente casuales? Me hablas de una mujer de fuego; alguien en silencio alude a un hombre de acero. Hablas de una mujer de pelo rojo; otro evoca sin hablar a un hombre en cuya mirada navegan estrellas muertas. ¿Diálogo de sordos? No lo creo. Más bien, monólogo a dos voces en el que el protagonista es una entelequia: el amor, su invención.

Porque de eso, Ernesto, no me cabe ya ninguna duda. Cada uno de nosotros, los seres humanos, inventamos el amor. El otro –aquel o aquella de quien/es nos enamoramos- no es sino nuestro propio reflejo. Por eso sufrimos tanto: queremos pagar nuestras culpas a través del objeto que amamos. Lo que sigo sin entender es ¿por qué? Y también: ¿cuáles culpas? ¿Por qué Goethe tuvo que enamorarse de una chiquilla cuando era ya un anciano? ¿Por qué Wilde ocultó a Constance su verdadera naturaleza? ¿Por qué Cellini se desbocó hacia la desmesura? ¿Por qué Milton descubrió a Dios en plena y apasionada invidencia? Si todo hombre mata lo que ama, como escribió Oscar en La balada de la cárcel de Reading, bien podría parafrasearlo diciendo: para su infortunio, todo hombre –toda mujer- inventa/n lo que ama/n.

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