Allende en los toros

Opinión
/ 23 octubre 2024

El 24 de febrero de 1811 llegó un carruaje a Aguanueva, en las cercanías de Saltillo. En él iba la esposa de don Mariano Jiménez. Traía la noticia de que dos horas después llegaría el señor Allende.

Al día siguiente, tras tomar chocolate a las 6 de la mañana, Allende y su comitiva emprendieron el corto viaje de Aguanueva hacia Saltillo. En el camino contó Allende a fray Gregorio de la Concepción, su acompañante, que sus hombres habían sorprendido a tres españoles que huían vestidos de mujer. Los tres le fueron entregados a Marroquín, aquel torero convertido en asesino, “para que les hiciera la fiesta”. Hacerles la fiesta significaba degollarlos. En la hacienda de Buenavista, don Mariano Jiménez recibió a Allende y los suyos y les ofreció un almuerzo. Luego los jefes insurgentes entraron en Saltillo. “Nos hicieron −cuenta fray Gregorio− una entrada como jamás la volverá a ver aquella villa”.

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Esa noche Allende llamó a fray Gregorio y le encargó que preparara una casa para el señor cura Hidalgo, que viajó separado de ellos, pues no deseaba entrar de día a la ciudad. ¡Qué honda tristeza trascienden esas palabras! El camino de Hidalgo se había vuelto un viacrucis. Podemos imaginarlo solo, transido de melancolía, con el dolor de la derrota y la degradación, humillado hasta el punto de no querer entrar a Saltillo a la vista de la gente. Fue a esperarlo al camino fray Gregorio, y lo encontró una medianoche, “con casi nada de gente”. Claro: tan sólo la que se necesitaba para custodiarlo, pues venía en calidad de prisionero de Allende. “Por el camino me fue contando el motivo de la pérdida de la batalla de Calderón, que habiendo sido ganada por nosotros se perdió por un equívoco, por cuyo motivo venía sumamente consternado y resuelto a renunciar. Yo procuraba consolarlo, y como a las tres de la mañana entramos al Saltillo con el mayor silencio”.

“Luego que llegó el Serenísimo señor Hidalgo −sigue relatando fray Gregorio− hizo renuncia de su empleo, por cuyo motivo nos reunimos todos, de Mariscales para arriba, y admitida la renuncia salió electo por unanimidad de votos el señor Allende, quedando el señor Hidalgo con todos sus hombres; y al otro día empezaron los toros (que de antemano se tenían ya prevenidos) la misa de gracias con la mayor solemindad, tres días de iluminaciones, y el Serenísimo señor Allende, Jiménez y yo tirábamos dinero por los balcones”. Costumbre era ésa de personajes encumbrados, la de tirar dinero desde los balcones en ocasiones señaladas, para halagar al pueblo. Aquel hombre tan bueno que fue el general Raúl Madero quiso revivir tan antigua costumbre, y siendo gobernador de Coahuila arrojó en cierta ocasión monedas a la muchedumbre congregada en la plaza de armas de Saltillo para escuchar el Grito. No fue bien entendido el gesto del general, y el pueblo le respondió arrojando las mismas monedas a su comitiva, que hubo de retirarse apresuradamente del balcón.

Dejemos pues por hoy a Allende disfrutando de las corridas de toros. Mucho le gustaban a don Ignacio los toros y las mujeres. Quizá si los jefes insurgentes hubieran seguido su viaje de inmediato, en vez de quedarse todos esos días en Saltillo, los conspiradores que los apresaron no habrían tenido tiempo de preparar sus redes, y otro hubiera sido el rumbo de la historia. Pero a los insurgentes les gustó Saltillo. Y no los culpo, porque yo vivo en esta hermosísima ciudad y sé por experiencia que aquéllos que llegan a Saltillo ya no se quieren ir.

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