Antígona: de tragedias milenarias y la violencia sobre los cuerpos

Opinión
/ 25 enero 2024

Una mujer que se rehúsa a poner la ley de los hombres por encima de la ley divina. Esa es la premisa de Antígona, un mito griego que Sófocles convirtió en una Tragedia para ser representada por primera vez en el año 441 A.C. La ley de los hombres es la de su tío Creonte, actual rey de Tebas, y quien ha establecido que el cuerpo del hermano de Antígona y traidor a su patria, Polínices, no pueda recibir los ritos fúnebres. La ley divina es aquella que dice que todos los muertos deben recibir sepultura para poder permitir su paso al inframundo.

Antígona es una de las tragedias griegas más representadas hasta hoy. En general, éstas resultan un material altamente maleable que puede ser actualizado de diversas maneras y en diferentes épocas, pero Antígona nos habla de un mal que desgraciadamente no parece desaparecer con los siglos: el de la búsqueda del poder sobre los cuerpos, no sólo de aquellos que viven, sino de los que mueren. Antígona, no se refiere solamente al tema del duelo irresuelto provocado por la falta de entierro, sino que enfatiza el papel de aquel que está en el poder y de la tiranía de quien impide los rituales más básicos y sagrados para el ser humano.

Antígona se revela ante el edicto de su tío y entierra a Polínices en secreto, siendo descubierta y condenada a muerte. Poco importa si después Creonte se arrepiente de su sentencia, Antígona se suicida antes, provocando otra cadena de tragedias al suicidarse también su prometido e hijo de Creonte, Hemón y la actual reina de Tebas, Eurídice, al enterarse del suicidio de su hijo.

La relevancia de la tragedia de Antígona, pienso, deja en un mal sitio a la humanidad. Las guerras de todo tipo son las que mantienen viva esta historia que se reproduce incesantemente en países donde los cuerpos son destrozados hasta hacerlos irreconocibles o en los que ni siquiera hay cuerpo que pueda ser llorado.

Sin afán de hacer un conteo exhaustivo y nombrando solamente aquellas adaptaciones que me vienen a la mente, el grupo peruano Yuyachkani tiene su propia versión en la que se trabajó con madres de víctimas de la guerra sucia; en los últimos años en México se ha presentado una versión dirigida por David Gaitán y una versión libre de Sayuri Navarro que se relaciona a su vez con el tema de las desapariciones forzadas en nuestro país; Griselda Gambaro en la Argentina post-dictadura produce Antígona Furiosa, haciendo referencia a las madres de la Plaza de Mayo. Yo misma, como ejercicio artístico y de duelo personal me aventuré a dirigir Antígona(s) con el Grupo de Teatro Camaleón, fascinada también por la capacidad de la historia de repetirse de tantas diversas y dolorosas maneras, que a la vez siguen siendo la misma.

Lo interesante de Antígona al ser comparada con otras tragedias griegas, es su capacidad para conectar con grupos que, aunque no estén necesariamente familiarizados con la cultura del teatro europeo y su historia, entienden a profundidad los temas hablados en ella porque refleja otras realidades más inmediatas. La historia de esta princesa tebana es, como Miguel Rubio Zapata coloca, “una manera de apelar a la memoria histórica universal para encontrar en ella señales que nos ayuden a entender nuestra propia tragedia”.

Martin Heidegger llegó a hacer también un interesante análisis de la mirada de Sófocles sobre la naturaleza humana a partir de algunos versos en los coros de la obra, sobretodo en el que recita que “hay muchas cosas portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre”. El filósofo interpreta este verso como afirmación de que el hombre en su esencia, es terrible y violento. Violencia del hermano contra el hermano que nos lleva a negar hasta los derechos más básicos de los muertos; afrenta que solamente acaba generando más tragedia y muerte.

En mi propia interpretación de Antígona, me atreví a plantearla como un ser condenado a vivir de mil maneras su historia hasta que un día, quizás, lograra enterrar a su ser querido sin sufrir nefastas consecuencias. Hoy, quizás, me atrevería a decir que los condenados somos todos, repitiendo incesantemente una historia que no podremos parar mientras que el portentoso poder siga siendo más fuerte que la compasión.

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