Árbol y nube

Opinión
/ 8 enero 2023
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Este señor se ha levantado a las 4 de la mañana para llevarme de mi hotel al aeropuerto. No quiso que me fuera en taxi. Todavía es de noche. Estoy en uno de esos viajes absurdos −¿habrá alguno que no lo sea?− derivados de mi oficio de juglar: saldré de Querétaro a las 6 de la mañana con rumbo a Monterrey, y a las 9 tomaré ahí otro avión que me llevará a Puerto Vallarta. No encontró la agencia de viajes otro medio de ponerme en Vallarta a tiempo para mi otra conferencia.

Es alto y delgado este señor queretano, y tiene aspecto distinguido. Le encuentro parecido con John Gavin, que fue actor y luego aprovechó esa experiencia para volverse diplomático. El señor trabaja para la empresa en cuya convención nacional he participado.

A mí la gente me cuenta cosas, y luego yo le cuento esas cosas a la gente. Los relatos que escribo no son tan buenos como los que escucho: les falta la escenografía. Sucede lo que en aquella representación de “Rigoletto” que vi una vez en el Covent Garden de Londres. El personal de utilería y vestuario se puso en huelga de repente, y la ópera se cantó sin decorados y con la ropa que los cantantes llevaban al ir al teatro. Gilda iba con suéter y pantalón de cuero; el duque de Mantua traía chaqueta y tenis; Rigoletto −sin joroba− lucía bermudas y una camisa hawaiana. No fue lo mismo.

Tampoco yo puedo reproducir el ambiente en que oigo los relatos de las mujeres y hombres a los que veo en mis viajes y que jamás, posiblemente, miraré otra vez. ¿Puede alguien poner en un artículo para periódico la noche queretana, el silencio de la ciudad no amanecida, el viento del alba que −adivinas− llega de la Cuesta China buscando el acueducto para jugar entre sus arcos?

Este señor me dice que es hijo de español. Su padre llegó a México cuando la Guerra Civil. En España era campesino. Un día los republicanos ocuparon su aldea, formaron a todos los hombres en la plaza y a cada uno le dieron un fusil. Él tenía 17 años. Los combatió. Luego llegó la derrota de su bando. Logró escapar a Francia, y ahí estuvo en un campo de concentración. Los franceses sacaban a los refugiados todas las mañanas y los llevaban a trabajar en una fábrica. Por la noche los encerraban otra vez. En la fábrica vio el muchacho a una chica de grandes ojos negros, española también, y refugiada. Después de un año el muchacho salió del campo de concentración y fue a Marsella, pues supo de un barco que iba a México. En el barco volvió a ver a la chica. Con ella se casó al llegar a Veracruz.

El señor recuerda que su padre tenía las piernas llenas de cicatrices.

-¿Por qué? -le preguntó un día.

-No sabíamos nada de la guerra −le explicó él−. Nadie nos dijo que cuando estalla una bomba te debes tirar al suelo. Nosotros las veíamos explotar en la tierra, y nos subíamos a los árboles para salvarnos.

Hemos llegado al aeropuerto. Nos despedimos. Ahora voy en el avión. Desde la ventanilla miro el cielo. No es ya de noche, y no es aún de día. Si estás despierto a esta hora te visitan tus fantasmas. Vuelvo a mirar por la ventanilla del jet. Hay a lo lejos una nube que tiene forma de árbol.

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