Balance y balanceo
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“Lo único que siento es que no haya ataúdes donde puedan ponerlo a uno de rodillas, porque hasta muerto y sepultado quisiera yo seguir dándole gracias a Dios por todas las bendiciones con que llenó mi vida”.
Esas palabras las dijo monseñor Joaquín Antonio Peñalosa pocos días antes de morir. Si yo fuera digno de esa frase la suscribiría. Igual que el ilustre sacerdote y hombre de letras potosino, puedo decir que no me alcanzaría la existencia para agradecer a Dios el cúmulo de bienes que me ha dado.
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Se fue muy pronto este año, y sé que con prisa mayor se irá el tiempo que me queda por vivir. Los días son como el polvo en un reloj de arena: al principio parece que no cae, pero al final se precipita vertiginosamente. Recuerdo cómo tardaba en llegar la Navidad en mi niñez. “¿Cuánto falta para que venga el Niño Dios?”. “Una semana”... Y aquella semana se hacía eterna. En cambio a estas edades media un instante entre el día primero de diciembre y el de hoy en que concluye. Como dice la carátula del gran reloj de péndulo que tenemos en la sala: “Tempus fugit”. El tiempo huye. Huye, sí, pero nosotros no podemos huir de él. Se nos va, y en él nos vamos.
Hago la cuenta ahora de todo lo que este año me dejó. Conservé el don precioso de la vida, y el no menos preciado bien de la salud. Gocé calor de hogar y de familia. Gané amigos, y no perdí ninguno. Leí menos de lo que debería leer, y escribí más de lo que debería escribir. Me temo que hablé mucho, y más me temo que escuché muy poco. No sé si a alguien le hice mal, pero si se lo hice fue sin darme cuenta, pues a nadie jamás quise dañar. Nadie tampoco me hizo mal, y si alguien me lo quiso hacer nunca lo supe, lo cual es gran ventaja, para no hacerse uno mala sangre.
Viajé mucho. La verdad, ya no me queda eso de andar de pata de perro. Lo mío debería ser la mecedora. Pero qué le voy a hacer: el camino me llama como a los marineros las sirenas; no he perdido ni las ganas ni la curiosidad, y todavía me asombro y maravillo antes las cosas que veo, y más ante las que no veo. Por eso viajar es un deleite para mí, y más porque la gente me trata con cariño y me llena de toda suerte de atenciones. A mayor abundamiento, tengo panza de las que antes llamaban “de músico”. Ni los peores comistrajos me hacen daño, y puedo comer lo mismo en el más caro restorán que en una fonda chiquita o en un mercado popular sin consecuencia alguna, y beber desde el más infame chínguere o soyate hasta los caldos de más precio sin conocer los estragos terribles de la cruda. No me canso de dar gracias a Dios por esa inmensa dádiva.
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¿Cómo será el próximo año? Algunos lo adivinan tormentoso, por las cosas políticas que vienen. Yo ya soy perro viejo, y no me asusta cualquier úchila. Venga lo que viniere, recibámoslo con animoso espíritu. Si es bueno, bien haya; y si malo es, apechuguemos y sigamos trabajando, que al fin y al cabo en México no hay mal que dure no ya cien años, sino ni siquiera más de seis.
Yo deseo que el 2024 venga lleno de venturas para ti y para los tuyos, y que al final nos encontremos todos juntos, como ahora, gozando los dones de la vida, de la paz y el bien. ¡Feliz Año Nuevo!