Balas y flores
He ido a perorar a Pitiquito, población de 3 mil habitantes en el noroeste de Sonora, ya cerca de Caborca.
En Pitiquito sucedió un acontecimiento memorable que bastaría para poner el nombre de la población con letras de oro en los anales de la Historia Nacional. Casi nadie conoce ese suceso. Yo lo supe por el Cronista del lugar, don Benjamín Lizarraga. Cuando el general Pershing entró en territorio mexicano con su famosa Expedición Punitiva para castigar a Pancho Villa por el asalto de Columbus, los pitiquiteños ardieron en patriótica indignación. Recordaron el “masiosare” del Himno Nacional y se reunieron todos en la plaza pública. Conque expedición punitiva ¿eh? Pos ya verían los gringos.
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Fueron a sus casas y se armó cada uno con lo que pudo: el rifle venadero, la escopeta para cazar conejos, la vieja carabina con que el abuelo se defendió de los apaches... Montaron aquellos Quijotes del desierto en sus cansinos Rocinantes y se dirigieron en dirección al norte. Su propósito: internarse en los Estados Unidos en una expedición punitiva para vengar el agravio de la Expedición Punitiva.
Ya iban a cruzar la frontera, con lo que se hubiera armado la de Dios es Cristo, pero el aviso de lo que sucedía llegó a Hermosillo y una tropa de soldados federales acudió apresuradamente a detener a los pitiquiteños. Se devolvieron éstos de muy mala gana, diciendo pestes contra Pershing y contra los soldados, pero el recuerdo de esa gloriosa expedición, aunque frustrada como la primera salida del hidalgo de la Mancha, quedó por siempre en la memoria colectiva.
Ahora estoy en Chihuahua. Los tarahumaras, o tarahumares, veneran una planta cuyo nombre nada más ellos deben y pueden pronunciar. Se llama “jícuri”. Virtudes taumaturgas tiene el jícuri. Macerada y comida, la planta produce un éxtasis que dura varios días, en los cuales el venturoso que la comió tiene visiones inefables y experimenta goces del cuerpo nunca conocidos. Puesto bajo el cinturón, el jícuri protege a quien lo lleva del ataque de bestias u hombres malos. Si se le lleva a las cacerías es prenda segura de buen éxito: el venado se acercará manso al percibir su olor, y sin moverse dejará que el cazador le dé muerte.
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El jícuri es planta pudorosa; su honestidad y recato es de doncella. Por eso no se le puede tener en la cueva o la casa, pues aunque sea de noche sus ojos verán en la oscuridad cosas que no debe mirar. Así, el jícuri se ha de guardar en la troje, dentro de un jarro o chiquihuite. Planta sagrada, no se le puede perder ni robar. Si ratas o tlacuaches se la comen el negligente dueño sentirá para siempre los dientes de aquellos animales en su corazón. Si alguien que no tiene jícuri roba el del vecino, el ladrón se volverá loco a los tres meses. Para evitar esa demencia debe invitar a todos a una fiesta. Ahí declarará su robo. En desagravio, al jícuri le ofrecerá tesgüino, y aquel a quien robó la planta le entregará un buey.
El jícuri es planta divina. El Padre Dios, cansado de las maldades que veía, decidió cambiar de casa: dejó la tierra y se fue al cielo. A fin de compensar su ausencia, y para hacer menor la pena de los hombres, ahora tan solos en este bajo mundo, les dio el jícuri. Dios aprieta, pero no ahorca.