Personajes de ayer (y antier)

Opinión
/ 17 agosto 2024

Napo Ortiz fue laborioso y eficaz colaborador del Banco Mercantil de Monterrey. El gerente le pidió un día que fuera a cobrar cierta cuenta difícil, pues el deudor tenía vencidos ya varios documentos. Era agricultor, y no se le habían dado bien las cosechas, de modo que los préstamos refaccionarios, los de habilitación y avío, los hipotecarios, los prendarios y todos los demás créditos habidos y por haber se le habían vencido ya. “Tres maneras seguras tiene un hombre de arruinarse -escribió el inolvidable papa San Juan XXIII, de felicísima memoria -. Son el juego, las mujeres y la agricultura. Mi padre escogió la manera más aburrida de las tres: era agricultor”. Pues bien: también era agricultor aquel deudor insolvente.

Fue Napo Ortiz a buscarlo a su casa, y regresó poco después mohíno y cabizbajo. Sin más ni más le dijo al jefe que quería renunciar.

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-¿Por qué, mi Napo? -le preguntó extrañado el superior.

Entonces Napo Ortiz le contó lo que le había pasado. Fue a buscar en su casa al insolvente y no lo halló. Encontró, sí, a la esposa del tipo, y a ella le dijo que en ausencia de su cónyuge debía ella acudir al banco a regularizar la situación. La señora se angustió grandemente, y pronunció entonces las fatales palabras que hicieron a Napo Ortiz dejar definitivamente sus tareas de cobrador. Le dijo la mujer:

-Señor: a mi marido se le ha puesto la cosa muy dura. Póngase usted en mi lugar.

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El Godoy, que con ese apodo era conocido don Alfredo de la Peña, era famoso por sus ocurrencias, por el don que tenía de sacar quién sabe de dónde respuestas donairosas que hacían soltar el trapo de la risa a quienes las escuchaban.

Fue un día don Alfredo al Banco de Coahuila, y se apersonó con su gerente, el muy serio, parsimonioso y estimadísimo señor don Leonardo Arzuaga. Le explicó el Godoy a don Leonardo que se proponía explotar una mina de vetas muy promisorias que había encontrado y que seguramente lo haría rico en poco tiempo. Dispuesto estaba él a compartir su prosperidad con todo Saltillo, volcando en obras de beneficio general los cuantiosos caudales que sin duda le rendiría la mina. Desgraciadamente por esos días andaba algo escaso de dineros –“impecune e inargento”, dijo con prosopopeya-, motivo por el cual se veía en la necesidad de distraer a don Leonardo de las múltiples e importantes ocupaciones que tenía para pedirle un crédito que él se comprometía a pagar en el tiempo y condiciones que el banco le fijara.

El señor Arzuaga le informó que por principio de cuentas debería conseguir la firma de alguien que lo respaldara en calidad de aval.

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-¿Y de quién quiere usted la firma, don Leonardo? -preguntó el Godoy.

-En su caso, don Alfredo -contestó el señor Arzuaga-, el aval lo pedimos por pura fórmula, de modo que muy bien puede usted traer la firma de su señora esposa.

-Mire, don Leonardo -dijo entonces el Godoy asumiendo una actitud de suma dignidad-. A mi esposa yo la quiero nomás para...

Y citó un verbo equivalente a “asir”, “agarrar” o “tomar”.

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