Belleza y aprendizaje: El misterio que guarda el arte
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La voz del maestro penetraba en las mentes de los estudiantes con una claridad y facilidad fabulosas. El hallazgo, gracias a la guía, de conocimientos volvía, y volvería para siempre, inolvidable cada sesión.
Jornadas de aprendizaje del arte. Seminarios ideados para propiciar la cultura general de los alumnos. La que correspondió al arte en sus manifestaciones en la escultura, la pintura y la arquitectura, hizo que los estudiantes entraran en un mundo mágico, pletórico de enseñanzas y disfrute.
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Un tema estético que ayudaba a comprender cómo habían sido las elecciones de los primeros hombres que habitaron la Tierra y cómo fueron desarrollándose los que continuaron su paso por ella, hasta llegar al sentido de la belleza en la actualidad.
Es de recordarse una de las explicaciones que deslumbró a todos aquellos estudiantes, y que, aún hoy, algunos de ellos comentan entre sí. El arte en la prehistoria. Los grupos humanos, cazadores-recolectores, iban de un lado a otro registrando su andar, su cazar y su evolución. Si vivían un momento de crisis, sus manifestaciones tenían un sentido abstracto; pero cuando, por el contrario, había abundancia de alimento, posibilidad de guarecerse de los embates de la naturaleza y de resguardarse de las fieras, su expresión guardaba un sentido realista.
El arte era el registro puntual de las sensaciones y experiencias del ser humano; su visión frente al mundo que lo rodeaba. El arte se convirtió en su compañero vital, indispensable. En su compañero de andanzas, de su ir y venir.
El maestro nos hablaba de esa experimentación de la belleza como el sentido estético. Podría tratarse de una obra en concordancia con los “patrones de belleza” y gustar. Pero también podría no contenerlos y, aun así, despertarse el sentido estético, esa emoción que emana del espíritu y lo hace volar con libertad.
Y lo hace porque hay algo que resulta indefinible. Un algo que se encuentra frente a la mirada, pero no aparece con claridad diáfana: es un rumor en el viento; una brisa fresca; un cierto calor que inunda el alma. Por dentro, ese algo es capaz de desgarrar, de tocar las fibras más sensibles del ser.
Desde el presente, una obra de arte debe ser concebida como producto de su tiempo y del lugar determinado en que tuvo origen, de acuerdo con el filósofo francés Henri Lefebvre. Resulta de gran interés así observarla y así disfrutarla.
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Cuando se recuerdan todos estos momentos y reflexiones, viene a la mente el pensamiento de Julio Cortázar con respecto a la forma en que la gente ha decidido buscar y encontrar en la belleza la felicidad:
“Yo me quedo con las casas donde he sido feliz, donde he asistido a la belleza, a la bondad, donde he vivido plenamente. Guardo la fisonomía de las habitaciones como si fueran rostros; vuelvo a ellos con la imaginación, subo escaleras, toco puertas y contemplo cuadros. Yo no sé si los hombres son demasiado ingratos con las casas, o si en mi gratitud hacia ellas haya algo de neurosis. El hecho es que amo los recintos donde he encontrado un minuto de paz; no los olvido nunca, los llevo conmigo y conozco su esencia íntima, el misterio ansioso por revelarse que habita en cada pared, en todo mueble”.
Todos llevamos con nosotros mismos las imágenes a que nos lleva Julio Cortázar. La guía de los maestros es determinante, y pensar en que sean ellos los que sigan impulsando y estimulando las artes y el pensamiento crítico es promisorio para toda comunidad, para toda sociedad que finca en ello la sabiduría, en la amplitud tan grande que da la palabra.