Saltillo: El maestro quien sembró en las almas
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Al maestro Javier Villarreal Lozano
Al abandonar sus clases, se concentró en su jardín. La transición fue suave, pues había dedicado su vida a la docencia y en ella había sembrado y cosechado frutos. Cada mañana, entraba a su salón de clases con una sonrisa que contagiaba y, con ella, conocimiento y sabiduría. Conocimiento, información que sería útil para la vida profesional, herramientas para su desempeño, habilidades prácticas. Sabiduría, cúmulo de verdad y filosofía, enseñanza para la vida, comportamiento ético que trascendía el aula.
A él se dirigían los estudiantes con buenas calificaciones y buen aprovechamiento, pero a él se dirigían, con igual respeto, los que no las lograban obtener, los que tenían dificultades, los que llevaban tropiezos desde sus primeros pasos.
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Llegaban con él para pedirle consejos, para comprender mejor los conceptos, para solicitar su apoyo, para platicar, para entender el mundo que les agobiaba y del cual deseaban salir y superarse.
Encontraron en él el apoyo, la guía, la charla, la alegría, el consejo, la sonrisa, la frase exacta que les permitiría encontrar su camino. Han pasado los años, y encuentro uno y muchos que me comparten: “Lo que me dijo el maestro lo he aplicado siempre como código de conducta”. “Aquella expresión me marcó de por vida”. “Fue mi mejor maestro, sin duda”.
No pidió reconocimientos, pero los obtuvo. Se los dieron en vida y luego de haber trascendido está presente en los corazones y en el pensamiento de quienes tuvimos la dicha de haber contado con él en el aula y en los pasillos. No dejaba indiferente a nadie.
Cuando llegó el tiempo, hubo de decir adiós al aula. Su querida escuela, convertida ya en facultad, le rindió un homenaje: el escenario fue un salón de clases haciendo justo honor a su vida en las aulas: egresados de distintas generaciones ofrecieron conmovedoras palabras y fue tocado por la música de otro más a quien le emocionara la generosidad del maestro en clase con todos y con él.
Cuando en 2018 impartió su última sesión de Periodismo, se despidió con la clase y elegante sencillez que caracterizaron su existencia. La transición al cuidado de su jardín fue natural. Seguiría ofreciendo sus cuidados a sus flores, plúmbagos y rosas, y regando sus plantas, notando y destacando con sus íntimos el avance de cada palmo. Lo último fue una bella enredadera, una glicina, colocada en barandal, dorada al atardecer por la luz del poniente.
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De Ray Bradbury son las palabras que vienen: “Cuando muere, todo mundo debe dejar algo detrás. Un hijo, un libro, un cuadro, una casa, una pared levantada, un par de zapatos o un jardín plantado. Algo que tu mano tocará de una manera especial, de modo que tu alma tenga algún sitio a donde ir cuando tú mueras, y cuando la gente mire ese árbol, esa flor que tú plantaste, tú estarás allí. No importa lo que hagas, en tanto que cambies algo respecto a cómo era antes de tocarlo, convirtiéndolo en algo que sea como tú después de que separes de ello tus manos. La diferencia entre el hombre que se limita a cortar el césped y un auténtico jardinero está en el acto. El cortador de césped igual podría no haber estado allí, el jardinero estará allí para siempre”.
Javier Villarreal Lozano está para siempre en el alma de todos cuantos fuimos sus discípulos; permanece intacto en su jardín.
En octubre de 2024, el mes de su partida hace cuatro años.