Café Montaigne 310: La poesía como refugio
Los suicidios aprietan en esta región sureste y en todo México. Somos un país de suicidas y de asesinatos. Entre más crueles, bestiales y sanguinarios, pues mejor: ellos, los criminales, lanzan un mensaje a sus rivales y a cualquier ciudadano el cual no se plegue a sus intereses y extorsión: ellos mandan y son impunes.
¿Remedio contra cualquier tipo de mal, remedio contra lo anterior, incluyendo la desesperanza? Leer poesía. La poesía es absolutamente inútil, no tiene fin alguno ni sirve para nada... pero sin ella estaríamos perdidos como humanidad. De hecho, por eso andamos hoy perdidos. En este México ya podrido por las erráticas políticas de Andrés Manuel López Obrador, lo mejor es leer poesía. Acercarnos a los grandes poetas. A los poetas eternos, los cuales siempre tienen la verdad en su palabra.
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Amanece, el día se derrama. A cualquier hora, cualquier tiempo es bueno para disponer nuestros sentidos, todos, al viejo placer de leer poesía, a la par de una mesa bien puesta y radiante. Desde el aromático y amargo café de la madrugada, hasta ese pescado o salmón escanciado en finas hierbas de la comida (almuerzo, le dicen los argentinos e ibéricos) o mejor, ese revitalizante té del atardecer, cuando el sol se dispone a morir en su ocaso, al cual añadimos tres generosos dedos de ron blanco y una rodaja de limón. Todo es un buen motivo para saborear la vida. Estar vivos. Y si estamos vivos, pensamos, reflexionamos, existimos, comemos, disfrutamos.
Para Octavio Paz, ese Nobel mexicano alto, garboso y eterno hasta hoy, aunque los obradoristas y sus claques lo traten de sepultar, decía de la composición de los hombres “...son la espuma de la tierra,/ la flor del llanto, el fruto de la sangre,/ el pan de la palabra, el vino de los cantos,/ la sal de la alegría, la almendra del silencio”.
Lo anterior, en uno de sus poemas épicos y señeros arracimados en “Bajo tu clara sombra”. Pero le pongo el acento, note usted la definición de un hombre, de lo cual estamos forjados los humanos, los que tenemos voz y palabra, no los demenciales criminales: vino, sal, pan, frutos, almendras...
¿Podemos definir todo lo que nos rodea a través de la comida, de nuestros alimentos? Absolutamente sí. Para los poetas nada es imposible. Menos para ese poeta también Nobel y del cual sabemos de memoria algunos de sus versos, es Pablo Neruda. En un texto titulado “El Ciervo Sonríe”, el chileno universal no se anda por las ramas de la bisutería y define a la bella Iglesia de Tabán (en Hungría) como una “fruta amarilla,/ es una dulce pera de oro”. El texto completo reza a la letra: “Aquí están las colinas con tanto follaje/ que el falso castillo de cabeza calva/ no tiene perdón: no le crece una hoja/ en el tejado. Pero/ La Iglesia de Tabán es una fruta amarilla,/ es una dulce pera de oro,/ es un pequeño y largo pan ofrecido a los dioses”.
Somos lo cual comemos. Dice la Biblia: somos polvo y al polvo y tierra vamos a regresar ya muertos. Pero ese mismo, el polvo, va a renacer una y otra vez en el ciclo misterioso y maravilloso de la creación. Sin duda, todos vamos a morir. Pero hay ocasiones, como los motivos de la guerra, en la cual la tierra tal vez no pide, sino que exige a sus hijos de regreso más rápido que nunca.
ESQUINA-BAJAN
Fue el caso de la dictadura y guerra civil en España, arista abordada por Octavio Paz en un poema, digamos, un tanto político, de lo cual él abominaba, “Oda a España”, donde nos retrata de nuevo en veta gastronómica a nosotros los humanos, los hombres: “Los duros hechos de la guerra,/ el aire que respiran sus soldados, la tierra que los pide/ y los devuelve en flores, rocas,/ en olivares, frutos, agua suelta;/ la luz que los señala...”.
Esto y no otra cosa somos, señor lector: semilla, agua, olivares, flores, espigas, lechugas, manzanos, el bello árbol de la nuez, un naranjo... Con este México ya podrido y maldito, debe de aflorar en nosotros lo mejor de lo cual estamos hechos y forjados. Y leer o releer a nuestros autores favoritos es una de las ocupaciones más placenteras a las cuales hay que dedicar horas enteras. A Octavio Paz es necesario volver una y otra vez. Es necesario volver a sus letras siempre. Es como ir a misa: es obligado.
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Usted pensaría que un intelectual de tal talla y seriedad, el que fue dueño de una inteligencia preclara y animador de un sinfín de tertulias y disputas literarias y políticas, pues no tendría referencia alguna a tema, digamos, trivial, como lo es la gastronomía. Pues nada más alejado de la realidad. Sus poemas rebosan de ello, de explorar la vena gastronómica.
Amén, claro, de poder leer sus textos en diversas claves: clave histórica, clave citadina, clave filosófica, el amor, la naturaleza... todo está en Octavio Paz sabiéndolo leer. Un ejemplo rápido de decenas de ello en sus poemas: “Mi abuelo, al tomar el café,/ me hablaba de Juárez y de Porfirio,/ los zuavos y los plateados./ Y el mantel olía a pólvora./ Mi padre, al tomar la copa,/ me hablaba de Zapata y de Villa,/ Soto y Gama y los Flores Magón./ Y el mantel olía a pólvora./ Yo me quedo callado:/¿De quién podría hablar?”. Caray, el anterior texto acepta múltiples lecturas y acercamientos. Los siguientes versos son fragmentos del poema “Viento Entero”:
LETRAS MINÚSCULAS
Refúgiese, señor lector, en los grandes poetas. En tomar un buen café y una buena copa. En México, viene lo peor.