Café Montaigne 349: El testamento de amor y muerte de Fernando Savater

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Más de 240 páginas con un denominador común: un recuento de instantáneas, trazos, dibujos, palabras, memorias del amor, el cual Fernando Savater tributó en vida a su compañera por más de 35 años, Sara Torres Marrero
Ignoro si sea una canción mexicana, una copla del arrabal, unos versos octosílabos de varias estrofas de algún tango porteño. Pero lo bien cierto es lo siguiente, lo cual se aprende en la vida misma: llegamos con un quejido y envueltos en llanto. Nos vamos de la misma forma: desnudos y con lágrimas, y el llanto de los atribulados seres, los cuales quedan anclados en tierra.
Cuando un ser querido muere y se va. ¿Cómo proceder? ¿Se puede razonar la pérdida hasta hacerla sólo una etapa, una estación rápida y ligera de nuestra existencia? Llega el amor, eso llamado amor. Pero el amor veleidoso, así como llega, se va. ¿Puede uno deshacerse del fardo del amor cuando el ser amado nos deja con un palmo de narices, nos da un portazo en la cara y se va mediante esa estratagema eterna llamada muerte? El morir es entonces olvidarse del amor eterno, el cual nos venden los trovadores de poca monta, es liberarse de su fardo como se cambia uno de gabardina, pantalones y gafas. ¿Así debe de ser eso llamado amor?
El amor acaba. Eso todos lo sabemos, hasta Manuel Alejandro, aquel escritor de letras de canciones, quien le dio la letra de dicha tonadilla a José José. Pues sí, el amor acaba. Pocos o nadie lo entendemos. Por eso el amor está emparentado con la patología. Desde siempre. El amor es una enfermedad, nos lo han dicho los grandes filósofos clásicos. Esos a los cuales llamamos clásicos y sí, siguen vigentes y plenos hoy en día. Hablar del amor es cosa peliaguda. Difícil. Tan difícil y dura como explicárnosla. Al menos intentarlo. Reflexionarlo, analizarlo.
No menos sentido y lacrimógeno es el enamoramiento de un viejo comparado con el sentimiento de un joven. Las penas del joven Werther –J. W. Goethe, lo sabía y así lo dejó escrito–, por su enamorada, terminaron en suicidio. Ya luego, hubo epidemia de suicidios. Pero de igual manera, el abandono de la musa del poeta Paul Valéry terminó en lágrimas, un puñado de poemas perfectos y la muerte del enorme escritor. Valéry, usted lo sabe, estaba en el invierno de su vida cuando se enamoró a moco tendido y rienda suelta de una bella y joven mujer. El amor (el desamor, vaya) lo llevó a la tumba.
El anterior y torpe liminar viene a mi materia gris para contextualizar un libro y tema a tratar. Libro, el cual he leído con pasión y deleite. Es el libro, acaso el último, según sus propias palabras, del filósofo y novelista Fernando Savater. Repito, filósofo ibérico, quien también ha escrito novelas bien leídas. Su libro es: “La Peor Parte. Memorias de Amor”.
Más de 240 páginas con un denominador común: un recuento de instantáneas, trazos, dibujos, palabras, memorias del amor, el cual Fernando Savater tributó en vida a su compañera por más de 35 años, Sara Torres Marrero (a quien le bautizó/apodó como “Pelo Cohete”). Muerta de un emperrado tumor cerebral en 2015, la musa y compañera de Savater ha inspirado la mejor y la peor parte en la vida del escritor.
Este es un testamento de vida y muerte, amor y añoranza, razón y pasión. El libro lo adquirí junto con otros y de variados temas en la vecina ciudad de Monterrey. Allí me hospedé por una semana debido a un compromiso de trabajo. Cuando regresé a mi Mesón de Pecadores, abrí la bolsa para hojearlos todos y leer líneas en saltos de caballo.
ESQUINA-BAJAN
El de Savater se me antojó inmediatamente por lo aparentemente sencillo del trazo de sus letras. Las confesiones y el dolor de la pérdida de la mujer amada se unían a las reflexiones razonadas y a la línea de vida de ambos personajes: escritor y musa. Decidí empezar a leerlo esa misma noche en la Posada. Mandé pedir a la recepción un seis de cervezas con un par de limones y sal, y me apoltroné en el sillón de lectura. Ya tarde, apagué el televisor, el cual estaba sintonizado en un canal de música: los maestros del jazz antiguo. Ya luego viajé de regreso a este pueblo y en el camino terminé de leer “La Peor Parte” de Fernando Savater.
Se escribe una sola obra, un solo poema, un solo cuento; se escribe por siempre un solo texto. Es una teoría muy defendida y en la cual hartos escritores creen. Creemos. Fragmentos, astillas o ascuas encendidas se van acumulando para lograr una sola hoguera. La fogata entonces será un fuego eterno, llamas vivas, pasión chisporroteante, la cual en su paradoja bíblica nos habrá de salvar o condenar. ¿A cuál fuego nos estamos refiriendo?
¿Al fuego del infierno: inextinguible, doloroso y destructor? ¿Al fuego del amor, el cual purifica y libera? ¿Al fuego de la condenación como “llanto y crujir de dientes” –como se escribe textualmente en los Evangelios–? ¿A cuál fuego rehuir, si hay uno como el del purgatorio, como tinieblas exteriores o como cárcel: atado y preso por la eternidad?
El fuego destruye, borra “algo”, lo oculta; pero también purifica. Si el fuego tiene múltiples interpretaciones y símbolos, no menor es la simbología y tratamiento de ese fenómeno inasible llamado “amor”. Fuego, gozo y condena a la vez. Marguerite Yourcenar, en su celebrada “Memorias de Adriano”, siembra la idea la cual es extendida: si el amante conserva la razón, entonces no obedece del todo a su dios, al amor. Y si no hay pérdida, pues entonces no es un amor verdadero.
LETRAS MINÚSCULAS
“Cuando mi amada jura ser franca y fiel amante, / yo de verdad le creo, sabiendo que me miente...”: William Shakespeare. Sin palabras.