Contrapeso democrático: no darle todo el poder a la Presidencia
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La democracia mexicana es joven pues cumple a penas 24 años de edad. No es inexperta como tampoco madura. Queda un largo trecho por recorrer en este interesante experimento político, y a los mexicanos se nos brinda la oportunidad de escoger en relativa libertad quién nos va a gobernar –de Presidente– y quienes habrán de legislar a nuestro nombre –como congresistas– el próximo sexenio. Nosotros los de la “Generación X” y “Baby Boomers” llevamos únicamente cuatro elecciones generales auténticamente competitivas. Antes no las había, ya que un partido monopolizó las decisiones de todos los ciudadanos durante siete décadas sin interrupción; de ese opaco y cerrado sistema brotaron muchos bribones y pocos estadistas. Pero México progresó y logró romper las cadenas del autoritarismo un par de años, tiempo suficiente para construir andamios institucionales para garantizar el voto libre, que sobrevivieron incluso los intentos recientes de López Obrador de doblegar al Instituto Nacional Electoral a su voluntad. Aunque algunas prácticas nocivas persisten –la intimidación de grupos vulnerables, la desinformación entre los menos educados, los asesinatos de candidatos, la compra abierta de votos, el uso de tiempo y recursos gubernamentales para las campañas, así como la inyección de dinero de narco-terroristas en casos puntuales–, el proceso electoral hoy en día es más limpio y ordenado que durante el Siglo XX. Además, la supervisión de la comunidad internacional lo ha vuelto más confiable, moderno y legítimo.
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Todos los comicios previos tienen un común denominador que denota cierta sofisticación democrática: los mexicanos nunca han otorgado una mayoría absoluta a un Jefe de Estado. Es decir, votan por el Presidente pero escogen contrarrestar su poder y el de su partido con otros de la oposición para conformar el Congreso de la Unión. En el año 2000 Vicente Fox del Partido Acción Nacional (PAN) junto con sus aliados obtuvo 42 por ciento de la votación, pero solo 51 de 128 escaños en el Senado, y 223 de 500 en la Cámara de Diputados. En 2006 Felipe Calderón, el PAN y su coalición permanecieron en la Presidencia con a penas 35 por ciento de los votos, y aun menos de la mitad de representantes tanto en la Cámara Alta como en la Baja. Seis años después salió favorecido Enrique Peña del Partido Revolucionario Institucional (PRI) con 38 por ciento del total, aunque 61 de 128 senadores y 241 de 500 diputados para su agrupación política en la que relució el Partido Verde (PVEM). En la más reciente carrera electoral federal de 2018 se repitió el patrón. Andrés Manuel López obtuvo 53 por ciento de los sufragios para la Presidencia y logró consolidar una mayoría –simple pero robusta– en el Senado y los Diputados, de 53 y 61 por ciento, respectivamente para el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) que incluye a sus allegados, el Partido del Trabajo (PT) y Encuentro Social (PES).
Al parecer existe entre la ciudadanía un temor fundado a que el Ejecutivo controle el Congreso, derivado de la experiencia previa con el PRI –pues en aquellos tiempos el órgano legislativo en efecto era un apéndice de la Residencia Oficial de Los Pinos. Desde que se dio el desgaste natural de ese sistema uni-partidista, ninguna organización política ha conquistado 75 por ciento o más de escaños en las Cámaras, lo que se conoce como mayoría “calificada” de dos terceras partes. Si tal escenario se fuera a dar, se facilitarían reformas constitucionales de gran calado sin necesidad de convencer a la oposición. Esto no implica que una mayoría simple o relativa (más votos a favor que en contra, sin importar la cifra) sea inofensiva o inefectiva. En el segundo trimestre del año en curso la fracción parlamentaria de Morena, a instancias del Presidente de la República y probablemente movido por la cercanía de las elecciones, la remota pero potencial derrota de su candidata seleccionada a modo, y la urgencia de cimentar un régimen marxista con respaldo de las Fuerzas Armadas, aprobó piezas legislativas “al vapor” que son a la vez importantes y alarmantes.
Primero se trata de la Ley de Amnistía que le otorga al Ejecutivo la facultad de perdonar a cualquier criminal, concediéndole una importante herramienta de impunidad trans-sexenal para los soldados, su familia, incondicionales y socios. En segundo término se pasó la Ley Afore mediante la cual el gobierno se posesiona de 40 mil millones de pesos de cuentas individuales inactivas de ahorro de millones de trabajadores, para alimentar un programa de pensiones que la actual administración aduce como suya y promociona ampliamente previo a la votación. Y tercero, está la Ley de Amparo que le impide al Poder Judicial –y a los particulares– cuestionar, y mucho menos frenar, proyectos del Ejecutivo aún y si éstos carecen de viabilidad financiera, o incumplen con permisos ambientales, estudios técnicos o requerimientos burocráticos de otra naturaleza. Esto último por cierto no escandaliza ya que en los hechos se viene implementando desde hace tiempo con las obras faraónicas de López Obrador a cargo de los militares, clasificadas todas como de seguridad nacional para ocultar a los contribuyentes y sociedad civil los costos, detalles, y posibles errores o desvíos de recursos económicos y materiales. Las voces unidas de los legisladores del PRI, PAN, de la Revolución Democrática y Movimiento Ciudadano fueron insuficientes en esta ocasión para detener el mencionado trío de leyes aberrantes que se impusieron a último momento, y son muestra clara del peligro que representa ceder demasiado poder a un solo hombre y darle una mayoría sustancial a su partido político en el Congreso.
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Por lo tanto, es imprescindible que al acudir a la casilla este 2 de junio votemos a conciencia por la candidata que más nos convenza pero nunca dándole el respaldo absoluto. Hay que considerar contrapesos. Es de sabios votar por representantes del Congreso de la Unión que sean del partido antagónico a quién sea que escojamos como nuestra próxima dirigente nacional. Con ello podremos exigirle rendición de cuentas, limitar el ejercicio de su acción constitucional, y forzarla a sentarse a negociar con las demás fuerzas políticas antes de implementar reformas o cambios a la legislación vigente. Las consecuencias de esta estrategia electoral que propongo y que los mexicanos han practicado con naturalidad desde el año 2000, redituarán en políticas gubernamentales mejor planeadas y menos radicales tanto en términos ideológicos como en impacto financiero. Solía expresar el político y filósofo romano Marco Tulio Cicerón que “de hombres es equivocarse. De locos, persistir en el error”. No repitamos de nuevo darle la Presidencia a Morena y además mayoría en las Cámaras de Diputados y Senadores, salvo si lo que se busca es la destrucción de la República y la cancelación de nuestras libertades.