Cultura y Pop: La Zebra de Hirst
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Hirst tiene razón. Esta zebra ha pasado por una odisea que, apreciada en el vestíbulo de un museo en un país rico y civilizado, es entre ridícula, absurda, chocante y probablemente insensata
Hace un par de semanas estaba tomando un café en el amplio y soleado vestíbulo del museo Stedelijke en Ámsterdam, cuando vi que a unos veinte metros había varias piezas de arte que se podían ver gratis. A lo lejos una de ellas me parecía inconfundible, pero por inesperada, y porque nunca había escuchado sobre esa versión, me costaba creerlo: “No puede ser. ¿Es original?”
Así que me acerqué a echar un vistazo.
En un mundo ideal, el arte nos dice algo sobre nuestra propia existencia que sentíamos pero no habíamos conseguido expresar, o nos hace ver un aspecto de la realidad desde una perspectiva que no habíamos contemplado. De las ocho piezas que el Stedelijk tenía en el vestíbulo, siete eran un magnífico ejemplo de lo contrario: el arte también puede convertirse en una actividad burocrática, como cualquier otra actividad humana, y muchos artistas terminan siendo funcionarios que hacen ‘arte’ porque el estilo de vida les gusta, y todos tenemos que pagar facturas.
Una de esas sietes esculturas, por ejemplo, era un nudo de metal. La explicación de su relevancia era esta: “El nudo es un símbolo que todas las culturas reconocen, pero que para cada persona significa algo diferente.”
Perfecto, así le hacemos.
La otra pieza era la única que consistentemente hacía que las personas que iban y venían en el vestíbulo se detuvieran a verla. Algunas reaccionaban con perplejidad, otras con incomodidad; la mitad ponía cara de fuchi, la otra mitad de fascinación.
Así que conviene explicar su origen.
Los Young British Artists comenzaron a montar exhibiciones en Londres a principios de los años noventa. Si hablamos de arte, los chicos, como buenos aspirantes a artistas, eran rebeldes: hacían obras que el establishment no sólo detestaba, sino que consideraba basura. Si hablamos de estilo de vida, también era escandalosos: tenían fama de borrachos y promiscuos.
A todo esto, añadieron una dimensión emprendedora y otra mercantil: montaban sus propias exhibiciones independientes en espacios alejados de los santuarios del arte, y no ocultaban que querían ser famosos y millonarios.
Los “escándalos” de los YBA fueron potenciados por los tabloides británicos. A esto se añadió que un gurú de márketing, el millonario Charles Saatchi, tomó interés en ellos, usó sus artes para promocionarlos, y de paso compró —y luego revendió— muchas de sus piezas.
Mientras todo esto sucedía, Londres comenzaba a resurgir como una ciudad cosmopolita, lo británico volvía a ser cool, y la sociedad inglesa estaba lista para un arte diferente a lo que su entonces esclerótica y conservadora escena artística ofrecía.
Treinta años después, tres nombres de los YBA permanecen principalmente: Sarah Lucas, Tracey Emin, y muy por encima de todos, Damien Hirst.
Hirst, uno de los principales organizadores del movimiento, ha hecho muchas obras que han terminado formando parte de nuestra cultura pop: ni siquiera conocemos el nombre de las piezas, sino la descripción. Quizá a usted le suene alguna. La calavera cubierta de diamantes. La cabeza de vaca con moscas. Los cuadros hechos con alas de mariposas. Y probablemente el más conocido: el tiburón en un tanque de formol.
Say what?
En 1991 Saatchi le ofreció a Hirst financiarle cualquier obra de arte que tuviera en mente. Hirst mandó capturar un tiburón tigre de cuatro metros de longitud en Australia, lo trasladó a Londres, lo puso en un tanque de formol con la quijada abierta, y llamó a la pieza “La Imposibilidad Física De La Muerte En La Mente De Un Ser Vivo.”
El costo total fue de 50 mil libras. Saatchi lo vendió doce años después por ocho millones. Entremedias, la pieza causó horror, discusiones, críticas, vestiduras rasgadas, y un sinfín de chistes. Añadió polémica —y satisfacción para muchos— que el tiburón comenzara a deteriorarse, y que Hirst simplemente recomendara tirarlo y reemplazarlo por uno nuevo. “Lo que en mi opinión importa,” dijo, “es la intención. Pero la discusión de si es la misma obra seguirá abierta mucho tiempo.”
Aún hoy en día, muchos miembros del establishment artístico —¿qué será eso?— consideran al “tiburón en formol” —y de paso a toda la obra de Hirst— una chorrada.
Pero Hirst se entusiasmó, y después del tiburón puso en tanques de formol a ovejas, vacas partidas por la mitad, y tiburones partidos en tres.
Espero encontrarme algún día en persona en algún museo “La Imposibilidad de la Muerte...” Mientras tanto, la pieza que vi en Ámsterdam es una zebra entera, y se llama “The Incredible Journey” (“El Trayecto Increíble”).
Al ponerla dentro de un tanque de formol, Hirst hace que la apreciemos de una manera inesperada. No es una reproducción. No es “C’est n’pas un pipe.” Es el animal real y original, que tiene una historia concreta: nació en un rinción de África, vivió en un zoológico de medio pelo en el Reino Unido, y ahora está en un museo de Los Países Bajos, donde gente nice no sabe cómo reaccionar cuando la ve.
Hirst tiene razón. Esta zebra ha pasado por una odisea que, apreciada en el vestíbulo de un museo en un país rico y civilizado, es entre ridícula, absurda, chocante y probablemente insensata. Sólo puede entenderse en el contexto de un mundo donde la mitad de las personas están muriendo por comer demasiado, y la otra mitad por falta de comida. Donde el hombre más rico del planeta le quita la ayuda humanitaria a millones de los más pobres. Y donde empresarios que despiden a miles de personas de un plumazo envían a sus perros en aviones privados a spas, donde otros seres humanos les dan tratamientos que les ayudan a relajarse.