Cultura y Pop: Libros, libros, libros

Opinión
/ 4 marzo 2025

Allá por 1979, cuando comenzaba su carrera como periodista, Friedman fue enviado como corresponsal a Beirut, y cinco años después a Jerusalén

La semana pasada hablé del escritor inglés Nick Hornby y la columna que tiene en la revista “The Believer”, donde cada trimestre menciona los libros que ha comprado y repasa los que ha leído.

Mencioné también que los libros son una de las tecnologías más extraordinarias que existen. Déjeme ilustrar la razón con tres libros que he leído recientemente.

Hace un par de semanas terminé “Character Limit: How Elon Musk Destroyed Twitter.” Sus autores son periodistas que han pasado años cubriendo y escribiendo artículos sobre redes sociales en general, y Twitter en particular. Su libro ofrece un alucinante recuento de las condiciones que dieron lugar a esta red social, de los desequilibrios, envidias, egos, manías, e idas de olla de quienes están detrás, y de por qué Twitter ha puesto patas arriba la manera en que la información, las ideas, y la propaganda se distribuyen.

Antes de eso leí “Challenger: A True Story of Heroism and Disaster on the Edge of Space”, de Adam Higginbotham. Este libro fue un regalo de cumpleaños adelantado. De Higginbotham había leído hace años “Midnight In Chernobyl”, un recuento aterrador del accidente nuclear. Y sobre los desastres del programa del transbordador espacial había leído “Comm Check: The Final Flight of Shuttle Columbia”, de Michael Cabbage y William Harwood, y “Bringing Columbia Home: The Untold Story of a Lost Space Shuttle and Her Crew”, de Michael D. Leinbach y Jonathan H. Ward.

Así, el libro de Higginbotham unía a un autor que me encanta, con un tema que me fascina. No me defraudó: Higginbotham reconstruye la tragedia del Challenger para explicar las condiciones tecnológicas, políticas, económicas y sociales que permitieron uno de los logros más extraordinarios del ser humano, pero que también, aunadas a una creciente complacencia, a fallos organizacionales, errores humanos y presiones mediáticas y económicas, eventualmente dieron lugar también al accidente. El horror aumenta porque Higginbotham recrea con detalle las discusiones previas al fallido lanzamiento, cuando un grupo de managers se empeñó, contra la opinión de varios ingenieros, en dar la luz verde a la misión.

Antes de este libro leí “From Beirut to Jerusalem”, de Thomas L. Friedman, el célebre periodista del New York Times. Allá por 1979, cuando comenzaba su carrera como periodista, Friedman fue enviado como corresponsal a Beirut, y cinco años después a Jerusalén. Como periodista, Friedman estuvo en el lugar correcto en el momento ideal: lo que ocurrió en esa región entre esos años y su vuelta a Washington en 1989 no sólo explica la historia del siglo XX, sino gran parte de la historia moderna. Y Friedman lo explica entretejiendo sus experiencias personales con eventos específicos, el contexto histórico, y una visión cinematográfica sobre el terreno.

Además de lo que ya sabían sobre el tema, para escribir estos libros sus autores rastrearon, contactaron, y entrevistaron a centenares de personas, leyeron innumerables noticias y artículos, y centenares de memorándums, correos electrónicos o tweets. Contrastaron hechos, opiniones, eventos, perspectivas, y pasaron meses organizándolos y dándoles forma en una narrativa coherente. Después la editorial que compró cada uno de estos libros puso a un grupo de profesionales a revisar los manuscritos, corregir errores, y proponer mejoras.

El conocimiento y entendimiento que estos libros ofrecen, en otras palabras, es el resultado de la experiencia de varias carreras profesionales y de años de esfuerzo. Pero está al alcance de todos por tan sólo trescientos pesos, y se lee en seis o siete horas. No hay en el mundo, en este momento, una tecnología para diseminar conocimiento que sea tan poderosa y eficiente.

Quizá advirtió usted lo diferentes que son los temas que estos libros cubren; quizá advirtió también que son libros de no-ficción.

Frecuentemente cometemos el error de pensar que “libro” es sinónimo de “novela”. No es así.

Las novelas son fantásticas porque, al abrirnos una ventana a la vida de otras personas, iluminan nuestras propias experiencias y nos ofrecen una perspectiva diferente a lo que nosotros hemos vivido. Y encima alimentan nuestro sentido de la belleza.

Pero los libros son una tecnología que da cabida a cualquier tema. Y mucho de lo mejor que se escribe es en la llamada no-ficción.

El ámbito donde todo esto sucede, sin embargo, es la lengua inglesa. No la española, no la árabe, no la china.

Esto se debe a que la lengua inglesa ha creado un ecosistema que valora estos libros como el tesoro que representan. Los autores consideran escribir un libro de no-ficción como uno de los máximos logros profesionales. Durante sus estudios universitarios han sido entrenados para procesar lo que otros han escrito, y organizar sus propias ideas usando palabras. Están rodeados de periódicos, revistas, y plataformas de streaming que necesitan contenido y pagan por él: los libros son un negocio, no un estatus intelectual. Finalmente, disfrutan de libertad de prensa, y tienen el apoyo de agentes que se ocupan de sus intereses y que hacen de porristas cuando es necesario, y de casas editoriales que pulen su trabajo y lo distribuyen.

El resultado es que se escriben y publican libros sobre todas los temas imaginables, y que están tan bien escritos que se leen como thrillers — no como libros de historia áridos, aburridos y pretenciosos, llenos de fechas y eventos que se presentan sin conexión ni contexto.

Ahora mismo, por cierto, estoy en Estambul. La primera vez que deseé venir a la antigua Constantinopla fue tras leer un libro la historia a los quince años. Es la segunda vez que la visito: la primera fue hace (gulp) veintitrés años. La próxima semana hablaré de lo que encontré.

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