Descarrilamiento sexenal
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Con el temor de caer en la redundancia, me atrevo a comentar que voté por Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en los comicios del 2018 con la intención de enterrar al sistema político del priista Enrique Peña Nieto, irremediablemente plagado de corrupción. El programa de gobierno anunciado por AMLO sonaba sólido, bien estructurado y sensato. Sin embargo, una vez en el poder este personaje tergiversó todos sus planteamientos y resultó una peor opción que su antecesor. En resumidas palabras, ha sido un auténtico fraude. Para llegar a esta conclusión me baso en un solo aspecto que a todos los ciudadanos nos incumbe día a día: el estado de la economía.
La pandemia de COVID-19 fue un evento catastrófico inesperado que tomó por sorpresa a la humanidad entera, y en particular a las aseguradoras que han tenido que cubrir alrededor de 2 mil 500 millones de dólares solo en México. Sin embargo, varias naciones lograron superar la crisis con una mezcla de soluciones: apoyo a las micro y medianas empresas, fondos de emergencia para hospitales públicos, depósitos o cheques para que el ciudadano solvente deudas o cubra renta, campañas bien organizadas de vacunación, condonación de impuestos, y confinamientos estratégicos para evitar la aceleración de contagios incluyendo el cierre total de fronteras. Ninguna de estas medidas fueron implementadas correctamente en nuestro país, y dieron como resultado 280 mil fallecimientos a causa del virus. A la fecha somos la cuarta nación peor posicionada por muertes totales en el planeta. Aunado al decrépito sistema de salud pública –donde escasean los medicamentos debido a una obsesión centralizadora en la actual administración y décadas de negligencia–, el gobierno federal prácticamente se limitó a dejar a las empresas y los ciudadanos a su suerte. Los números no mienten: los programas de apoyo económico-fiscal suponen apenas el equivalente al 1.5% del Producto Interno Bruto (PIB) mexicano, cuando en Japón los estímulos superaron el 42% y en Estados Unidos el 18% de sus PIB respectivos. El Estudio sobre la Demografía de los Negocios del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) que se realizó el año pasado arroja que una de cada cinco empresas quebraron en territorio nacional. Esto se traduce en un millón de cierres e incontable cantidad de despidos laborales. Lamentablemente el Señor Presidente “tiene otros datos”, eufemismo que usa para ignorar la realidad y dar su distorsionada versión de los hechos.
Al adverso panorama de la economía global se suma en México la apuesta errónea de López Obrador por los combustibles fósiles. Además de anacrónica –dado que las potencias industrializadas ya se decidieron por las energías renovables para cumplir con el Acuerdo de París respecto a la disminución de los gases de efecto invernadero–, la política del actual mandatario tiene serias repercusiones para el erario público. Seguir invirtiendo en una compañía en bancarrota como Petróleos Mexicanos (Pemex) es una terquedad sin sentido. Tan solo en 2020 la paraestatal perdió poco más de 480 mil millones de pesos, por una variedad de razones que van desde incompetencia gerencial y colapso de exportaciones, hasta depreciación del peso frente al dólar y saqueo por los mismos trabajadores. Respecto de este último punto, hay sobrada evidencia de que muchos empleados del monopolio petrolero se asocian, organizan y ejecutan planes con delincuentes para la extracción ilegal de combustible, fenómeno vulgarmente conocido como “huachicoleo”. En ocasiones se da a plena luz del día y con presencia de elementos del impávido Ejército Mexicano, tal y como sucede con los narcoterroristas, que parecen contar con la protección activa de los militares. Pemex lleva años sin ganancias y sobrevive gracias al gobierno; la prestigiosa revista británica The Economist cataloga a esta especie de empresas como “zombies”, un lastre para el desarrollo económico en general. Pese a todo esto AMLO persiste en su objetivo de robustecer a Pemex y construir la Refinería Dos Bocas en Tabasco, cuyo costo excede los 8 mil millones de dólares. El Fondo Monetario Internacional (FMI) le sugirió posponer este proyecto faraónico para canalizar recursos en otros sectores clave que lleven a una rápida recuperación pos-pandémica (suponiendo que COVID-19 pueda erradicarse). La respuesta irreflexiva del Presidente fue inmediata: compró una refinería en Texas valuada en 596 millones de dólares.
No suficiente con las irracionales decisiones en materia de gasolinas, este gobierno ahora procede con desmantelar lo logrado en el ámbito eléctrico, cuya red venía modernizándose y dando cabida a la iniciativa privada para mejorar servicios y aminorar costos. Canceló unilateralmente cientos de contratos de entidades locales y extranjeras que llegaron a invertir montos estratosféricos en fuentes limpias, como la eólica, geotérmica y solar fotovoltaica. El Departamento de Energía de los Estados Unidos pronostica que de implementarse la (contra) reforma eléctrica auspiciada por Manuel Bartlett, el Director de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), tanto los precios al consumidor como las emisiones contaminantes más que se duplicarían. De nueva cuenta los números no cuadran. La CFE reportó pérdidas por 78 mil millones de pesos en 2020. Los apagones van al alza y esto impacta directamente en la productividad industrial del país y merma la confianza de los inversionistas extranjeros para establecer aquí sus factorías y almacenes. En lo que va del sexenio se fugaron aproximadamente 371 mil millones de pesos, un máximo histórico. Invertir en México se ha vuelto riesgoso.
Gas Bienestar –cuyo objetivo es vender el energético por debajo del precio de mercado– apunta a ser otra paraestatal fallida a costa del erario, y una competencia desleal para las empresas del ramo ya establecidas. López Obrador pretende imitar este programa previamente implementado por el ex-dictador Hugo Chávez de Venezuela. Subsidiar el gas LP a los pobres es una idea de corte marxista muy noble, pero no resulta sostenible a mediano y largo plazo. El costo se trasladará a la ya lastimada –y decreciente– clase media. Basta recordar lo que aconteció en Zimbabue y la mencionada nación sudamericana, en cuatro simplificadas fases relacionadas a las espléndidas dádivas del gobierno (nuestros impuestos) hacia el “pueblo sabio” (los potenciales votantes): en la primera tronaron las empresas privadas, en la segunda se nacionalizaron y colocaron administradores ignorantes pero leales al régimen, en la tercera arribó la escasez, y durante la cuarta sobrevino una hiperinflación. La subida de precios ahora se ubica en 5 mil 500% de acuerdo al FMI, y sigue vaciando los bolsillos de los más necesitados, dando paso a la hambruna y la desesperación. De Venezuela han salido casi seis millones de personas en años recientes. Es un Estado fallido bajo cualquier ángulo que se le mire, aunque con gas prácticamente gratis para la gente.
Por último pero no menos importante, las otras dos obras insignes de AMLO también auguran turbulencias financieras fuertes. El aeropuerto de Peña Nieto iba a costar 150 mil millones de pesos, constituyéndose como la principal excusa para cancelarlo. La Auditoría Superior de la Federación indica que 113 mil millones de pesos fueron utilizados solo para resarcir daños a los constructores por las rescisiones de contrato desde que llegó López Obrador a Palacio Nacional. Esto abulta el presupuesto total del aeropuerto sustituto –el Felipe Ángeles– a 180 mil millones de pesos. Es decir, el nuevo salió más caro que el previo, y es de menor calidad y capacidad, medido en el numero de pasajeros que usarán las instalaciones (19 vs 100 millones, respectivamente). Las acciones de la compañía Volaris sufrieron un ligero desplome en la Bolsa de Valores tan pronto ésta anunció su inicio de actividades en ese controversial sitio, y aún no queda claro si la Organización de Aviación Civil Internacional certificará al nuevo aeródromo sobre si cumple o no con las normas adecuadas para navegación y operación área pese a múltiples advertencias de especialistas antes de que iniciara la edificación. El otro gran proyecto –el Tren Maya–, pasó de 140 mil millones a 200 mil millones de pesos, y contando. Los soldados que lo construyen permanecen herméticos sobre los detalles del mismo alegando intereses de “seguridad nacional,“ lo que en términos prácticos significa nula supervisión y amplia impunidad pese al uso de recursos públicos.
Derivado de todo lo anterior se concluye fehacientemente que el sexenio de AMLO se ha descarrilado por completo. El desempleo rampante, el aumento en la tasa de informalidad laboral –ya supera el 56%–, el nulo apoyo a las empresas para enfrentar la crisis, los cientos de miles de muertos por Covid, la continua inyección de capital en compañías paraestatales fracasadas, y sobre-costos altísimos en un aeropuerto y trayecto ferroviario con viabilidad nebulosa son prueba de ello. México retrocede en los principales indicadores macro-económicos en el peor momento posible con presión inflacionaria que no cede. Lo repito: López Obrador terminó siendo un fraude, y muy caro; aún faltan tres largos y tortuosos años de su incompetente gobierno.