Día y noche, noche y día
COMPARTIR
Lo hemos aplazado dieciséis años largos, en parte por no enfrentarnos a la magnitud de la tarea y por desidia e incapacidad resolutiva; en parte por pena y por respetar la absurda voluntad de mi padre (“Quiero que todo continúe como está”). También, en gran medida, por el desinterés o desdén de los Ministerios de Cultura, de la Biblioteca Nacional y de todos los organismos a cuyas puertas se llamó. Debo reconocer que yo hice pocas gestiones, y que han sido mis hermanos y mis cuñadas quienes se han encargado. La verdad es que, a partir de un cierto momento, y tras comprobar que a las entidades culturales les traía sin cuidado el legado de mi padre, Julián Marías, me lavé las manos y me desentendí. Dije a mis hermanos y cuñadas que podían hacer lo que quisieran, y que no me opondría a lo que decidieran. “Ya tengo bastante”, me excusé, “con ocuparme de mi propia biblioteca, de mis originales y borradores, de mi abundante correspondencia”. No porque crea que eso va a ser codiciado por nadie, visto lo visto, sino porque todo escritor acumula tanto material a lo largo de su vida que más vale buscarle aposento si no lo quiere destruido sin más, tras su desaparición.
Ahora, dieciséis años y pico más tarde de la muerte de mi padre, mis generosos hermanos me informan de que se ha completado el traslado de cuantos documentos y libros había en el piso de Chamberí a la Universidad Complutense de Madrid, que no sólo los ha aceptado en donación, sino que, con gran esmero, ha ido ordenándolo y archivándolo todo: miles de volúmenes, incontables cartas, millares de fotografías, qué sé yo. Aunque no haya participado en la operación, deseo expresar mi gratitud a esa Universidad, en la que mi padre estudió antes de la Guerra y el franquismo jamás le permitió ser profesor, por su respeto y su hospitalidad.
No sé ni quiero saber dónde serán alojados los libros que han constituido el paisaje de mi infancia y juventud y, tras unas vueltas por el mundo, también de mi edad adulta. Prefiero seguir imaginándolos allí donde siempre estuvieron, ocupando la casa entera y un par de sótanos, esa casa que, supongo, ha dejado de existir definitivamente. En los muchos años transcurridos desde la muerte de mi padre en 2005 (mi madre había muerto en 1977), he ido allí numerosas veces, principalmente a recoger correo o a buscar algo concreto, quizá un viejo juguete. Entraba con mi llave y no me quedaba apenas rato, pero sí visitaba la última habitación que tuve y me asomaba al salón y al despacho, contiguos entre sí, porque él escribía en el segundo y en el primero leía o releía. Me reconfortaba verlo todo más o menos en su estado original. Algún que otro mueble desapareció por complacer a una sobrina encaprichada con él; algunos cuadros salieron, ya que ese fue el único reparto que los hermanos efectuamos pronto; de los por mí elegidos, acabé llevándome sólo dos y renunciando al resto, pues en mi propia casa no había pared para ellos. Pero en conjunto todo permanecía igual: el sillón de la lectura, el sofá y las butacas en los que se sentaron tantas visitas de una casa alegre y llena de ellas, esperadas o no; el bonito y enorme escritorio, que diseñó mi padre y encargó a un carpintero soriano, Pérez Frías si mal no recuerdo; y sobre todo la biblioteca, los volúmenes cuidadosamente alineados que vestían las paredes de color. Cada uno de esos libros tenía su historia y su recuerdo para él, solamente para él. Sabía dónde los había comprado, la alegría sentida al descubrir algo estupendo en los estantes de una librería de viejo o anticuaria. A veces llegaba con una gran sonrisa y nos anunciaba (a mi madre más bien, a nosotros eso no nos decía nada): “Qué hallazgo, una edición temprana de las obras de Descartes”; o las del filósofo Francisco Suárez en latín; o las de David Hume. Compraba mucha filosofía, dada su profesión, pero también literatura española y extranjera. Yo he podido leer a Victor Hugo y a Dumas en francés, Sherlock Holmes entero en inglés. En ese sentido fui un privilegiado, en otros la verdad es que no. En fin, entrar en el salón y contemplar aún sus huellas, y las de mi madre, me consolaba y apenaba al mismo tiempo.
Al fin y al cabo, he escrito más de una vez que el espacio es el depositario del tiempo, del tiempo ido, que todavía flota en los lugares mientras éstos se conservan, sean una habitación o una casa, una calle, una plaza o una ciudad. Los alcaldes y alcaldesas de todas partes no tienen la menor consideración hacia
los recuerdos de los habitantes, y se dedican a destruir los espacios que durante unos años les toca gobernar. Suelen ser gente sin escrúpulos y avariciosa, carne de bofetón (metafóricamente, santo cielo, todo hay que explicarlo hoy).
Por eso sé que ya no volveré a poner pie en el piso de Chamberí. No quiero verlo todo vacío y desnudo, tan distinto de como fue desde 1958 o 1959, cuando nos mudamos desde la calle de Covarrubias en la que nacimos... hasta anteayer. Ese sitio por fin es pasado, como tantos otros, y ahora sólo me toca pensar en el que habito, en un barrio distinto, y en qué hacer con lo que allí dentro me acompaña día y noche, noche y día...
© EL PAÍS, SL. Todos
los derechos reservados