Dos palabras sobre la disonancia
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El pasado jueves 26 la orquesta filarmónica del Desierto interpretó en el Teatro de la Ciudad a tres autores mexicanos: Silvestre Revueltas, Manuel M. Ponce y José Pablo Moncayo. El público advirtió la similitud entre dos de ellos ―Ponce y Moncayo―, y la diferencia con el tercero. En una palabra, la diferencia se llama Disonancia.
La disonancia es la cualidad de tensión propia en un acorde que, en un contexto tonal tradicional, supone un choque entre notas adyacentes de la escala. Su opuesto es la consonancia que es la cualidad propia en un acorde que, en un contexto tonal tradicional, parece estable en sí mismo. Dicho de modo sencillo, la disonancia describe la relación entre dos o más sonidos que, al ser tocados juntos, producen una sensación de tensión, inestabilidad o “conflicto” armónico. La disonancia crea una sensación de incomodidad que a menudo pide una resolución, una combinación de sonidos estables y agradables al oído, es decir, una consonancia. Según el reverso de mi almanaque exfoliador la consonancia suena bonito y la disonancia, raro. Aquí lo raro no es pariente de lo feo. Cabe aclarar.
La disonancia ha acompañado a la música desde los viejos tiempos del barroco. Apenas 18 años después del fallecimiento de J. S. Bach, padre de esta escuela musical, en 1768 el polímata Jean Jacques Rousseau decía que la música barroca era “...confusa, cargada de modulaciones y de disonancias.” A esta sentencia se opone Thierry Geffrotin, quien en La música clásica en 100 palabras dice que “...los supuestos defectos señalados por Rousseau constituyen justamente la riqueza de esa música que se alimenta de contrastes y de elocuencia, de virtuosismo y adornos.” Bach no le llamaba Disonancia sino dureza, que es una indicación para tocar de una manera severa y decidida. Andando el tiempo, no mucho, unos 20 años, en 1785 uno de los cuartetos Haydn que Mozart escribió fue el Cuarteto de cuerdas en do mayor, K465, apodado Cuarteto disonante. El sobrenombre no es gratuito y se debe a la notoria disonancia en el arranque del primer movimiento, allegro. Añitos más adelante, entre 1796 y 1798, Haydn se valió de la disonancia para ilustrar el caos con el que abre su oratorio La Creación Hob. XXI:2.
La disonancia es fundamental en la música porque añade dinamismo y emoción, crea tensión y expectativa. En el barroco y en el clásico se usó, como ya dije; en el romanticismo Beethoven lo empleó, por ejemplo, en la primera parte del tercer movimiento, adagio-molto e cantabile, de la sinfonía No. 9 en re menor, Op. 125, y así. Al llegar la atonalidad con la música del siglo XX, se usó la disonancia sin remilgos ni miramientos. La razón fue que Occidente, cada vez más metido en violencia y deshumanización, generó una música que expresaba emociones complejas y dramáticas. El primer ejemplo que se me viene a la cabeza es Pierrot Lunaire (1912), del austriaco Arnold Schoenberg (1874-1951). Ciclo de canciones plenas de disonancias que crean la impresión de inestabilidad emocional. Casualmente dos años después estallaría la Primera Guerra Mundial. A Schoenberg le siguió disonante Igor Stravinsky con la Consagración de la primavera (1913), y, entre otros, el rumano György Ligeti (1923-2006) quien usó disonancias micropolifónicas, en su Piano Concerto (1931), que entrelaza múltiples líneas melódicas disonantes muy próximas al desagrado. En México la piedra picó en la música de Silvestre Revueltas (1899-1940), cuyo Homenaje a Federico García Lorca y Redes los escuchamos el jueves 29. En la fila mexicana se forman Mario Lavista (1943-2021), con, por ejemplo, Ficciones (1980); Manuel Enríquez (1926-1994) con Música para cuerdas; Julio Estrada (1943) con Mictlán (1992). El tan extraordinario como desconocido Juan Antonio Rosado Rodríguez (Puerto Rico 1922- DF 1993), fue compositor serialista, y atonalista, especializado en música de cámara. En 2015 la unam publicó el álbum doble Juan Antonio Rosado dechado de música disonante, emotiva, tensa, expresiva y profundamente bella. En Youtube está el quinteto de alientos Divertimento I (1959). Nomás para darse un quemón.
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Polímata es una bella palabra (del griego polymathós): quien sabe muchas cosas. Ya está en desuso desde la instrucción escolarizada que parceló el conocimiento haciéndonos expertos en algo e ignorantes en todo lo demás.