El antiguo tren llamado el Regiomontano / 1

Hace unos días, Saltillo recibió la amable visita de Juan Villoro, quien vino a conversar en un evento público con los escritores Víctor Palomo y Alejandro Pérez Cervantes sobre los retos de trasladar a la narrativa a poetas de la talla de Ramón López Velarde, Manuel Acuña y Otilio González, ya como protagonistas de la novela o como personajes en cuyo entorno girara la vida amorosa e intelectual del romanticismo decimonónico o las difíciles primeras décadas del siglo 20; poetas en cuyas vidas incidieron la pasión, la religión y la sexualidad, y se involucraron acontecimientos históricos emanados de la revolución y las luchas por el poder y sus consecuencias, como el episodio de Huitzilac en el periodo obregonista, que cercenó la vida del poeta saltillense Otilio González, “Lengua de plata”. Vidas jóvenes unidas por la provincia, la poesía y la tragedia en el morir, no obstante sus diferentes maneras: neumonía en el primero, la propia mano en el segundo y las balas de los fusiles a la voz de una orden militar en el tercero.
Los reporteros culturales dieron cuenta del evento. Yo traigo a colación el recuerdo del llamado tren Regiomontano, surgido ante la mención de Villoro de los extinguidos trenes de pasajeros y sus anécdotas en relación al que “como aguinaldo de juguetería” cruzaba el territorio mexicano de la velardeana “Suave Patria”. El Regiomontano hacía la ruta Monterrey-México pasando por Saltillo y en su diario ir y venir se suscitaban anécdotas a veces tan inverosímiles como las del cuento “El Guardagujas”, de Juan José Arreola. Ahora que ya no hay trenes de pasajeros en México se añoran más profundamente aquellos que tanto recorrieron los caminos de hierro del País.
Ferrocarriles Nacionales de México fue detonante del progreso en la época porfiriana. Sus vías unieron a casi todas las ciudades y pueblos, fueron el único medio de transporte y sobrevivencia para muchos poblados y en la Revolución jugaron su mejor papel. En México, el ferrocarril se sostuvo gracias a ese realismo mágico que da a los objetos un toque de encantamiento: se usó y se usó hasta que se acabó. Y ya no hubo para más. Siendo ya historia, los trenes mexicanos son protagonistas ellos mismos de un sinfín de historias.
En los años setenta, los saltillenses que iban a la CDMX viajaban en el Regiomontano. Entonces eran mejores las vías de acero que las carreteras. Además, los vuelos eran caros y escasos, y en Saltillo no había aeropuerto. El Regiomontano era un tren de lujo. Llevaba un carro-comedor que ofrecía un servicio de primera, un menú de exquisitos vinos de mesa y platillos para cena y almuerzo. También un carro-bar en el que se servían bebidas y botanas. Los coches-dormitorio llevaban camarines y alcobas con baño privado y cómodos sillones que de noche se convertían en camas. Resultaba atractivo poder cenar en mesa bien servida y encerrarse más tarde en el camarín a intentar dormir arrullado por el ruido y los bruscos movimientos del tren, o sentarse a beber y jugar póker. Los que preferían esta última opción corrían el riesgo, ya achispados, de perderse y recorrer varias veces los vagones antes de encontrar su dormitorio, si no es que iban a meterse a la cama de algún pasajero despistado que no había cerrado por dentro la puerta de su alcoba, pues los camareros desaparecían misteriosamente en la madrugada. Una vez que el tren llegaba a su destino, algunos pasajeros bajaban muy bien lavados, peinados y con la vejiga desocupada, y otros nada más con esto último.
En la mañana muy temprano, se oía por los pasillos el sonido del melodioso triángulo y la voz que anunciaba primera, segunda o tercera llamada para el almuerzo, igual que en el teatro se anuncia el tiempo para que dé comienzo la función. Y es que el Regiomontano era una función, una representación en un teatro en movimiento... cuando se movía. Y como la historia va para largo, mejor hacemos un intermedio hasta el próximo domingo.