El bueno, el malo y el azul
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Todos los días llegaba con su maletín y su paquete de cinco marcadores azules, además de sonrisa en cara y demasiadas ganas de enseñarle a un salón de 32 alumnos cómo dividir más de tres dígitos. Su mueca genuina y feliz pelando el diente, nos ponía igual a todos y se volvió clásica, a lo Clint Eastwood.
El profesor dejaba su maletín y de inmediato se ponía a escribir ejemplo tras ejemplo, tan veloz como el pistolero más rápido del Viejo Oeste. Aunque llegaba con su clase preparada, excesivos ánimos y un optimismo deslumbrante, nunca ni un solo día de todo el ciclo escolar, llevó un borrador de pizarrón. Siempre limpiaba la superficie con su mano cualquier letra, número u oración. Esto causaba que al final de la jornada sus manos tomaran el distinguido color de los marcadores. A la mañana siguiente ya no había señas de su pésimo hábito.
Sin embargo, un día a medio semestre las manchas azules de sus manos permanecieron ahí, aunque habían pasado 24 horas. Empezamos a bromear con que aquel profesor no se bañaba tan seguido, pero luego de un mes descubrimos que el color se esparcía por otras regiones, cada vez más grandes, a tal punto que cubrió ambos brazos. El profe no olía feo, así que su aseo personal no quedaba en duda.
Ahí fue cuando nos preocupamos por él; pero viendo que su sonrisa tan característica no se iba de su rostro, decidimos dejarlo pasar. De pronto para toda la escuela fue algo común y corriente descubrir cada día una mancha nueva, ya sea en el codo, oreja o nariz. Desde entonces, El Avatar, El Tristeza, El Pitufo, El Blue Demon, El Stitch... Múltiples fueron los alias de mi querido maestro y héroe.
El día de mi graduación con gran orgullo pasé a recoger mi certificado de estudios. Quien me lo dio fue mi apreciado docente azul que, después de parecer un completo pitufo, ahora era conocido por ser el borrador más rápido del plantel. Como forajido a punto del duelo, el profesor siempre caminaba por la escuela, tras cada cambio de hora, para medirse a tiros contra cualquier pizarra llena de apuntes. Nadie de la plantilla docente quiso volver a borrar su pizarrón por temor a contagiarse de cualquier color y El Azul dedicó su vida magisterial a hacerlo por ellos.
DESCARGADO
No me gusta descargarme. Hago muchas cosas al día: trabajo, estudio, voy al gimnasio, tengo partidos de fútbol, pintura, voy a clases de baile y tengo un perro. Soy una persona muy ocupada y consumo la mayor parte de mi energía a lo largo del día; pero odio descargarme. Cada que llego a la casa corro rápido y me conecto a la luz eléctrica. Odio la sensación de pérdida total de fuerza. Mis ojos se cansan, mis manos me dejan de responder y todo mi cuerpo se siente adormecido.
Desde pequeño me pregunté por qué dios había hecho a los humanos recargables.
Cuando naces estás conectado por tu cordón umbilical a tu madre. Cuando sales del útero, tu cargador es ese mismo cordón. Desde recién nacido hasta los 18 años es responsabilidad de tus papás conectarte con tu “cable” a la luz eléctrica; pero cuando cumples la mayoría de edad esa carga es tuya.
Desde la primera vez que a mi madre se lo olvidó conectarme a los 2 años supe que ese momento donde sientes que cada parte de tu cuerpo te abandona, cada sentimiento desaparece y todo deja de ser —pues para ti, tú ya no existes—, era horrible. Solo dos veces en mi vida me he descargado. La primera por culpa de mi madre y la segunda cuando olvidé el cambio de horario y quedé inmóvil en medio del vagón del metro. Cuando cuento este dato la gente se sorprende de cómo puedo ser tan precavido y constante con mi recarga. Me preguntan siempre cómo logro ahorrar y administrar mi energía.
Cuando usan la palabra precavido para describirme, los corrijo. Ése es el secreto, no ser precavido para nada. No pensar, pues el cerebro consume el 20% de nuestra energía.
Soy una persona muy impulsiva. Nunca planeo mi día, nunca pienso qué me pondré para salir. Pasaba con seis todas mis materias, nunca me cuestioné qué era lo que pensaban otros de mí y jamás le di más de una vuelta al asunto. Ése era mi secreto. Ahorrar siempre ese 20% de energía y llegar a casa corriendo para recargar. Hermoso hábito que me funcionó treinta años de mi vida.
Sin embargo, el otro día, regresé a casa bastante tranquilo, pues había ahorrado casi todo mi tanque a lo largo del día. Contaba con un buen 50% y no había prisa por volver a conectarme. Podría disfrutar de mi retorno sin la necesidad de correr. Mala idea.
En el camino de regreso me topé con un anuncio de comida rápida fusionada con coco. Asqueroso e interesante la combinación, si me preguntan. Me formé en una fila durante 20 minutos para degustar semejante platillo. 40%.
El sabor era un poco extraño. Lo que no era extraño y sí altamente predecible era el mal que le haría a mi estómago. Le rogué al dueño de un restaurante casi 15 minutos para que me dejara usar su baño. Cuando acepto, me tocó pasar a un baño pequeño justo al lado de la cocina, donde estoy seguro de que las cocineras no solo escucharon el chillar del aceite, sino también el chillar de un hombre que siente que va a expulsar cualquier pecado que lleve consigo. 20%.
Luego de disculparme con el dueño por semejante escena que no quiso bajar por el retrete, salí un poco más apurado. 20% ya no era un número agradable para mí. Agradable hubiera sido que el metro no hubiera estado lleno. Respiré personas por los 30 minutos que duraba mi ruta. Me sentía asfixiado e hice un sobre esfuerzo para inhalar aire limpio. 10%.Correr, correr y correr. Ustedes dirían que así gasto más energía y tienen razón; pero entre más rápido llegara a mi casa más seguro me sentiría. Además, solo quedaban algunas cuadras. “Sí llego”, pensé. Lo que me sirvió de poco, pues nunca tuve en cuenta los sueldos tan bajos de los maestros y que justo ese día harían una marcha para exigir justicia, haciendo que cerraran casi todas las calles y que yo tuviera que dar un gran rodeo para agregar cinco cuadras más a mi recorrido. 6%
Estaba en crisis. Ésta ya no era una caminata veloz si no desesperada. Tan desesperada que ni siquiera veía por dónde iba. Daba pasos tan grandes que por accidente terminé pateando a un perro Chihuahua que salió a disfrutar el sol y la vida. %5.
No era un ser desalmado. Me detuve para ver que el perro siguiera con vida, pero los efectos de la falta de energía empezaron a aparecer. Mis ojos se sentían pesados y mis manos se movían lento. Yo empezaba a sudar, mis piernas eran cada vez más inútiles y al agacharme para ver al perro podría casi jurar que éstas no podían soportar mi propio peso.
El perro estaba bien y yo no. Entre ser y no ser, yo no era. Me estaba desvaneciendo sobre la acera y no iba a llegar a mi casa, iba a quedarme tirado en el suelo y sufrir la experiencia más cercana a la muerte. O no. Me recosté en el piso y puse mi mente en blanco: no pensar en nada ni nadie, no sentir, no moverme, respirar cada que lo requiriera. No ser, pero estar. Estar cargado.
— ¿Necesitas ayuda? —escuché—. Te estás quedando sin batería, ¿verdad? Se siente horrible. No me gusta que me pase eso. Si quieres te puedo prestar mi umbilical. No te servirá de mucho, pero puede darte energía hasta que llegues a tu casa.
Era una chica, un ángel, un ser hermoso, mi salvadora. Yo estaba tirado y ella ofreciendo su cordón para mi ayuda. Era magnífica. Se me aceleró el pulso. Mis manos empezaron a sudar. Un filtro rosa la cubrió. Cupido, que estaba a un lado de ella, empezó a lanzar miles de flechas hacia mí. Cientos de corazones empezaron a rodearla. Yo sentía que caía, que caía a sus pies. Mis ojos la miraban con la fascinación de un perro a su amo, de un pintor a su musa, de un humano a dios. Yo era el humano, el mortal, y ella dios, la perfección, la pureza, la amabilidad, la bell... 0%.
PROYECTO MAMÁ
Siempre se me dieron bien los niños. Son personas pequeñitas que resultan tiernas para cualquiera. No tienen malicia en su interior y obedecen si uno les habla con cariño. Sin duda, son seres inofensivos. Por ello cuando vi que cien mil pesos era lo que ofrecía el cartel del tablón de avisos por un trabajo relacionado con el cuidado de niños, no dudé en tomarlo. El anuncio no era demasiado llamativo, estaba redactado con letra bastante común a blanco y negro, y era opacado por los demás carteles.
Me detuve a leerlo porque tenía necesidad de un ingreso extra y estaba justo al lado de las ofertas del supermercado. Me pareció curiosa la cantidad y que no mencionaba específicamente el trabajo que había que hacer para ganar esa suma de dinero. Imaginé que de niñera o educadora en una guardería muy, muy exclusiva. Al principio me sonó como algo para atraer a personas ingenuas, secuestrarlas y vender sus órganos o sólo asesinarlas. Lo chistoso es que yo era ingenua y tenía un buen riñón de sobra, además de unas vacaciones bien planeadas, pero ni un centavo en el bolsillo. Así que, ignorando completamente mi sentido común, decidí acudir a la dirección que marcaba el pedazo de papel. Al llegar allí me di cuenta de que era un pequeño local atendido por un hombre de buen aspecto, amable y bastante respetuoso. Este tipo tomó mis datos: nombre, dirección, si era casada, mis últimos niveles de estudio y si era madre. Me desconcertaron un poco estas preguntas, pues el hombre se negaba a explicarme en qué consistía el empleo para ganar tal cantidad de honorarios. Solo me dio otra dirección a la cual tenía que asistir mañana a primera hora y dijo que me explicarían todo a detalle en ese lugar; además mencionó que solo por ir me darían una buena compensación. Accedí de inmediato.
Al día siguiente fui al domicilio a las afueras de la ciudad y el sitio parecía un hospital en buen estado. A diferencia del día anterior, el hombre que me atendió tenía una apariencia más deplorable y cansada. Sus ojos me veían con desinterés y me dirigió a un pasillo donde esperé alrededor de cuarenta minutos. Después me ordenó que pasara a la siguiente habitación y lo hice.
La puerta detrás de mí se cerró con fuerza. No le tomé importancia. Mi atención se centró en lo curiosa que era la habitación, totalmente blanca, extensa y dividida en dos por un cristal templado. No había sillas, ni ventanas, sólo una cámara sostenida del techo, desde donde se podía ver toda la estancia. A su costado, también había un intercomunicador. Delante de mí y del vidrio templado que separaba la habitación, había unos juguetes y material didáctico para niños de primaria. Enseguida había un mantel rosa pálido, el cual tenía escrito en letras de colores la palabra “mamá”.
El intercomunicador se encendió y pude oír la voz de un hombre mayor: —Señorita López, ¿sería tan amable de ponerse el delantal y esperar sentada en el suelo un momento? Puede interactuar con los juguetes. Seguí las indicaciones que la voz me ordenaba. Me puse el delantal y me recogí el cabello. Me sentía una maestra de preescolar. Una puerta que no había notado por su camuflaje con la pared blanca se abrió. Por el acceso salió un niño pequeño. Podría calcularle algunos 6 años. El niño estaba demasiado flaco, casi desnutrido; sus costillas podían notarse y sus huesos se marcaban demasiado. Los pómulos los tenía totalmente hundidos; sus mejillas eran casi huecas. Sus cuencas tenían unas ojeras tan grandes que decirles bolsas se queda corto. Sus ojos eran saltones y sus pupilas bailaban mucho hasta que se posaron sobre mí con un interés muy grande, como si fuera su única compañía en el mundo. El niño tenía una postura encorvada, sus piernas estaban chuecas y su ropa desaliñada. El jorobado se acercó rápidamente para estar frente al vidrio templado. Estábamos a menos de un metro y lo único que nos separaba era ese bendito cristal. Logré escuchar que el niño emitía un sonido desde su garganta. Abría la boca y no movía la lengua. El sonido era como si quisiera escupir un gargajo, como si estuviera moviendo sus anginas y expulsando aire. El sonido era constante, lo hacía y repetía a cada rato.
Luego, pude ver cómo salía otro niño idéntico al anterior y atrás de él, otro, otro y otro. Empezaron a salir infantes a montones. No podía contarlos.
Aun así, la habitación era demasiado grande, estando dividida. Las partes por sí solas eran gigantes y la otra mitad estaba llena de niños. Chicos con las mismas características y emitiendo el mismo sonido. Rasgando el vidrio, intentando atravesarlo.
Al tener su vista concentrada en mí, recordé un texto que leí en alguna clase de historia. Hablaba sobre los soldados que volvían de la guerra y su mirada inerte, fría y desenfocada. Jamás pensé que sentiría aquella herida imaginaria.
La voz del hombre, claramente mi empleador, volvió a salir por las bocinas:
—Señorita López, por favor interactúe con los juguetes. Enséñeselos a los niños. Muéstreselos y trate de explicarles, teniendo cuidado de que todos le pongan atención.
Aun si fingiera ser un poste en medio de otros cientos, sentía que esos críos no apartarían su vista de mí.
Las indicaciones extrañas ya no me gustaban. Estaba empezando a cuestionarme si de verdad valía la pena hacer todo esto, si la cantidad de dinero era realmente justa. Pero siempre se me dio mal escoger las respuestas racionales. Tomé un pequeño tren de juguete y lo levanté en mis manos. Empecé a explicar qué era y para qué servía, sus colores y formas. Juguete tras juguete empecé a notar que la hostilidad de los pequeños bajaba, ya no rasgaban el vidrio ni hacían su sonido extraño. Su baba y mocos no chorreaban por sus barbillas y sus respiraciones no empañaban la cortina de cristal.
Al cabo de media hora me resultaba cómodo mostrar hasta osos de peluche a los pequeños. Comencé a tener menos miedo y hablar en confianza con ellos.
Pronto la voz del intercomunicador volvió a hablar:
—Prueba número tres. Los individuos se han mostrado tranquilos en presencia de “mamá”. Procedemos con la fase dos.
Yo en definitiva no era inteligente. Ésa fue mi conclusión al ver cómo después de que el hombre dijera esto el vidrio empezó a descender. Lentamente y con mucho cuidado bajé la mirada hacia mis infantes. Había desaparecido el ambiente sereno. Sus respiraciones se estampaban contra la barrera transparente que iba bajando y se empujaban unos contra otros, a tal punto que los que se encontraban adelante terminaron aplastados y asfixiados por los demás. El sonido horrible era aún más fuerte con los arañazos. El vidrio se llenaba de babas, mocos y sangre de los chicos abatidos enfrente. El cristal seguía bajando.
Corrí hacia la puerta, pero ésta nunca me dio el paso. Grité y golpeé, pero la salida seguía sin abrir. La cortina de cristal había bajado más; sin embargo, no fue necesario girar mi cabeza. Pude deducirlo tras sentir la respiración de uno de los niños en mi oído. Habían pasado. Sentía los dientes y uñas encajados en mi cuerpo, la baba y mocos cayendo sobre mí, su intensa respiración en la cara, mis extremidades siendo restiradas y ese maldito rumor perforándome los tímpanos. Sentía cómo mi piel era arrancada, mis cabellos y uñas arrebatados. Sus pequeñas manos me arrancaron los párpados hasta que fue imposible cerrar mis ojos aterrorizados. Se cumplió la pesadilla de cualquier niñera.
—Señorita López, ¿puede escucharme? Prueba número tres, fallida. Los individuos siguen siendo posesivos con “mamá”. Procederemos con la siguiente candidata.