El crash de las redes
que nos arrastró a todos
Pocos hechos, a lo largo de la historia de nuestro planeta, pueden ser clasificados dentro de la categoría de “fenómeno global”, entendiendo por este concepto un suceso cuyas consecuencias se resientan en todos los rincones del globo. Ayer se registró un suceso de estas características con el colapso de las redes sociales.
Para fortuna colectiva, el crash de las plataformas Facebook, Instagram y WhatsApp, principalmente, duró apenas unas cuantas horas, pero fueron suficientes para desquiciar −literalmente− múltiples aspectos
de nuestra vida cotidiana,
desde la educación hasta el comercio, pasado por la seguridad pública y las comunicaciones interpersonales.
Lo ocurrido ayer dejó en evidencia, sobre todo, la dependencia que todos tenemos de estas plataformas de comunicación y, con ello, el inmenso poder que las empresas detrás de las mismas han acumulado.
Todo hace indicar que no se trató de un hecho deliberado ni de un ataque cibernético, sino de un problema generalizado provocado por un proceso de actualización que funcionó mal y eso condujo al colapso de los servidores centrales de las plataformas mencionadas.
Independientemente de la causa, lo cierto es que esta falla global nos colocó en una situación que merece ser revisada con cuidado y que obliga a reflexionar sobre la forma en cómo la tecnología, más que una herramienta pareciera haberse convertido en modeladora de nuestra conducta.
Bien vista, la situación vivida ayer nos ubicó en el papel de “rehenes” de los servicios de mensajería instantánea pues, en no pocos casos, quienes los utilizan expresaron que carecían de una alternativa para desarrollar múltiples actividades.
La conclusión puede considerarse incluso perturbadora: si el servicio de WhatsApp deja de operar, sectores enteros se ven paralizados porque dependen por completo de esta vía de comunicación para realizar las operaciones esenciales de su actividad cotidiana.
Por otro lado, si Facebook suspende sus actividades, miles
de operaciones comerciales dejan de realizarse porque la información que las posibilita circula exclusivamente a través de dicho canal.
Lo peor de todo es que estamos hablando de servicios “gratuitos” −al menos en la mayoría de los casos− y eso implica que no existe posibilidad alguna de reclamo, pues salvo circunstancias particulares, los usuarios no pagamos −en estricto sentido− ninguna cantidad por usar dichas plataformas.
Por ello, el “apagón” digital de ayer es mucho más que una simple anécdota y constituye más bien un suceso sobre el cual debiera registrarse una reflexión colectiva importante.
Las tecnologías de la información constituyen un instrumento muy poderoso para construir mejores realidades para todos. Pero acaso también nos
están convirtiendo en seres dependientes de ellas a un grado peligroso.