El debate, una primera aproximación sobre a quién le daremos nuestro voto

Opinión
/ 7 abril 2024

La esencia del debate es la argumentación y argumentar literalmente se define como dar razones fundamentadas. ¿Será mucho pedir eso a las candidatas y al candidato este domingo? ¿O de plano no están en posibilidad?

Porque la idea que tenemos de un debate son los formatos de talk show que nos hemos fusilado de la tradición liberal norteamericana, que en últimos tiempos son sinónimo de pleito callejero, reyerta, discusión sin sentido, espacio de confrontación personal o partidista, donde quien más insulta, descalifica y se comporta de forma cínica, burlona, irónica o revela los pecados de los oponentes, es el triunfador.

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Son memorables los debates de Abraham Lincoln y Stephen Douglas en 1858. El de John F. Kennedy y Richard Nixon en 1960 que tuvo una audiencia de más de 70 millones de personas. El de Jimmy Carter y Ronald Reagan en 1980 que tuvo una audiencia de 81 millones de televidentes. Lo último que hemos vivido han sido las peleas y las burlas de Trump contra la señora Clinton o de la elección anterior entre el mismo Trump contra Joe Biden donde todo se convirtió en una chunga y en un margayate de insultos.

Como siempre vemos hacia el norte en esto nos quedamos. Y, por supuesto, como olvidar nuestros debates “made in Mexico” que, basados en esos formatos, marcaron pauta de lo que no debía de ser el instrumento. Diego Fernández en 1994, Vicente Fox en el 2000, Felipe Calderón en 2006 y Andrés Manuel López Obrador han sido los ejemplos de como a través de la bravuconería, el insulto, la ironía, el cinismo, la exhibición de la persona y sus pecados, y no de sus ideas, ha sido lo que ha hecho punta en estos ejercicios. La esencia del debate, perdón, es todo lo contrario.

Es la comunicación de ideas que se demuestran con la evidencia. Es el dicho acompañado del hecho. Son cosmovisiones que tienen como fundamento el argumento. Son los programas de gobierno o proyectos de país sustentados en datos, estadísticas y reportes; es el momento en que las ideologías se vuelven compatibles o no con la realidad que vive una sociedad determinada.

Es el momento de demostrar lo que se trae en la mochila, donde aflora sí o sí la formación y la preparación académica. Son las actitudes, el lenguaje corporal, los gestos y las formas las que determinan la calidad y la altura moral e intelectual de quienes tienen la voz. Es la capacidad de analizar, justificar y argumentar sobre el estado que guardan los distintos rubros en los que interactuamos los mexicanos y las propuestas para mejorarlos deberá de ser el objeto de atención de quienes estaremos al pendiente del ejercicio. Es tan simple y, como decían los antiguos, “contra facta non sunt argumenta” –ante las evidencias, no hay argumentos–.

En la antigüedad la base de la educación era lo que denominaban el trívium, donde la retórica era el instrumento de salida de las ideas que posibilitaban la gramática y la dialéctica. Sócrates discurría a través de la mayéutica. Platón a través de sus diálogos. Aristóteles asienta las bases de la elocuencia en la retórica –una de sus tantas obras–. Cicerón, en su obra “De Oratoria”, nos dice de las formas de cómo convencer de forma elocuente. ¿Cómo harán nuestras y nuestro debatiente?

Los “yo creo, yo pienso, yo siento, a mí me late, lo escuché por ahí” y otras tantas formas de suponer, inferir o decir por decir, deben pasar a segundo plano. Esos son los que dan forma a la aparición a la virulencia discursiva, a las acusaciones sin sentido, que son la medición que algunos medios utilizan para hacer ganadores a unos o a otros; en un país donde reina la violencia y la polarización, éstas no pueden ser variables de ponderación.

En un México surrealista que es donde vivimos, y donde nada nos sorprende. Los “qués” –violencia, inseguridad, desigualdad, injusticias, corrupción y una lista interminable de patologías sociales– la mayoría los conocemos, fijemos nuestra mirada en los “cómos”. Los “cómos” son las propuestas, los caminos, los programas, la agenda para poder salir de todas estas desgracias que tenemos años viviendo y que no se han podido palear.

Por tanto, descubramos en los discursos la banalidad, las inconsistencias y, en algunos casos, las mentiras. No se trata de hablar por hablar o de no quedarse calladas-callados para agotar los tiempos, se trata de ofrecer soluciones lógicas a una realidad en la que ellos mismos –la clase política nos metió– y donde, haciendo un balance, los únicos beneficiados fueron ellos mismos.

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En síntesis, el debate debe de ser una fiesta de ideas, argumentos y propuestas. Si alguien ataca, descalifica o denuesta habrá que estar muy atentos. Y ya en la parte final la pregunta obligada “¿quién ganó el debate?”, es donde la posverdad aparece apelando a los sentimientos, las emociones y las preferencias, independientemente de la objetividad de los tamices y filtros informativos.

La respuesta se la darán la filiación de los medios, las diferentes voces tendenciosas para un lado o para el otro, porque el maniqueísmo y la subjetividad en esta parte son más importantes que la racionalidad. Mi petición es que apelemos a la racionalidad, no a la emotividad y al sentimiento –elementos fundamentales de la posverdad– y, sobre todo, al nivel de argumentos, análisis, conocimiento y nivel de propuestas de los debatientes; porque en un debate quien debe de ganar es la ciudadanía. Finalmente, quien diga que realmente le interesa el país y la situación que vivimos, deberá de estar muy al pendiente de lo que digan las candidatas y el candidato este domingo en el debate. Así las cosas.

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