El ego del artista: Entre la autoafirmación y la mercantilización
El ego, ese mediador freudiano entre nuestras pulsiones primitivas y las normas sociales, ocupa un lugar central en la vida de todo ser humano, pero en el mundo del arte, adquiere una dimensión particularmente compleja. El artista, en su búsqueda de autenticidad y expresión, se enfrenta constantemente a las fuerzas de su propio ego, que puede alternar entre ser una fuente de fortaleza creativa y un obstáculo tóxico.
En el ámbito artístico, el ego no es meramente un aspecto psicológico; es una herramienta esencial. Como señalaba Freud, el ego negocia entre el ID, fuente de nuestros impulsos más básicos, y el Superego, que intenta adecuar nuestro comportamiento a las normas sociales. Para el artista, esta negociación se traduce en un constante estira y afloja entre la autenticidad personal o las expectativas externas.
El cineasta, artista y psicomago Alejandro Jodorowsky ha explorado profundamente esta idea, rechazando la tentación de convertirse en un “Gurudowsky” y optando por mantenerse fiel a su esencia, lejos del ego que demanda reconocimiento. La verdadera creación artística, sugiere, emerge cuando el artista se conecta con su ser más profundo, no cuando está atrapado en las demandas egocéntricas de aplausos y aprobación.
Sin embargo, el ego no siempre es un enemigo. Para muchos artistas, un cierto grado de egocentrismo es necesario para defender su visión y sustentar sus elecciones creativas frente a las críticas y los ataques, como parte de una gestión saludable de su identidad artística. Pero, ¿qué ocurre cuando el ego se descontrola y se convierte en una barrera para la genuina autoexpresión? Esto se podría presentar como egomanía o como duda constante.
La inseguridad es un fantasma que suele rondar al artista. Un logro solo es temporal antes de que lo persiga el sentimiento de inseguridad nuevamente. Y lo que dicen los demás empieza entonces a convertirse en la materia de su arte, y pierde su sinceridad. Este ciclo pernicioso es autodestructivo. El artista está continuamente en el diván con su psicoanalista interno, su más grande tirano. La ansiedad se disfraza de creatividad. Librarse de esa autocrítica mordaz para poder expresarse confiada y libremente es un ejercicio de valentía o de estrategia de sobrevivencia.
El ego explotado por el mercado del arte
En el mercado del arte contemporáneo, el ego del artista no solo es relevante, sino que a menudo se explota comercialmente. La figura del artista como un ser egocéntrico, emocional y transgresor se vende bien. Los más polémicos crean un alter ego que busca sentirse superior, se nutre de la comparación, se victimiza, crea adversarios, construye conflictos, defiende a morir tanto su identificación individual como sus identificaciones colectivas, demanda reconocimiento (o se ofende cuando no lo obtiene), manipula, critica, pavonea sus destrezas. Esta estereotipación no solo simplifica la complejidad del proceso creativo, sino que también transforma la obra de arte en una mercancía, donde lo que se valora no es tanto la expresión auténtica, sino la personalidad “vendible” del artista controversial, en algunos casos odiable y amable al mismo tiempo.
Este fenómeno se ve agravado por la tendencia del mercado a favorecer obras que reflejan una individualidad exacerbada (por ejemplo, el caso de Dalí). El arte que se consume fácilmente y que encaja en narrativas prefabricadas sobre lo que un artista debe ser y sentir, muchas veces eclipsa a aquel más reflexivo y menos inmediatamente accesible. Así, el mercado no solo explota el ego del artista, sino que también alimenta un ciclo de producción artística que a menudo valora más la personalidad que la substancia.
El desafío para el artista actual, entonces, es doble. Por un lado, debe navegar su propio paisaje interior, gestionando un ego que puede ser tanto un impulsor como un obstáculo para su arte. Por otro lado, debe enfrentarse a un mercado que no solo se alimenta de su ego, sino que también lo moldea según sus propias necesidades comerciales.
Las palabras de David Bowie resuenan aquí con particular claridad. El célebre músico y también artista visual aconsejaba trabajar sin ceder ante las expectativas de otros y siempre empujar los límites personales más allá de la zona de confort. Su capacidad para superar rápidamente tanto las críticas como las alabanzas es un testimonio del tipo de equilibrio que el artista debe aspirar a alcanzar: uno donde la confianza en sí mismo(a) y la autenticidad de la expresión prevalezcan sobre la seducción de la aprobación externa.
En conclusión, mientras el arte siga siendo una expresión de la condición humana, el ego del artista será tanto su compañero constante como su adversario recurrente. La tarea de cada artista es, entonces, no eliminar su ego, sino aprender a danzar con él de manera que potencie, y no perjudique, su capacidad creativa.