En los últimos meses, los mexicanos interesados en la política que define el destino del país, caminan y dan tumbos en un laberinto oscuro y maloliente, que esconde al temido Minotauro -para unos u otros-, con máscara de victoria o derrota electoral.
Mientras trastabillean en la penumbra laberíntica, sus pulsaciones corporales van de la euforia alucinada, en los claudistas, a la tristeza irritable, en los xóchitlovers.
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De manera paradójica, unos y otros soslayan el uso político de las encuestas, para generar una percepción de victoria o derrota definitiva, y optan, en cambio, por rendir pleitesía a los datos estadísticos para inflamar el espíritu de triunfo inapelable o encender el ánimo de desaliento irreprochable. Por ello, ambos dan tumbos en el oscuro laberinto, ya con sonrisa fanatizada o con mueca angustiada.
Un maestro mío, de estadística avanzada, una vez me dijo: “Los números -datos estadísticos- no son neutrales. El trabajo del investigador social consiste en hacer que los números ‘hablen’ apegados a una metodología rigurosa y a una interpretación ética sólida”. ¿Podemos pensar que ese es el caso, para las empresas encuestadoras en México? Difícil.
El investigador Rafael Giménez, precisa: “Históricamente, ha sido común que candidatos, gobiernos y partidos intenten utilizar encuestas electorales para influir en la opinión pública”. La razón es sencilla: “La inmensa mayoría de las encuestas que se publican en México son pagadas y difundidas por los propios candidatos y por los partidos”.
En otras palabras, las encuestas no orientan al ciudadano común para ejercer un voto racional e informado, porque hay un interés partidista evidente, para utilizarlas como una herramienta de propaganda.
Peor aún, desde una perspectiva estrictamente técnica, el problema central en México, señalado por los especialistas Francisco Cantú, Verónica Hoyo y Marco A. Morales, “es que no sabemos qué está bien y qué está mal con las encuestas (porque) la gran mayoría de los encuestadores mantienen parte de su metodología como ‘receta secreta’, y la autorregulación del gremio es laxa por decir lo menos”.
En síntesis, las encuestas tienden a cumplir una función propagandística sin estándares metodológicos y éticos claros y, por ende, sujetos a una revisión pública por incidir en decisiones electorales intrínsecas al desarrollo democrático del país.
En 2023 y 2024, 26 casas encuestadoras arrojaron esta preferencia efectiva por candidato: Claudia Sheinbaum 61%, Xóchitl Gálvez 32% y Jorge Álvarez 7%. ¿Debemos creer en esos resultados a pie juntillas? No. Porque como bien señala, Héctor Aguilar Camín: “En el barullo de las encuestas que nos rodean quizá algo claro que podemos decir es que los promedios de sus datos no sirven para mucho. La diferencia entre ambas encuestas (la de Sheinbaum y la de Gálvez) es tan alta que una de las dos encuestas miente. Probablemente las dos”. En esencia: las encuestas no predicen de manera absoluta el resultado de una elección. El trabajo territorial, digital y mediático, sí.
La encuesta toma -con los asegunes, antes mencionados, una fotografía que puede adolecer de una muestra poblacional no representativa; rechazo por participar en la encuesta; variaciones en el tiempo -por corto que sea- en la preferencia electoral; ausencias el día de la votación o hasta una actitud mecánica por dar una respuesta deseable al encuestador.
Por ello, la película está en manos de los electores que son los protagonistas; los cuales, escribirán su final el próximo 2 de junio. Para salir, de esta manera, del laberinto manipulador.
No falte apreciado lector a su “Xita con la hiXtoria”. De otra manera, no habría sorpresas, hoy, inimaginables, para algunos.
Nota: continuaremos nuestra conversación la primera semana de abril.